La cifra de las personas migrantes que han atravesado la selva del Darién este año alcanza las 500.000. Médicos Sin Fronteras alerta que no hay atención a las necesidades básicas ni respuestas suficientes a la crisis humanitaria antes ni después del tapón. Un recorrido gráfico desde Nariño hasta Panamá sobre cómo se perpetúa esta tragedia humana.
Por: Revista RAYA en alianza con Médicos Sin Fronteras
Informe Especial
Keiber Bastidas y familia esperan en la sala de MSF para ser atendidos. Fotografía: Natalia Romero Peñuela
Keiber Bastidas, su esposa Daniela y sus dos hijos ya estaban exhaustos cuando llegaron a las puertas del Darién. Al menos 25 días habían pasado desde el día en que, hartos de que el trabajo intenso de cada mes en Ecuador apenas alcanzara para pagar un alquiler en Guayaquil, decidieron salir de ese país con rumbo a Estados Unidos. El éxodo desde Venezuela cinco años atrás les había dejado la valentía suficiente para empezar nuevamente de cero.
De enero a octubre de 2023, MSF realizó 51.500 consultas médicas y de enfermería en el Darién panameño. Fotografía: Natalia Romero Peñuela
Esta vez fueron 25 días de caminar al sol y al agua por carreteras eternas, arriesgar su vida al mulear o encaramarse a camiones de doble remolque en movimiento, dormir en las calles y guardar los pocos pesos ahorrados para comer algo. 25 días de soportar el rechazo y la xenofobia, y de vez en cuando recibir la ayuda de personas particulares, sin encontrar albergue ni alimento en esos casi 1.900 kilómetros de carretera hasta Turbo (Antioquia), en el nororiente de Colombia.
5:45 am. Los migrantes oran mientras esperan a que salga el sol para adentrarse en la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Luego tomaron un bote que los llevó en hora y media por el mar Caribe a Acandí (Chocó) y se adentraron cinco días en la selva. Allí evitaron abismos, cruzaron ríos sin saber nadar y vieron cómo muchos se quedaban en el camino por caídas o ahogamientos, o por la violencia ejercida por criminales.
Lancha que transporta a los migrantes hacia Acandí (Chocó), el último poblado en Colombia que ven antes de adentrarse en la selva del Darién. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Estas son las mismas condiciones que han vivido los casi 500 mil migrantes que han cruzado la selva del Darién en 2023. Las vulnerabilidades se suman y multiplican, y siguen encontrando una respuesta insuficiente e inadecuada. Cada nuevo año, el número vuelve a batir el récord, pero la respuesta sigue siendo la desprotección. En todo 2022 fueron 248.000, y en 2021, 133.000.
De enero a noviembre de 2023, casi medio millón de migrantes han atravesado la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Fotografía Juan Carlos Tomasi
“La cifra de migrantes que han cruzado la selva equivale a más del 11 % de la población de Panamá. Esta es una crisis sin precedentes a la que no se ha volcado la suficiente atención global ni regional; no se han garantizado rutas seguras a los migrantes, ni suficientes recursos para las organizaciones que los atienden”, señala Luis Eguiluz, coordinador general en Colombia y Panamá de MSF (Médicos Sin Fronteras).
De enero a noviembre de 2023, casi medio millón de migrantes han atravesado la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Ruta de desatención
Durante 2023, MSF ha recorrido las principales rutas de tránsito de migrantes por Colombia. “Lo que hemos evidenciado y escuchado de ellos es que quienes transitan por el sur del continente están expuestos a una situación de extrema vulnerabilidad: hambre, ausencia de alojamientos y fuentes de agua, cobros excesivos, desinformación y estafas, xenofobia y violencia física, psicológica y sexual. Todo esto inicia mucho antes de que los migrantes lleguen a la selva del Darién, aunque sea allí en donde se hace evidente”, señala Eguiluz.
