Por: César Jerez
Me bajé del carro con alivio, después de transitar una trocha insufrible desde San José de Guasimales, la Cúcuta de la frontera, caminé unos cientos de metros entre carros quemados, pozos petroleros incendiados y maquinaria petrolera destruida, sobrepasando las barricadas de muchachos encapuchados que parecían guerreros medievales, hasta llegar al caserío de La 4. Justo cuando un grupo de raspachines (cosechadores de hoja de coca) enfurecidos trataba de prender fuego a la única gasolinera del caserío. Chabela se les atravesaba a grito entero con su cuerpo menudo, absorbido por la humedad y el cansancio, para impedir que muriésemos, ahí mismo, calcinados entre el fuego de las llamas y el calor abrasador del Catatumbo.