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RAYUELA

El mambe –la coca molida junto con cenizas de yarumo– y otros productos hechos a base de coca se están consumiendo cada vez con mayor frecuencia en las urbes, a pesar de que las políticas contra las drogas siguen insistiendo en la estigmatización de la planta al entenderla como un sinónimo de la cocaína. ¿Cuáles son los peligros que ven los pueblos indígenas, como los murui o los nasa, frente a la masificación de la coca convertida en mambe, bebidas y alimentos? ¿Qué desafíos legales y culturales enfrentan quienes están interesados en aprovechar los usos alternativos de esta planta sagrada?

Por: Santiago Erazo - Ángela Martin Laiton

–¿Quién puede usar la hoja de coca? Toda la humanidad –dice con la boca llena de mambe, un cigarrillo encendido y voz pausada el abuelo Emilio Fiagama, cacique uitoto del cabildo Monaya Buinaima–. Es una medicina, no tiene por qué ser solo indígena. Lo importante es que se haga conscientemente, porque esta es la sangre de Jíibina [el nombre de la hoja de coca en murui]. 

En la parte alta de Florencia, Caquetá, saliendo del casco urbano, está ubicada la maloca del pueblo uitoto que administra Emilio. En medio de la noche, la selva se asoma tímida ante una ciudad que ha ido creciendo. En lo alto de una loma alumbra la luz del centro ceremonial. Allí comparte su sabiduría con todo el que quiera escuchar. 

–El primer hombre que mambeó fue Nuyómara+ –cuenta Emilio–. La verdadera coca estaba aún en la mano de Nuyómara+, todavía no se había transformado en planta, sino en una mujer. Nuyómara+, con una oración dada por Dios, convertía la mujer en mata de coca. Una vez hecha  mata, sacaba la hoja mencionando a todas las tribus, y sus nombres los cogía de la hoja de la coca. A su regreso volvía la mata a ser una doncella, tan linda como no la había habido jamás. 

Así arranca la narración uitoto sobre el origen de la hoja de coca, con cambios entre una historia y otra, pero con un conflicto que se repite: la hoja le fue dada a la humanidad, pero no todos la respetaron.

–Yo no mambeo por mambear –dice Diego Díaz, yerno del cacique Emilio–. Hay que saber por qué lo hacemos. De lo contrario, ocurre lo que le pasó a Egoruema, que por querer abusar de la coca se inventó el incesto y con él llegó el cáncer. Egoruema fue quemado por Nuyómara después de la violación a su hija, que es la coca, y la coca abusada preparó mambe que repartió entre el jaguar, el puma, los tigrillos y la babilla, condenándolos para siempre a comer crudo y en la hierba. Después mambearon distintas aves, los peces y los gusanos. Todos condenados por la ira de Nuyómara+.

La tradición del mambe solo fue entregada a algunos pueblos indígenas amazónicos, quienes también tienen afinidad cultural como hijos de la yuca (otros del chontaduro), el tabaco y la coca, tres elementos fundamentales para pueblos que habitan desde el sur del Vaupés y parte del Amazonas, con los Jaguares del Yuruparí, hasta el sur extremo del Putumayo con los murui muina. 

En la selva espesa la coca tiene una forma de consumo distinta a la de los Andes, que consiste en tostar al sol la hoja, mascarla entera y mezclarla con cal en la boca. El ritual amazónico incluye, en cambio, tostar la hoja al fuego en la maloca, molerla en el pilón, cernirla y mezclarla con ceniza de yarumo. El resultado de este proceso es el mambe.

Para los pueblos amazónicos, como los murui muina en Puerto Leguízamo, Putumayo, la maloca es el centro ceremonial y cultural más importante, todo ocurre allí. Está construida y conectada con las deidades, ahí se baila, se conversa, se decide, se cura y se ofrenda. Para llegar al del resguardo El Progreso se debe salir de Puerto Leguizamo por carretera hasta La Tagua durante una hora. Una vez en el corregimiento, en la ribera del río Caquetá, hay que viajar en lancha por un par de horas más. Entre el río y el cielo vuelan guacamayas, cagamantecas, jiriguelos y martines pescadores azules guían al lanchero.

En el resguardo, el gobernador del mismo, Cupertino Juragaro, espera en silencio en la maloca junto a la autoridad tradicional, Gustavo Cerillama. El camino a la chagra es selva adentro, antes es necesario atravesar un potrero inmenso, con el pasto creciendo y rozando la cara. 

–Esta parte la recuperamos, la habían invadido para hacer ganadería. No sé cuántos años tendremos que esperar para que vuelva a ser selva –menciona Cupertino.

Una vez cruzados algunos caminos selváticos, se llega al cocal, formado por un montón de arbustos verdes de hoja brillante. Está rodeado de distintos árboles, dentro de ellos el yarumo. Aproximadamente cuatro hombres murui bajan los cestos y empiezan a deshojar en silencio. 