Migrantes sobre la carretera Panamericana, en Nariño, Colombia, esperan que algún carro o camión los acerque a la próxima ciudad. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Una de las rutas desatendidas en Colombia inicia por el puente de Rumichaca, que conecta a Tulcán (Ecuador) con Ipiales (Colombia), por donde ingresaron Keiber y familia.
Allí, MSF conoció también el caso de las familias de Friangerlin y Yucleisy, dos mujeres venezolanas. Caminaban agotadas, envueltas en cobijas y con la piel y los labios quebrados por el frío y la altura. Friangerlin, embarazada, arrastraba un carrito de mercado del que se veían tambalear los pies de un niño que dormía exhausto. Llevaban cuatro semanas viajando. Iban las dos, con sus esposos y cuatro niños, de regreso a Venezuela. Yucleisy recogería a sus otros hijos para salir luego juntos al Darién; Friangerlin aún no estaba segura. “Estoy cansada de migrar”, dijo.
De enero a noviembre de 2023, casi medio millón de migrantes han atravesado la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Fotografía Juan Carlos Tomasi
“Saliendo de Guayaquil nos amenazó un grupo de hombres a los que les dicen ‘los hinchas’. Nos dijeron que, si no les pagábamos, nos iban a quitar los bebés, pero nuestras parejas se rebelaron y les dijeron que tenían que matarnos para quitarnos nuestras cosas o nuestros bebés”, contó Yucleisy.
Los relatos de hechos violentos en el sur del continente son una constante. “Desde Perú tomé un autobús que me llevó a Huaquillas (ciudad de Ecuador fronteriza con Perú). Allí unos hombres nos llevaron a 10 migrantes y nos robaron toda la plata; a las mujeres las hacían desnudar, se llevaron los teléfonos también y decían que, si hablábamos, nos mataban. Cargaban cuchillos y pistolas”, contó David Fuentes, un migrante colombovenezolano que trabajó en Perú como vendedor ambulante. “En Perú nos íbamos a subir a una tractomula y un hombre que ya estaba arriba, en el camión, intentó herirnos con un cuchillo. Luego, en Ecuador, estábamos durmiendo en un parque y un agente policial nos despertó con gas pimienta para que nos levantáramos de allí”, dijo Luis Jesús Wilches, también venezolano.
Migrantes caminan sobre la carretera Panamericana, en Nariño, Colombia. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Como ellos, a diario ingresan por el sur de Colombia cientos de venezolanos y haitianos en su segunda migración, migrantes del sur del continente como ecuatorianos y peruanos, y personas de lugares tan lejanos como China, India, Afganistán, Bangladesh, Camerún y Burkina Faso, que aterrizan en Ecuador o Brasil para luego continuar la ruta por tierra.
“Según testimonios de los migrantes con menos recursos económicos, en la ruta por Ecuador solo encuentran apoyo en dos ciudades: Ibarra y Tulcán, muy cerca de Colombia. Luego, en Ipiales, organizaciones locales con fondos internacionales tienen algunos albergues en los que los migrantes pueden acceder a una ducha, hospedaje una noche y a tres platos de comida, pero luego deben salir”, explica Luis Eguiluz.
Migrantes caminan a través de la selva del Darién, en Colombia. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Ante el vacío de atención y recursos, son apenas el 2,2 % de los migrantes quienes pueden acceder a estos centros; más del 73 % de las familias deben dormir en la calle o parques públicos, y el 75 % no tiene acceso suficiente a agua potable, según verificó recientemente la Procuraduría de Colombia. En más de 1.200 kilómetros, desde Nariño hasta Antioquia, son casi nulos los auxilios para la población en tránsito.
Durante su travesía por el Darién, los migrantes deben atravesar los ríos Acandí y Tuquesa. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Keiber cuenta que, en Medellín, la principal ciudad de Antioquia, él, su esposa y sus niños tuvieron que dormir dos noches en el suelo de un peaje, arropados por una sábana. “Decidimos subirnos a una cementera hasta Santafé de Antioquia, un pueblo inolvidable con gente muy amable. Un señor nos vio esperando y nos dio 50 mil pesos (12 USD) para que comiéramos. Luego nos subimos en tractomulas hasta Turbo”, recuerda.
