El lenguaje carbones permite cosificar a la naturaleza, leída como proveedora de “servicios ecosistémicos”, revisemos el debate alrededor de esta herramienta que perpetúa las relaciones coloniales, mientras no exige transformaciones reales a las empresas más contaminantes.
Por: Viviana Moncaleano Suárez
Los últimos informes del IPCC y la IPBES, autoridades científicas en temáticas de biodiversidad y cambio climático, reconocen la urgencia de actuar desde diferentes frentes para frenar la creciente crisis climática que inició su consolidación en la segunda posguerra, al integrar los combustibles fósiles en la producción industrial. Esa innovación permitió, desde una lógica colonial, consolidar en el mundo estructuras de “desarrollo económico”, basadas en el consumo y explotación de la naturaleza, y de los seres humanos, de forma diferencial.
Así mismo, desde hace 50 años se han venido desarrollando espacios para discutir e incluir en las agendas globales, al menos teóricamente, la creciente crisis ambiental; se ha llegado a consensos para evitar que el aumento del promedio de la temperatura global pase de 1,5 °C con relación a la era preindustrial. En ese mismo sentido, con el Acuerdo de París (2015), 195 países se comprometieron a disminuir sus emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), resaltando la urgencia común, pero no las responsabilidades diferenciadas, como lo expone la Plataforma Latinoamericana y del Caribe por la Justicia Climática en su Glosario publicado en 2022.
En el Informe sobre Clima y Desarrollo del País, de julio del presente año, Colombia se ubica en el puesto 32, entre 193 países, en la lista de los mayores emisores de GEI, con un 0,57 % de las emisiones globales, por un aumento acelerado en los sectores de transporte, agricultura, residuos y energía. A pesar de lo que parece un bajo aporte, el Estado asumió el compromiso de disminuir un 51 % de dichas emisiones para 2030, con el propósito de convertirse en un país carbono-neutral en el 2050.
Las anteriores consideraciones se basan en el lenguaje técnico y homogéneo que las autoridades científicas crearon para comprender y atender la crisis climática, denominado por Camila Moreno, del grupo Carta de Belén de Brasil, como “lenguaje carbones”, el cual plantea el aumento de temperatura como el problema central a atender, y no como una consecuencia de las estructuras que sostienen el capitalismo.
Esta lógica centrada en las emisiones permitió el surgimiento del modelo de “mercado verde” que, de forma muy general, crea una metáfora en la que equipara a todos los GEI (metano, óxido nitroso) con carbono, y en la que se puede manipular, controlar su flujo, para cuantificarlos, capturarlos e intercambiarlos, con el fin de permitir compensaciones y hacer un negocio de las mismas.
Este lenguaje mantiene la distancia entre seres humanos y naturaleza, a partir de estrategias que refuerzan nuestra jerarquía como especie dominante, evitando así reforzar la noción relacional, cuestionar las prácticas de consumo o reconocer e integrar las prácticas inmersas en ontologías campesinas, afrodescendientes e indígenas, que generalmente son expuestas como casos aislados o muy localizados, y sólo aplicables a escalas pequeñas que no pueden ser tenidas en cuenta para apuestas de transición.
Así mismo, en Colombia la apropiación de este discurso crea la tensión entre las posibles propuestas de atención a la crisis climática, contraponiendo la importancia de enfocar los esfuerzos ambientales del país en la lucha por la deforestación, (la cual se centra en múltiples estrategias para conservar y restaurar ecosistemas que capturan carbono), con las apuestas por una transición energética, reclamando que este camino no debería ser una prioridad, por la baja participación del país en el contexto de las emisiones globales.
Estos reclamos, reiterados por diferentes referentes académicos y políticos, se distancian profundamente de las bases de la justicia ambiental y climática, así como de soluciones sistémicas. Pulsar para que el país se enfoque únicamente en compensar y capturar carbono, por un lado, niega la conectividad ecosistémica y espiritual que también existe en los territorios; y, por otro, ignora la baja preparación (puesto 91) y alta vulnerabilidad (puesto 84) del país frente al cambio climático, que termina impactando en mayor medida, a los más empobrecidos. Esta categorización se expuso en el Índice de Adaptación Global de la Universidad de Notre Dame en 2020, y hace parte de las cifras recogidas en el “Diagnóstico Base para la Transición Energética Justa” realizada por el Gobierno nacional.
El lenguaje carbones permite cosificar a la naturaleza, leída como proveedora de “servicios ecosistémicos”, cuyos paisajes son útiles al ser estratégicos por funcionalidad, lo que conlleva a un limitado reconocimiento de variables ontológicas que dan formas a diversos entramados de vida que no pueden ser cuidados en las lógicas de valoración ambiental dominantes. Adicionalmente, en muchos casos se valida la resignificación mercantilista de quienes han sido históricamente guardianes de territorios, al cuantificar su rol para canalizar recursos que permiten lavar los impactos de la polución, degradación y el despojo de grandes empresas contaminantes.
Esta forma de concebir la problemática y su solución (respaldándose en muchas ocasiones en la “mejor ciencia disponible”), genera que los esfuerzos, recursos, preguntas y planes de gobierno, se concentren en una apuesta limitada y fragmentada que tiene como gran meta convertir al país en un sumidero de carbono, dejando por fuera acciones profundas por la justicia climática y la transición energética justa, que requieren dejar las combustibles fósiles en el suelo.
Es así que las transiciones socioecológicas se deben viabilizar y concebir más allá de su aporte inmediato a la economía de mercado, reconociendo los múltiples desafíos en términos políticos, económicos y sociales de un país privatizado, endeudado y en construcción de alternativas para la paz. Se debe avanzar en procesos estructurales orientados por nociones de bienestar que, a partir de la creación de autonomías territoriales, descentralicen en alguna medida el gasto público en el tiempo y contribuyan a relacionamientos con lógicas de recomunalización y relocalización de actividades, que permitan crear acciones recíprocas desde las ciudades (que aumentan sus demandas de recursos) hacia ruralidades empobrecidas que han cargado con el peso de la conservación y los impactos del extractivismo.