–Deshojamos una por una, cuidando no dañar el cogollo, porque si no, no crece más. A la planta hay que tratarla con delicadeza porque se comporta como una mujer; si usted la trata bien le da muchas hojas, sino se pone brava y ese mambe sale amargo –afirma Hamilton Rombarillama Agga, líder indígena de Acilapp (Asociación de Autoridades y Cabildos de los Pueblos Indígenas del municipio de Leguízamo y Alto Resguardo Predio Putumayo). 

Cuando se ha recogido la hoja hay que seguir cuidando la planta para que retoñe, por eso los pueblos indígenas nunca la raspan. Después de pasado el tiempo del cocal hay que incendiarlo para que la tierra descanse y otras especies rebroten. Es la sabiduría de los ciclos de la chagra. 

En la maloca se muele la coca en el pilón al ritmo del corazón. Con la fogata encendida y un aura de polvo verde, quien muele tiene la misión de convertir esa hoja, recién tostada en el ardor del fuego, en una harina suave que pasa por un colador y se mezcla con ceniza de yarumo. El proceso puede durar horas o días. Es colectivo. Todos los hombres han sembrado y cosechado sus plantas en la chagra pacientemente, hoja por hoja, sin dañarla. Después juntan la coca recogida y se dividen el trabajo de producción de mambe, el cual es solo para ellos. 

–Nosotros no podemos vender la coca. El mambe es el corazón de la gente, ¿usted cómo vende su corazón? –dice Gustavo Cerillama, gobernador del Resguardo El Progreso, con los dientes verdes y mirando fijamente al fuego, en la maloca de su pueblo. 

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En una casa del barrio Puente Largo, al norte de Bogotá, un chico abre un frasco. Son las once de la noche y una música suave se irriga con levedad entre los rincones de una sala amoblada con sillones de hace cuarenta años y un piano de cola que se interpone entre el comedor y la cocina. Dentro del frasco hay una cuchara embadurnada desde el mango hasta el cuenco con un polvo verde que el resto de personas, muchachos y muchachas de no más de 25 años, están a punto de probar, algunas por primera vez. “Es mambecito que traje del Amazonas”, dice quien ha sacado el frasco y quien le ha convidado a los demás. Los iniciados depositan con desparpajo el mambe en sus bocas, en el cachete izquierdo, mientras que los dos que lo descubren esa noche tosen, y uno de ellos incluso pide agua en medio de un breve ahogo. El polvo pronto se convertirá en una masa verdosa que se irá desvaneciendo poco a poco; que les irá quitando el sueño a cuenta gotas. No sentirán una descarga furiosa de energía, la propia de la cocaína, sino el lento avance de un vigor dulce que les suelta la lengua.

Varios de estos chicos harán del mambe un artículo de primera necesidad. Algunos querrán averiguar más sobre lo que hay detrás de esa hoja de coca molida que les pintó de verde aquella noche los dientes, otros verán en el mambe una experiencia más del tiovivo de la noche bogotana. Pero unos cuantos de ellos, años después, conectarán de nuevo con las posibilidades estimulantes de la coca en nuevas presentaciones, como las pastillas de mambe o el mambe chai de Del Cóndor, una pequeña empresa fundada por Mateo de Valenzuela, administrador de empresas colombo-estadounidense, quien, tras una toma de yagé, se propuso vender productos hechos a base de hoja de coca a través de acuerdos con cabildos muiscas, murui, misak, nasa y arhuacos.

–Con Del Cóndor –dice Mateo– hemos querido romper una cantidad importante de barreras para conocer y consumir la hoja de coca, porque no es fácil que una persona agarre una cucharada de mambe, se la ponga en el cachete y diga: “Uy, esto lo voy a hacer todos los días”, o que se siente con un taita en una maloca o con un chamán o con un mamo en la Sierra Nevada de Santa Marta; eso solo lo puede hacer el 0.2 % de la población. 

La apuesta, entonces, es la de incluir la palabra “asequible” al vocabulario de las discusiones sobre el consumo de la hoja de coca en las grandes ciudades y sus usos ancestrales, y dejar en claro que una cosa es la coca y otra la cocaína, un alcaloide que compone apenas el 0.1 % de la hoja. El engranaje adicional serían las herramientas de Occidente. De ahí que el nombre de la empresa provenga de la profecía inca del águila y el cóndor, en la que se vaticina que el águila y el cóndor algún día volarán juntos. Mateo de Valenzuela parte de aquella imagen para pensar “las plantas y sabiduría de la tierra del cóndor (Andes / Amazonas) con la tecnología y conocimiento del águila (Norte América) [y] generar mayor equidad, bienestar y comunicación entre los pueblos originarios y modernos”.