El 20 % de los migrantes que atraviesan la selva del Darién son menores de edad. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Y luego vino el Darién, una selva de 5.000 kilómetros cuadrados, frontera natural entre Colombia y Panamá. Allí, además de los riesgos geográficos, los migrantes están expuestos a todo tipo de vejámenes por parte de criminales: ataques, robos, secuestros y violencia sexual. “El Darién es lo peor que he tenido que vivir en mi vida, no se lo deseo a nadie. Duramos caminando cinco días por lo que vinimos con los niños. Cruzamos demasiados precipicios. En una cascada, después de que pasamos nosotros, murió un señor. Tenemos todos los dedos pelados con llagas con sangre", explicó Keiber mientras sus hijos de 1 y 2 años lloraban.
El 20 % de los migrantes que atraviesan la selva del Darién son menores de edad. Fotografía Juan Carlos Tomasi
“Se encuentran muertos, se encuentran mujeres embarazadas flotando muertas. A un señor que venía en mi grupo le dio un ataque, se murió y tuvieron que abandonarlo. Es muy fuerte. Hay mucho robo en esa selva, secuestran, están cobrando 100 dólares por persona y a la mujer que no pague la violan”, relató Emilady Rodríguez, migrante también venezolana, recién llegada a Panamá, con sus hijas de 7 y 10 años.
MSF presta atención en salud física y mental, además de apoyo social, a los migrantes que llegan a Panamá tras atravesar el Darién. Fotografía Juan Carlos Tomasi
“Aunque hay organizaciones humanitarias centradas en Necoclí y Turbo, en Colombia, y en las Estaciones Temporales de Recepción Migratorias (ETRM) establecidas por el gobierno panameño en su costado del Darién, la respuesta no es suficiente para cubrir las necesidades”, señala Luis Eguiluz. Ante ello, MSF insta a los gobiernos de países en tránsito hacia Estados Unidos a que coordinen esfuerzos para garantizar rutas seguras y acceso a servicios básicos a la población en movimiento. La crisis humanitaria del Darién requiere respuestas globales.
MSF presta atención en salud física y mental, además de apoyo social, a los migrantes que llegan a Panamá tras atravesar el Darién. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Desde finales de abril de 2021, MSF brinda atención médica a la población en tránsito que llega a Panamá. Actualmente, MSF cuenta con puntos de atención en las dos ETRM de Lajas Blancas y San Vicente, y en la comunidad indígena de Bajo Chiquito. Allí, de enero a octubre de 2023, MSF realizó 51.500 consultas médicas y de enfermería, incluyendo prenatales y postnatales. 18.000 consultas fueron a menores de 15 años y 888 a mujeres embarazadas. Además, MSF brindó 2.400 consultas de salud mental y atendió 397 casos de violencia sexual, sobre los que lanzó una alerta recientemente.
De enero a octubre de 2023, MSF realizó 51.500 consultas médicas y de enfermería en el Darién panameño. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Los testimonios de los migrantes
Yucleisy de Los Ángeles Rondón Blanco, venezolana, 24 años.
Yucleisy Rondón sostiene a su hijo mientras ingresa a Colombia por el Puente Rumichaca. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Viene de Ecuador. Va primero a Venezuela, y luego a Estados Unidos, cruzará por el Darién. Viaja con dos niños y su esposo (y otra pareja con niños que conocieron en el camino). Entrevistada en Puente Rumichaca, frontera entre Ecuador y Colombia.
