Jani Silva, lideresa socioambiental de Putumayo y presidenta de ADISPA, ha sido nominada al premio Nobel de Paz. Su lucha en defensa de la vida y el territorio es símbolo de dignidad para todas y todos los colombianos. Esta es su historia.
Por: Ángela Martin Laiton
A mediados de 1996 Colombia vivió un paro de campesinos cocaleros sin precedentes. El epicentro de ese movimiento que duró más de dos meses estaba en el Putumayo, (un lugar del que un país centralizado sabía muy poco), los campesinos organizados estábamos exigiendo una reforma rural urgente. De ese proceso surgió lo que hoy conocemos como Zonas de Reserva Campesina, durante los meses del paro tuve que trabajar muy duro con las comunidades, apoyando, ayudando con el tema humanitario. Ahí ya tenía una conciencia de protección, de la necesidad de protegernos entre nosotros mismos (los campesinos).
Mi nombre es Jani Silva, se pronuncia como se lee, con J, pero todos los que me quieren y me conocen en la Perla Amazónica me dicen Janeth. Nací en 1963, este año cumplo 60 años de vivir y 43 años de trabajar y luchar al lado de la gente putumayense. Soy la representante de ADISPA (Asociación de Desarrollo Integral Sostenible Perla Amazónica), que a su vez hace parte de la Zona de Reserva Campesina en la Perla Amazónica en Puerto Asís, Putumayo.
Llegué a Puerto Asís cuando tenía 12 años, soy de Leticia, Amazonas. Nos fuimos a raíz de la separación que tuvo mi mamá con nuestro papá en ese momento. Ella me llevó solo a mí, luego mis dos hermanas menores se quedaron en la casa con mi abuela. Cuando tenía 7 años mi mamá se mudó de Leticia a Bogotá y allá vivimos cinco años. Pero mi mamá se vino para Puerto Asís porque en Bogotá casi me roban y eso nos dio mucho susto. Además yo no me amañaba en la ciudad, insistí mucho en que nos devolviéramos para la Amazonia. Un día ese sueño de volver se hizo realidad.
Cuando llegamos a Puerto Asís la situación fue muy difícil. Mi mamá estuvo casi un año buscando trabajo. Después de ese año mi mamá consiguió un compañero y se fueron a trabajar a una finca. Mi mamá me dejó en la parte urbana trabajando y estudiando, así que la veía solo cuando descansaba. Después, a los 16 años dejé de estudiar y me fui para allá a trabajar con ellos, lo mío es la vida campesina.
La vida en el campo es muy tranquila y muy sabrosa, porque a pesar de que éramos muy pobres y no teníamos cómo comprar muchas cosas, la comida nunca nos faltó, la finca lo daba todo, si uno no tenía qué cocinar se iba con un anzuelo y sacaba pescado, el plátano no faltaba, entonces cuando no había nada más se asaba plátano con pescado. Una comida deliciosa que daba el mismo territorio.
Nosotros sembrábamos maíz, arroz, y si ese último no había cómo trillarlo, mi padrastro abría un hueco en la tierra y con un mazo lo trillaba. También teníamos un trapiche de caballo, se cortaba caña los sábados y los domingos madrugabamos a moler y cocinar para hacer la miel cada 15 días. A las personas de la ciudad puede parecerles ajeno, lejano, imágenes que no se construyen con facilidad. Para nosotros lo que no se siembra o se hace no existe.
Eran pocas las cosas que necesitábamos comprar, por ejemplo la sal, a veces parte de la cebolla porque existía también la huerta, uno tenía casi de todo. Cuando estaba muy mal la vaina pues se mataba una gallina y se comía sancocho. Los pobres en el campo cuando estamos muy mal comemos gallina, se corre al patio, se escoge una, se mata y se cocina un buen sancocho con yuca, con yota y cilantro cimarrón.
De la tierra brotó un liderazgo
Regresar a trabajar en la Junta con los vecinos fue un momento clave para mi vida, ahí inicié un largo proceso de liderazgo, casi sin darme cuenta, conocí que soy aguerrida para defender derechos y paciente para escuchar. Aunque en el colegio solo hice hasta séptimo y una parte de octavo, que en ese tiempo era tercero de bachillerato, en la finca la gente me tenía como que yo era la que escribía, en las reuniones de la Junta me invitaban para redactar. A principios de los ochenta, en las veredas las personas no solían estudiar más allá de quinto de primaria, eso significaba que el hecho de que yo hubiera cursado hasta octavo era como si tuviera los conocimientos de la profesora. Incluso, los docentes a veces no habían terminado su bachillerato porque la educación se hacía por medio de la curia y mandaban muchas personas cercanas a la iglesia, pero no necesariamente formadas académicamente.
En ese entonces, mi padrastro era el presidente de la junta en la vereda Toayá, entonces me decía: “vamos a la reunión para que me ayude a apuntar”, porque él no escribía muy bien. Yo iba a las reuniones de la Junta de Acción Comunal, apuntaba y daba ideas. Recuerdo que una de las primeras iniciativas que tuve fue la de integrar a las mujeres en los partidos de fútbol de la vereda. Tenía 16 años y en ese momento la única actividad lúdica que había era ir a ver a los hombres jugar, o sea nos tocaba ir a hacer barra. Un día yo dije bueno, ¿por qué nosotras no jugamos? Empezamos jugando micro, poco a poco organizamos y hasta se hizo un torneo interveredal. Eso se volvió una cuestión indispensable, nos pegabamos unas caminadas hasta de dos horas por esas trochas para ir a jugar en otra vereda. Eso duró casi un año, después yo me casé y aunque seguía jugando ya tenía muchas obligaciones en el hogar, ya no me daba mucho el tiempo. Pero sí me daba para asistir a las reuniones, para acompañar la junta, para ayudarle a la profesora a fabricar materiales didácticos rústicos para las clases, por ejemplo, con cajas de cartón hacíamos rompecabezas. Les pintábamos las figuras y luego los recortábamos para que los niños tuvieran con qué trabajar.
