Lleva más de 40 años dedicada a la música. Es partera. Enfermera. Cree en los milagros y cuenta que en su pueblo, Alfonso López de Balsita, sus ancestros aprendieron a cantar gracias a las aves cantoras. Esta es su historia.
Por: Pablo Navarrete
Ana levantó la mirada y en la otra orilla del río, entre las sombras del ramaje, vio la clara figura de la Virgen de las Lajas. Durante dos semanas, junto a Cecilia, su mamá, había estado en un canalón haciendo minería artesanal, “pero no encontramos ni dos décimas de oro. Nada. Mi mamá estaba muy triste porque íbamos a llegar a la casa con las manos vacías. Pero cuando vi a la Virgen de las Lajas yo supe que nunca me iba a faltar la comida ni los milagros, supe que la vida iba a ser dura, pero que lo iba a lograr todo en la vida”, recuerda.
Ana Orobio nació en Guapi, un municipio multicolor ubicado en el litoral pacífico de Colombia, pero se crió en Alfonso López de Balsita, corregimiento situado a pocos kilómetros de Guapi en el que nacieron Adrián y Cecilia, sus papás. Balsita, como se le llamará a ese corregimiento de ahora en adelante, es un pueblo rodeado de riachuelos y amurallado por los árboles en los que viven las aves cantoras, como el Pájaro Marimbero, el pájaro arrullador y el pájaro flautero, cuyas voces les dieron origen a los sonidos ancestrales de comunidades negras del pacífico escondido.
Fotografía: Andrés Aguilar.
Y, por más simple que parezca, las aves “hacen parte del orgullo mío más grande”, dice ella, “porque gracias a ellas aprendí dos cosas en la vida: a cantar y a ser libre. Ellas me enseñaron a decir con mucho orgullo que soy una mujer perdida en un cuerpo de hombre, ellas me enseñaron a sentirme orgullosa de ser una cantaora transexual”.
Camina lento. Espalda derecha, contonea las caderas mientras la licra de color vinotinto demarca el movimiento parsimonioso de sus piernas. Se detiene a mitad de camino y con las manos se acomoda el cabello rizado, que casi les llega a los codos. Reanuda su andar arrastrando las sandalias. Se sienta a la mesa de la cafetería del Hotel la Luna, lugar en el que se hospedaba mientras llegaba el día de su presentación en el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez. Con recato, se acomoda la camiseta verde en la que se lee: ‘Rock and Roll’, para que no se le vea asomo alguno de su piel. Con delicadeza, frota las manos, una contra otra y las extiende sobre la mesa. Cada uña tiene un adorno distinto. Líneas en sentido vertical u horizontal, el símbolo del yin y el yang. Sonríe de medio lado, autoriza prender la grabadora y empieza a contar parte de su historia:
“Desde que tengo memoria me siento mujer. Siempre quise ser mujer. Lo de ser mujer lo decidió Dios, lo de ser cantaora lo aprendí por herencia ancestral de mi mamá”. Para Ana la música es medicina ancestral y por eso cree con toda seguridad que el oficio de quienes hacen música en el pacífico colombiano es “curar. Yo quiero que la gente entienda que la música sana, que la música cura vidas, y quiero que lo sepan porque la música a mí me salvó la vida”.
De repente, otras dos cantaoras que pertenecen a la agrupación ‘Camarón de Playa’, dirigida por Ana, se sientan a la mesa junto a ella y entran a la conversación:
- Ojo. Ella también es enfermera -, dice una.
- Sí. Sí. O sea, Ana cura de las dos maneras, con la medicina de nuestros ancestros y con la medicina tradicional -, dice la otra.