Vengo de Huaquillas (Ecuador, frontera con Perú). Emprendimos el viaje porque allá no nos daba para mucho. El arriendo, por las nubes. Teníamos que salir a pedir porque un día de trabajo no nos alcanzaba: solo nos daban 10 dólares por todo un día de trabajo, o 15 si le haces otro redoble hasta las 2 o 3 de la mañana. Es un poco forzoso. Se nos hizo difícil hasta mandarles dinero a los que tenemos en Venezuela. Por eso decidimos emprender este viaje a Venezuela a buscarlos a ellos y luego subir a los EE. UU. a buscar un mejor futuro, un mejor proyecto para los nuestros, porque nosotros ya no importamos, los que importan son ellos, que van hacia arriba.
De enero a noviembre de 2023, casi medio millón de migrantes han atravesado la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Salimos hace cuatro semanas. Nos ha tocado difícil. Hemos tenido que caminar mucho, ya casi no nos dan aventones por la cosa de que muchos de nosotros hemos jodido las cosas con nuestras malas palabras o nuestros malos comportamientos, y lo pagamos los otros, los huevoncitos, que nos chuchean, nos tratan mal. A veces nos regalan comida, y usted no me está preguntando, pero abrimos la bolsa, y la bolsa con gusanos. Es horrible. Por eso es que hay que ser fuerte a veces y seguir adelante.
Voy para Caracas porque tengo mis hijas allá, dos niñas, están con mi mamá. Y tengo que irlas a buscar porque no tengo cómo mandarles ahorita. Una tiene 7 y la otra 8. Yuriani y Elianyely. Tengo 4 años que no veo a mis hijas. No hablan conmigo por teléfono porque no les gusta; lo único que me mandan a decir es que esperan que yo llegue. No les he visto ni la cara.
Los migrantes llegan a través del río Tuquesa a la Estación de Recepción Migratoria de Lajas Blancas, un campamento instalado por el gobierno panameño. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Sobre el Darién. He escuchado todo eso, del peligro que atravesamos, no por nosotros, sino por los niños, las cosas malas que vemos en el camino, que hay hasta muertos. Pero qué podemos hacer, si tenemos que buscar un mejor futuro y, bueno, seguir para adelante.
Los niños preguntan por qué les hacemos esto. Dicen que ya están cansados. ¡Tantas cosas! Que cuándo vamos a llegar, que no quieren dormir en la calle. ¡Son tantas cosas! La culpa la tenemos nosotros por no luchar por nuestro país y de migrar a luchar por otras personas... Nos acobardamos y buscamos un camino más fácil, que a la final no nos salió tan fácil, porque a mí se me mató un hijito de 2 añitos en Ecuador. Se me mató porque estaba lavando y no me percaté de que se había levantado y se me cayó en el tobo de agua y... yo estaba sacando la ropa de la lavadora y no lo vi. Cuando lo fui a ver ya era muy tarde…
Puesto de atención de MSF en alianza con el Ministerio de Salud de Panamá en comunidad indígena de Bajo Chiquito (Darién, Panamá). Fotografía Juan Carlos Tomasi
Así nos ha ido. Es un recuerdo muy feo que me va a quedar para toda la vida. Apenas tengo un año sin él y me echo la culpa, porque si no hubiera salido de mi país quizá habría sido mejor y hubiera podido darle una mejor vida, y no se me habría ahogado así.
Aquí estoy pa'lante porque sé que es duro. En Estados Unidos tenemos primos y mi esposo tiene una hermana allá. Dicen que nos vayamos, que nos reciben allá.
De enero a noviembre de 2023, casi medio millón de migrantes han atravesado la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Friangerlin Brochero, venezolana, 27 años
Salió de Guayaquil. Va de regreso a Venezuela y su esposo quiere ir luego al Darién. Está embarazada, es madre de 6 hijos, viaja con dos de ellos, su esposo ‘Will’ y la familia de Yucleisy.
Entrevistada en Puente Rumichaca, frontera entre Ecuador y Colombia.
