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Después de que una serie de incendios afectaron distintas regiones del país, incluida la capital, la ciudadanía ha planteado discusiones alrededor del fenómeno del Niño y la crisis climática en redes sociales. Sin embargo, este es un problema de antaño y frente a ello nos preguntamos ¿cuáles son las posibles respuestas ante la crisis? 

Por: Daniela Mendoza Olarte - Censat Agua Viva - Área de Selvas y Biodiversidad

Los incendios forestales que arrasan los cerros orientales de Bogotá desde el 22 de enero han desencadenado un significativo interés ciudadano expresado por medio de opiniones a través de las redes sociales. Este fenómeno no solo se ha convertido en motivo de preocupación por la amenaza directa que representa para la capital, sino también, por su destacada visibilidad mediática. En esta coyuntura, la opinión pública se ve inmersa en una reflexión más profunda sobre las consecuencias del fenómeno del Niño, generando un debate sobre la vulnerabilidad de los ecosistemas locales frente a la variabilidad climática.

El incendio que hoy preocupa a Bogotá, con alrededor de 12 hectáreas afectadas, es solo un indicio de las crisis que se han manifestado en la región. Mientras tanto, en Vichada se habla de más de 8.000 hectáreas ardiendo y en el páramo de Berlín se estima alrededor de 300 hectáreas, unas 40 de frailejones incinerados. Más allá de las cifras, estos incendios no solo reflejan las consecuencias de fenómenos extremos de cambio climático, sino también el estado de degradación de nuestros bosques nativos y la ausencia de una gestión adecuada.

En el caso particular de Bogotá, el notable aumento histórico de la población en la ciudad, acompañado por una creciente demanda de materiales para la construcción, marcó un período de transformación significativa en los cerros orientales que, considerados en algún momento como una despensa de materias primas, experimentaron cambios drásticos en su dinámica. La presión para satisfacer las necesidades de la creciente población llevó a la modificación del entorno, llegando incluso a dejar en cierta medida desprovistos de cobertura vegetal a estos paisajes naturales de bosques altoandinos.

La respuesta a la deforestación, la pérdida de la cubierta vegetal y la crisis en el abastecimiento de agua en la capital fue la implementación de actividades de reforestación a finales del siglo XIX e inicios del XX. Sin embargo, la elección de especies para este proceso tuvo consecuencias a largo plazo. En lugar de escoger especies endémicas, se optó por plantar especies introducidas de rápido crecimiento, como el pino (Pinus patula) y el eucalipto (Eucalyptus globulus), con el objetivo de revertir pronto la pérdida de vegetación. Estas especies, en la actualidad, han llegado a dominar el paisaje, como es el caso del retamo espinoso (Ulex europaeus) y el retamo liso (Genista monspessulana) que fueron plantados hacia los años 50 para responder a los procesos de deforestación y degradación.

Este proceso de reforestación, aunque inicialmente pudo haberse concebido como una solución, ahora plantea desafíos adicionales. La introducción de especies exóticas, que requieren grandes cantidades de agua para su desarrollo, tienen características inflamables e inhiben el crecimiento de otras especies a su alrededor. Esto ha tenido implicaciones importantes para la biodiversidad local, el equilibrio del ecosistema y la capacidad del entorno para adaptarse a cambios climáticos. 

Las consecuencias de estas decisiones son evidentes hoy en día y resultan significativas, pues además de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y la contaminación del aire de la capital, se presenta el desplazamiento y la pérdida de las vidas que habitan estos bosques altoandinos.

Esta vez la atención se centra en Bogotá, pero año tras año observamos que la historia se repite en proporciones mucho mayores, como es el caso de las sabanas naturales de la Orinoquía, específicamente en el departamento del Vichada. En 2017, los incendios arrasaron aproximadamente 22.000 hectáreas de sabanas y bosques naturales y, para el 2021, esta cifra se elevó a cerca de 41.000 hectáreas. Este departamento ha experimentado fuertes presiones debido al cambio en el uso de la tierra para plantaciones de pino, caucho, pastizales y el aumento de la ganadería.

Las actividades humanas, como la ganadería junto con la práctica de utilizar fuego para el manejo de pasturas, en lo que se conoce como quemas controladas,  actividades agrícolas extensivas o las diferentes actividades extractivas legales e ilegales, son factores que han contribuido a la degradación de los territorios. Esta condición no solo incrementa la probabilidad de incendios, sino que cuando estos ocurren, tienden a expandirse más y a ser de mayor magnitud, pues las quemas recurrentes en una misma área van degradando los ecosistemas. Como afirma Dolors Armenteras, profesora de la Universidad Nacional de Colombia que estudia los incendios en el departamento del Vichada: “A pesar de que el fuego puede asociarse a dinámicas naturales en ecosistemas secos, la intervención humana que ha resultado en la degradación de las selvas, ha elevado significativamente la probabilidad de que estos eventos ocurran”.

