Esa es la historia de Clemencia Díaz, una mujer de 66 años oriunda del Urabá Antioqueño. Vive en el barrio El Líbano, uno de los cordones marginales más grandes de Cartagena. Su hijo fue asesinado por la delincuencia común, y hoy todos la conocen en su territorio por darles comida a más de 60 ancianos en situación de miseria. Esta es su historia.
Por: Elizabeth Vargas P.
Dicen que los ojos son las ventanas del alma y que a través de ellos palpamos el mundo de una manera única. Y es esa manera singular de ver la vida la que, a pesar de las circunstancias, ha hecho que Clemencia Díaz mire más allá de su entorno. Un entorno de polvo y tierra, en el que muchas veces ni los sueños logran escapar de la dureza del ambiente.
Nació hace sesenta y seis años en el Urabá Antioqueño donde el trabajo de campo era el pan de cada día y donde la violencia se pasea como la brisa de la tarde. Fue una de los doce hijos que tuvo su madre y forma parte de los ocho que lograron sobrevivir a una realidad de abandono, ausencias y de escasez.
“Mi papá se fue con otra mujer y dejó a mi mamá solita con ese pocotón de hijos. Ella cortaba leña, arriaba agua y lavaba ropa ajena para alimentarnos. Al final, una tía fue quien me terminó de criar”, afirma Clemencia.
Solo cursó hasta tercero de primaria porque no había para más. Así que sus años infantiles se le fueron yendo entre los breves momentos en que se escapaba al mar y en las extensas horas que pasaba ayudando a su tía en la polvorienta calle larga de Mulatos, el pueblo donde creció.
Pero como siempre, el amor se abre pasó entre los tropiezos y la desesperanza. Así que pronto se vio conquistada por otro joven que también trataba de hacerle el quite a la miseria. No recuerda cuántos años tenía porque dice “que el tiempo corre y corre y uno no se da cuenta de qué pasó”. Lo cierto es que su tierno corazón no pudo resistirse y terminó viviendo con Antonio, su vecino, un muchacho criado por su hermano, porque también lo abandonaron, y con quien lleva tantos lustros que ya ni se imagina la vida sin él.
Y entre esos ires y venires de trabajo y de rebusque, por falta de atención médica en su territorio, la enfermedad de Antonio la sacó para Cartagena. Llegó sin nada, solo con la ilusión de tener un lugar en el mundo y de buscar un poco de sosiego. Se ubicó en un pequeño terreno en el que una nube amarillenta cubre las viviendas y donde a veces parece que el sopor de la tarde se ensañara con sus habitantes. Un sitio detenido en el tiempo y relegado a la penuria, donde hasta los perros son pobres.
Hay que mirar a los otros
Esta fuerte mujer afro, discriminada muchas veces por su raza en un país tan divergente, poco tardó en conquistar con su risa afable y con su curtido rostro, a otros que, como ella, llegaron al barrio El Líbano en busca de mejores oportunidades. Allí creció su único hijo y sus esperanzas. Unas ilusiones que poco tienen que ver con ese espejismo que ofrece la Cartagena pujante de rostros lindos y de paisaje.
Y conocedora del hambre por haberla sentido muchas veces, decidió dejar de lado sus necesidades para darle un poco de ilusión a unos viejos que se esconden, o que los esconden, de esa ciudad heroica que amuralla a la miseria.
“Hay que mirar a los otros, porque muy seguramente están sufriendo igual que uno. Hay que ayudarnos porque la pobreza también une”, cuenta ella.
Su pequeña casa creció de la misma forma como se fue agrandando su corazón. Ladrillo a ladrillo, fruto de su trabajo como empleada doméstica, forjó una quimera. A pesar de que solo tiene una habitación y un baño, sus paredes de bloque pelado se han ido ensanchando para recibir y brindar esparcimiento y regocijo a esos abuelos pescadores, a esas empleadas domésticas que ya no pueden trabajar y a esos otrora vendedores de ilusiones de la playa, a quienes los años los relegó al abandono.
Un zaguán de tejas de zinc, en el que sobresale un retablo con el retrato de su hijo de veintiún años a quien la violencia se lo arrebató hace poco tiempo, es el lugar que ha acondicionado con las uñas para recibir cada viernes a unos comensales que muchas veces no han probado bocado en días. Por momentos, la nostalgia la embarga y deja escapar un breve lamento. “Mi hijo no hizo nada. Era juicioso y trabajador. Lo mataron porque defendió a su patrona de un atraco”, narra mientras las lágrimas recorren su rostro.
Su labor la empezó hace veinte años cuando decidió ayudar a los abuelos de su barrio. “Me levantaba muy temprano para ir a trabajar en las casas de las familias de la ciudad vieja. Hacía todo rápido para regresar temprano a cocinar. Así logré reunir a un grupo de sesenta adultos mayores”.
A pesar de que su visión se ha debilitado y de que no tiene las fuerzas para seguir trabajando como empleada doméstica, labor que desempeñó toda su vida, su fuerza sigue intacta. Hoy, Clemencia y Antonio ponen lo mejor de su cocina para brindar un plato de comida a esos convidados sin rostro, que solo por ese día vuelven a sentirse personas, y su sonrisa llega como una luz a iluminar la jornada. Sus delicias, como dicen los invitados, son el producto de su rebusque. Cada día se levanta a tocar puertas aquí y allá, para conseguir unos plátanos, pescado, arroz o lo que sea, para cumplir con ese compromiso que nadie le asignó, pero que la han convertido en la cocinera de la alegría.