Todo el mundo busca lo mejor para su familia. Y a veces piensas que te vas a encontrar con cosas buenas, pero no... te encuentras con humillaciones, con gritos; a veces te echan. Son pocas las personas que te ayudan y son buenas, no te voy a decir que no, pero más te encuentras con personas malas que con buenas. Hay veces en que uno dura hasta tres días sin comer, viajando, caminando y caminando y caminando y caminando y caminando. En Ecuador trabajamos y el pago allá son 20 dólares, pero a nosotras nos pagaban 10 por el día. Eso no alcanza pa’ nada; para lo básico, pero no para pagar arriendo, porque en 31 días son 310 dólares. Y te explotan, desde la 6 de la mañana hasta las 11 de la noche. A veces Will llegaba a la 1 de la mañana, por 10 dólares... no es justo.
Los migrantes llegan agotados a la comunidad indígena de Bajo Chiquito, en Panamá, la primera que ven luego de atravesar la selva. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Yo vengo de Guayaquil, pero esto no es como todo el mundo piensa, como todo el mundo te lo pinta. Tú tienes que vivirlo. La gente dice: "Allá tú vas tener…". Eso no es cierto, aquí tú no tienes, aquí te humillan por tener lo poco. Hay muchos que prefieren vender chupetas, y de todas formas hay gente que no nos apoya. Y bueno... Mira cómo estamos. A este (señala un niño que duerme sobre un carrito de mercado) por lo menos lo han picado tanto los mosquitos, se le pone la cara morada del frío. Se le había hinchado la mano porque lo picó un mosquito, pero ya… la situación es muy dura. Yo ya quiero estar con mi familia. Ellos están en Venezuela.
Yo no quiero emigrar más. Mucho camino. Mucha discriminación. A veces te encuentras con personas armadas. Habían matado a una mujer en el camión. Esos son traumas que tú vives. Muchas cosas pasan… al inmigrante… muchos abusos. Solo me ayudó una persona que era cristiana. Tengo 10 días viajando. Tengo una bola en la vulva de un golpe que me di, y así estoy caminando, embarazada.
Los migrantes toman una lancha en Bajo Chiquito hacia la Estación de Recepción Migratoria de Lajas Blancas, un campamento instalado por el gobierno panameño. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Ya antes he cruzado Chile, Bolivia, Perú, Colombia, pero si pudiera quedarme por allá, no lo haría; para ponerlos a pasar problemas por ahí, no. Tengo 27 años, soy madre de 6 hijos. El primero lo tuve a los 14. Con Will tengo 3 hijos, de los otros soy papá y mamá sola. Solo he parido uno en hospital, el resto en la calle (ríe). Afuera uno no tiene oportunidades de nada. Lo que hacen es explotarte, gritarte, humillarte, y no veo eso para mí… A Venezuela voy a volver a ver a mis hijos. Mi esposo quiere ir al Darién, yo no. No quiero atravesarlo sin tener nada seguro y después me devuelvan.
El único país en el que medio nos quieren es en Ecuador, pero ni en Perú, Bolivia o Chile nos quieren, no nos dejan entrar. Tú puedes llegar hasta allá, pero en Perú te linchan. Por justos pagamos todos.
Puesto de atención de MSF en alianza con el Ministerio de Salud de Panamá en comunidad indígena de Bajo Chiquito (Darién, Panamá). Fotografía Juan Carlos Tomasi
Naila Carolina Flores Martínez, venezolana, 36 años.
Busca a su hijo en zona de conflicto en Colombia, espera volver a Chile después.
Entrevistada en Ipiales, Nariño.
Vine a Colombia porque mi hijo me llamó pidiendo auxilio. Me pidió que lo viniera a buscar. Él estaba acá al cuidado de mi hermana. Pero ya mi hermana no puede estar pendiente de él. Está embarazada y tiene riesgo de aborto. Ella tiene dos niños más y la situación es crítica. Mi hijo le dijo a mi hermana que estaba trabajando en una finca… Por eso me parece como si lo tuvieran allá secuestrado o algo así. Algún grupo armado, sí, porque me dijo que él me estaba esperando y ya no se conectó más al Facebook, ya no hubo más comunicación.