Eso fue como desde 1980 hasta el 82. Todo era muy tranquilo en la vereda, entre vecinos nos colaboramos mucho. Una cosa que siempre me pareció muy distinta de cualquier ciudad era que todos estábamos involucrados en la educación de los niños, así no fueran nuestros hijos, eran responsabilidad de todos los que vivíamos ahí. Lo colectivo era la regla.
Así, empecé a trabajar como secretaria de la junta, ahí con otros jóvenes organizamos festivales para recoger plata porque la vereda no tenía una escuela, de ahí salieron los recursos para la primera. Incluso gestionábamos las mingas para hacer los caminos. Esos años fueron fundamentales para mí, aprendí muchas cosas de la experiencia de mi mamá que también era una lideresa en la junta, era muy crítica para que las cosas funcionaran bien.
Después empecé procesos de formación con un grupo de animadores de la fe, una iniciativa de la iglesia para participar de unos encuentros que organizaba un sacerdote en donde aprendimos todo sobre soberanía alimentaria, economía solidaria, y me capacité en cursos de liderazgo comunitario. Mejor dicho, cuánto curso había, yo lo hacía. Aunque no soy muy creyente pero me gustaba más por el tema de la formación. Era un espacio bonito también para conocer personas de otras veredas.
Luego, en el 91 me nombraron como inspectora rural, los inspectores en ese tiempo teníamos el trabajo de hacer registros civiles de nacimiento. Muchas personas en el campo tenían hijos pero no los registraban, nacían los niños en la finca y nada más. Entonces empecé a irme con una máquina de escribir y los folios a las veredas, ayudaba a cuadrar las juntas de acción comunal, hacía campaña de registros civiles de niños, también hasta de adultos. Ese era mi trabajo. Poco a poco fui aprendiendo y empecé a ser una figura representativa en las comunidades. Ahí aprendí que para trabajar con ellas hay siempre que concertar y nunca imponer.
Estuve 9 años como inspectora, hasta el 2000. De hecho, mientras trabajaba en eso, como entre el 94 y el 96 junto a los otros compañeros empezamos a trabajar en un proyecto de recuperación de la identidad campesina, dado que en esos años ya el apogeo de la coca había tomado mucha fuerza. Con ese grupo y con el apoyo del padre Alcides Jimenez, empezamos un trabajo para recuperar esa identidad como campesinos y tratar de volver al campo productivo. Esa premisa nunca cambió en nuestro trabajo. Siempre lo estamos haciendo, seguimos luchando por eso. Hay momentos que se nos vuelven difíciles pero seguimos en el trabajo.
El 18 de diciembre del 2000, después de visitar varios municipios y de divulgar el proyecto, salió el decreto para la creación de la Zona de Reserva Campesina. Y finalmente, en el 2001 se crea el corregimiento Perla Amazónica, ese nombre lo sacamos en una asamblea con casi 700 personas donde pusimos en consideración varios nombres hasta que la votación fue por ese.
Empezamos a trabajar con un presidente, yo seguía siendo la secretaría de la organización y a principios del 2002 nos hacen una amenaza muy dura por lado y lado donde nos dijeron que teníamos que callarnos con relación a la ZRC. Estuvimos a punto de que nos mataran a Milton, Alirio y a mí por ser los orquestadores de la ZRC. Ahí nos tocó quedarnos callados, pero pronto ideamos una estrategia, creamos asociaciones pequeñas de productores campesinos que no llamaran la atención con la ayuda de la iglesia. Seguimos con nuestro trabajo ahí y en el 2007 se crea JURADIPA (Juventud Raíces de Dignidad) nosotros acompañamos a los muchachos para la creación de esa organización ambiental. Los muchachos empezaron a concientizar a las personas porque con el auge de la coca se estaban contaminando mucho los ríos. Ahí siguieron trabajando el tema ambiental y cultural.
En el 2011 ya creamos ante Cámara y Comercio ADISPA (La Asociación de Desarrollo Integral Sostenible de La Perla Amazónica) después de concertar el nombre en una reunión. Aunque nosotros estamos trabajando en el marco de la Zona de Reserva Campesina, no todas las veredas que están dentro de la ZRC pertenecen a ADISPA, porque hubo varias que dedicaron su economía a la extracción de hidrocarburos y con ello perdieron su vocación campesina, están muy petrolizadas.
Durante estos años he luchado por la justicia ambiental en el piedemonte amazónico, he trabajado incansablemente por la paz y los territorios libres de guerra donde nosotros, los campesinos, podamos vivir tranquilos. Hace un tiempo que recibo hostigamientos, amenazas y han atentado contra mi vida. No he podido regresar arriba, a la finca de donde saco los peces y la yuca, o crío mis gallinas. Continúo al frente de ADISPA, desde Puerto Asís, aquí junto a un equipo de personas lidero procesos de reforestación en las riberas del río y enseño a niños y niñas sobre el cuidado y trabajo de las abejas meliponas en un proyecto. Incluso, aquí, en esta oficina en la que algunas veces me he recluido por las amenazas, cuido un panal de abejas que cuando zumban me devuelven a la vereda, al río y a los árboles que he defendido hace más de cuarenta años.