Este escenario, recurrente durante cada temporada seca en el país, constituye un claro testimonio de las deficiencias acumuladas en la gestión incorrecta de nuestros territorios. A lo largo del tiempo, las prácticas humanas han sido catalizadoras de alteraciones sustanciales en las dinámicas de los ecosistemas, generando un impacto que va más allá de las épocas secas.

En efecto, estas transformaciones han sido impulsadas y perpetuadas por actividades humanas que respaldan un modelo de consumo insostenible. Este enfoque no solo pone en peligro la salud de nuestros ecosistemas, sino que también amplifica la vulnerabilidad de las regiones ante eventos climáticos extremos. Las altas temperaturas resultantes del cambio climático, exacerbado por estas prácticas, crean un escenario propicio para los incendios forestales, que pueden desencadenarse con mayor frecuencia y gravedad debido a la pérdida de cobertura vegetal y a la inflamabilidad de los paisajes transformados.

De manera complementaria, las fuertes lluvias asociadas al cambio climático, y a la alteración de los paisajes naturales, representan un riesgo significativo durante la temporada de invierno. La urbanización creciente, la deforestación indiscriminada y el modelo de extractivismo de la naturaleza, reducen la capacidad del entorno para absorber y gestionar el exceso de agua, aumentando así el peligro de inundaciones y deslizamientos de tierra. Esta vulnerabilidad se traduce en amenazas directas para las comunidades locales que residen en estas áreas.

A pesar de que los fenómenos extremos son cada vez más evidentes, y que la conciencia sobre la necesidad de abordar las crisis ambientales está en aumento, las causas fundamentales persisten. Más aún, algunas de las soluciones propuestas pueden, de hecho, contribuir a profundizar el modelo de consumo que es parte del problema.

Es crucial reconocer que algunas respuestas a las crisis ambientales pueden caer en la trampa de ser soluciones superficiales o falsas soluciones que, en lugar de abordar las raíces del problema, pueden perpetuar prácticas insostenibles. Por ejemplo, la adopción de tecnologías aparentemente "verdes", o el impulso de prácticas que se presentan como sostenibles pero que no abordan los problemas fundamentales del consumo excesivo y la explotación de la naturaleza.

Indudablemente, la conversación sobre la adopción de medidas para abordar y reducir las crisis ambientales ha sido delegada mayormente a los grandes encuentros mundiales, conocidos como Conferencias de las Partes (COP). Estos eventos se centran en la formulación de metas y en la negociación de la posibilidad de mantener el crecimiento económico. No obstante, hasta ahora, estos encuentros no han generado compromisos genuinos y acciones reales que aborden la problemática desde sus raíces.

De acuerdo con el análisis de Linda González y Diego Cardona, de Censat Agua Viva, sobre la COP15, la verdadera transformación para proteger la diversidad de la vida debe ser estructural. Es fundamental que modifiquemos las formas de vida basadas en el consumo excesivo para respetar los límites planetarios. Además, se requiere fortalecer las regulaciones gubernamentales y veeduría de las lógicas y actividades empresariales, y abandonar las soluciones engañosas y la idea del desarrollo sostenible, que aún compromete la integridad de nuestro entorno natural.

Es claro, entonces, que de nuestras decisiones también depende la dirección que tomen las crisis ambientales, siendo esencial que nos reconozcamos como parte integral de la naturaleza, entendiendo nuestro papel y origen en este sistema interconectado. Este reconocimiento profundo nos permitirá no solo sentir impotencia al observar las llamas a través de nuestra ventana, sino también experimentar un llamado a la acción. Este sentimiento que hoy nos entristece profundamente puede convertirse en la fuerza motriz que nos impulse a considerar la lucha colectiva. Que no se nos haga costumbre culpar al Niño a o la Niña por los eventos climáticos extremos, pues tenemos la responsabilidad compartida de abordar soluciones reales que prioricen y reconozcan la interrelación de todas las formas de vida.

Las soluciones reales a los desafíos ambientales provienen, en gran medida, de la sabiduría colectiva de las personas y de las iniciativas comunitarias que surgen en los diversos territorios. Estas acciones locales y comunitarias destacan la importancia de poner a la vida en el centro de nuestras preocupaciones, en contraposición a un enfoque que valora a la naturaleza por los “servicios” que nos presta y por el dinero que puede generar su comercialización.

El empoderamiento de las comunidades para gestionar y proteger sus propios entornos naturales es fundamental. Las iniciativas basadas en los saberes tradicionales y en la participación activa de la población local tienden a ser más efectivas y sostenibles a largo plazo. Esto implica reconocer y respetar la relación que las comunidades tienen con sus territorios, integrando prácticas que promuevan la conservación, regeneración y el uso responsable de los bienes comunes.

A diferencia de los siglos anteriores, las posibilidades de conservación y cuidado de los ecosistemas, como nuestros cerros orientales, no deberían provenir únicamente de autoridades locales, élites intelectuales o cuerpos gubernamentales, sino también de sus habitantes, partiendo del reconocimiento de la relación directa e interdependencia que existe entre todas las formas de vida que habitan la ciudad.   

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