Tengo angustia por mi hijo, por eso decidí viajar desde Chile, donde llevábamos ya año y medio con cierta estabilidad. Vamos así, sin pasajes y sin nada. Le dije a mi pareja: acompáñame, necesito buscar a mi hijo. Agarramos una mula (camión de doble remolque) en Arica, antesitos de la frontera con Perú. Y en esa mula fue cuando me pasó el accidente.
Los migrantes llegan a través del río Tuquesa a la Estación de Recepción Migratoria de Lajas Blancas, un campamento instalado por el gobierno panameño. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Le dijimos al mulero (conductor) que parara porque ahí era donde nos íbamos a quedar. Él empezó a ir lento, y entonces yo me iba a bajar cuando arrancó de nuevo. Me enredé con el bolso que cargaba y me pegué con un palo (poste de la estructura del remolque) y me partí aquí (se señala la frente) y me caí por allá. Me tomaron seis puntos porque una señora humildemente me pagó un servicio médico privado. Pero mi esposo se lanzó también cuando yo caí. Y él tiró todas las maletas y se nos perdieron los documentos y un bolso que se quedó en la mula. También perdimos parte de la plata que habíamos ido consiguiendo. El señor nunca paró.
Mi esposo me dijo luego que la pierna no le daba, que la tenía acalambrada. Fuimos a pedir albergue (servicios de acogida gratuitos en la ruta), yo con mis puntos y él con la pierna así, acalambrada, pero nos decían que no, que la prioridad es con niños, con mujeres embarazadas y con adultos mayores.
Los migrantes llegan a través del río Tuquesa a la Estación de Recepción Migratoria de Lajas Blancas, un campamento instalado por el gobierno panameño. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Vamos poquito a poquito, a veces pagando pasaje con la plata que hacemos vendiendo dulces por todas las calles. Pero como le dije: mi tiempo es oro, porque otros cuatro hijos quedaron en Chile. Tengo una hermana allá, que los está viendo de lejos. Ellos quedaron con una persona chilena y ella me dio aproximadamente 20 días para estar con ellos. Así que voy a contrarreloj. Sobre todo porque uno de ellos está ingresado en un centro de salud mental, es esquizofrénico.
Iremos hasta Venezuela y de ahí nos regresaremos a Chile. Allí tenemos estabilidad: los niños estudian, tienen atención médica. Nos han apoyado bastante. Pero primero pasaremos por Cúcuta (norte de Colombia, frontera con Venezuela) porque me dicen que mi hijo está allá, por las montañas, por ahí por Ocaña, por ahí por esas partes. Yo desconozco la dirección, yo desconozco... Yo voy perdida y con la voluntad de Dios. Yo digo que él está metido en cosas de esas de raspar coca. O sea, que se lo llevaron a trabajar en una finca inocentemente porque mi hijo no consume ni cigarrillo, tiene 17 años y no es consumidor de nada, es un niño sano, sano...
Fila de registro migratorio. La comunidad indígena de Bajo Chiquito, en Panamá, es el primer punto al que llegan los migrantes luego de atravesar la selva. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Keiber Bastidas, venezolano, 26 años.
Migró primero a Ecuador con su esposa, Daniela Díaz. Tuvieron dos hijos ecuatorianos. Viajan los cuatro. Va para Estados Unidos.
Entrevistado en la Estación Temporal de Recepción Migratoria de Lajas Blancas, Darién (Panamá)
Nosotros salimos de Valencia (Venezuela) hace cinco años hacia Ecuador. Yo tengo 26 años y mi esposa 25. En Ecuador hicimos una familia, nuestros dos hijos son ecuatorianos.
En Guayaquil vivimos cuatro años, casi cinco. Trabajé en delivery, pero lo que se podía comprar era muy poco, casi igual que Venezuela. Pensé mucho si volver a Venezuela. En Ecuador las personas ya no nos ayudaban. Ya no había trabajo y pasábamos hambre. Los alquileres eran cada vez más caros: primero 100, después 150, después 200, hasta que no aguantamos más. Querían pagarnos 300 al mes y cobrar 200 de arriendo. Muy injusto. La comida no alcanzaba ni para 15 días. Siempre estaba uno endeudado. Y por eso tomamos la decisión de irnos.
Puesto de atención de MSF en alianza con el Ministerio de Salud de Panamá en comunidad indígena de Bajo Chiquito (Darién, Panamá). Fotografía Juan Carlos Tomasi
Desde Guayaquil empezamos a mulear y a subirnos a todo lo que nos diera la cola; mula o carro, lo que fuera. En Ipiales (Nariño), el primer lugar que visitamos en Colombia, duramos varios días, y con 10 dólares que teníamos comimos, no supimos de ningún albergue ni comedor. Un señor se compadeció y nos llevó hasta Cali en una camioneta Machito. De ahí nos subimos en una gandola hasta Medellín, que nos cobró como 30 mil pesos. Después de visitar Medellín y Santafé de Antioquia, ‘muleamos’ hasta Turbo. En el camino nos dieron una carpa y 10 dólares. Allá llegamos a un parque que se llama La Bombonera y pasamos 13 días durmiendo con más de 100 familias ahí. En Turbo un señor me regaló 150 dólares para el pasaje. Gracias a Dios y a él estamos aquí.
De Turbo a Acandí (Darién colombiano) nos cobraron 160 mil por adulto más 150 dólares por la guianza, pero yo solo tenía 150 y otra familia 150, y por esos 300 nos llevaron a las dos familias. De la llegada al campamento Las Tecas nos llevaron en tricimotos. En Las Tecas nos quedamos una noche y empezamos a caminar después, cinco días. Llevábamos sopitas instantáneas y la carpa que nos regalaron. Llegamos el viernes a Acandí y entramos el domingo a la selva. Antes de iniciar, todos los migrantes hicimos una oración.
Bajo Chiquito pasó de tener 300 habitantes a ver pasar diariamente entre 1.500 y 3.000 migrantes. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Pensamos que el Darién iba a ser un poquito más fácil, pero de verdad es difícil; una experiencia demasiado inolvidable. Lloraba ella, mi esposa, y lloraba yo. Es que, si uno se caía ahí, se moría. Mi esposa no sabe nadar y lloraba cada vez que había que cruzar un río. En el camino le ayudamos a una señora que tampoco podía caminar mucho.
Hay un pedazo de la selva en donde se ve un tronco muy grueso en medio del río. ¡Un tronco gigante! Y del otro lado cae una cascada que es bien honda. La gente tiene que lanzarse y amarrarse con mecate para pasar. Algunos cruzaban por la orilla de la piedra y se resbalaban. Después de que pasamos nosotros en esa cascada, murió un señor.
La comunidad indígena de Bajo Chiquito, en Panamá, es el primer punto al que llegan los migrantes luego de atravesar la selva. Fotografía Juan Carlos Tomasi
Lo más pesado fueron los fangos de barro. Yo sentía que iba a dejar los dientes pegados ahí. Sentía que quedaba tieso con el niño; él se me dormía en los brazos y yo sentía los brazos muertos. Pasar los ríos me daba mucho miedo porque, si se me caía, yo cómo hacía para buscarlo ahí. Supimos de varios grupos a los que robaron, a nosotros no.
Yo no volvería a pasar esa selva porque la verdad es demasiado fuerte: estuve a punto de caerme a los volados con mi niño en brazos; veía incluso cómo se caía la gente. En Estados Unidos tengo un hermano que nos iba a ayudar, pero la verdad no nos ayudó en nada, nos dejó cuatro días sin responder los mensajes. Ahora sabemos que sigue Costa Rica, sigo hablando con mi hermano a ver si me contesta.
Los migrantes llegan agotados a la comunidad indígena de Bajo Chiquito, en Panamá, la primera que ven luego de atravesar la selva. Fotografía Juan Carlos Tomasi