En una casona de La Candelaria, Mateo vende tanto el mambe en presentaciones tradicionales como sus productos más heterodoxos junto con Albino, un murui que se encarga de pilar la coca y convertirla en mambe, y de moler el tabaco para el rapé, un polvo que, a diferencia del mambe, se aspira y le otorga claridad mental al que lo inhala, mientras ese aleteo ardoroso sube de la nariz a la cabeza. A esa casa colonial donde se exhibe su catálogo la llaman el apotecario, como se denominaba desde la Edad Media hasta hace unos cuantos siglos a las boticas y farmacias. La de Del Cóndor también ofrece rapé, ambil, diferentes presentaciones de sacha inchi (una semilla comestible que lleva el mote de "oro de los incas”) y la hoja de coca en forma de pastillas, tés y mambe. Mateo y Albino parten de la posibilidad de democratizar el mambe, sin el cual, dicen los mayores, no existe la armonía del territorio. La coca es creadora de la palabra y la sabiduría para la gobernanza, y ese poder del pensamiento claro y la palabra dulce es el que le ha interesado a un sector cada vez más amplio de personas en las grandes ciudades. 

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La presencia de la coca se remonta a miles de años en las culturas amerindias, según datos publicados por un grupo de investigadores de Cambridge en la revista Antiquity, quienes hallaron evidencias arqueológicas del uso de coca y cal mascadas en los Andes hace 8000 años. 

En la tradición de los pueblos que conformaban el imperio Inca, existía la figura de un antiguo sabedor que se consideraba médico sacerdotal, yachaq en quechua. Esta persona, primordial en esta cultura, se ocupaba desde el tratamiento de enfermedades hasta la guía en ceremonias y ofrendas a los dioses. Era símbolo de cura en todo sentido, porque cuando el cuerpo dolía, probablemente estaba desarmonizado el espíritu. 

El poder del yachaq era el de la mediación entre dioses y humanos, y una de sus herramientas fundamentales para esta labor era la hoja de coca. Al empezar las ceremonias y ofrendas, el sabio ofrecía un puñado de hojas, símbolo del diálogo en confianza. “El ofrecimiento de un puñado de coca hace de los interlocutores, hermanos(as), los acerca, establece el contacto. Cuando se ofrece la coca, quien lo recibe lo hace con las dos manos, lo cierra entreabierto y lo besa reverente”, refiere la escritora peruana Dida Aguirre García. 

Mamacoca, ypadú, jibié, ẽsh o hayo, la coca tiene muchos nombres en las distintas lenguas de los pueblos indígenas que la consumen. Para la periodista e historiadora Lina Britto, su nombre común, "coca", “es una palabra derivada del vocablo aymara khoka –el idioma de los descendientes de Tiwanaku, la civilización que precedió por varios siglos al Imperio inca en el altiplano andino y las inmediaciones del lago Titicaca–”.

También son diversas las historias que cuentan su origen. Sin embargo, hay una idea central en ellas: la coca vino al mundo con el cuerpo de una mujer, cuyo poder era el de dar lucidez, fuerza para el trabajo y ahuyentar el sueño. Esta diosa se resistía con cinismo al matrimonio y, en algunas historias, más bien era dada a los amores clandestinos. Al final se vuelve semilla, germina y brotan de ella hojas generosas para todos los hombres. De cualquier forma, en la tradición, solo tiene coca quien la ha trabajado. En muchos de estos pueblos las mujeres no la consumen porque ya tienen en su interior la fuerza femenina que la coca brinda. Una idea que también se ha ido transformando.

Cuenta el antropólogo canadiense Wade Davis, sobre los registros de Timothy Plowman, que la hoja de coca  surgió en lo alto de los Andes y “fue propagada de manera vegetativa y derivada originalmente de semillas o esquejes peruanos y bolivianos arrastrados a lo largo del Amazonas en tiempos precolombinos”. También añade que en Colombia los cultivos de coca no solo estaban en la Sierra Nevada de Santa Marta, el Cauca, el Huila y el Amazonas, sino que “en otros tiempos (fue) cultivada extensamente a lo largo de la costa Caribe de Suramérica, en zonas adyacentes de Centroamérica y en el interior de Colombia”. 

Antes del auge del Tawantinsuyo, el imperio de los hijos del sol, la coca hacía parte de la cotidianidad ritual y de trabajo para los pueblos andinos. Mascar coca para ir a la caza, mascar coca para ir a la chagra, mascar coca para una buena conversación, mascar coca para pensamiento claro, ofrendar coca para la prosperidad, dar coca para la curación, soplar coca con dirección al sol para ganar bendición. Sin embargo, con el tiempo y el avance del imperio, la coca se convirtió en un bien de mucho valor y prestigio que se usaba en rituales específicos, intercambios diplomáticos e incluso como pago por el trabajo realizado. El mismo Inca Garcilaso de la Vega la refería así:

“La coca es un cierto arbolillo del altor y grosor de la vid; tiene pocos ramos y en ellos muchas hojas delicadas, del anchor del dedo pulgar y el largo como la mitad del mismo dedo, y de buen olor pero poco suave. Es tan agradable la coca a los indios que por ella posponen el oro y la plata y las piedras preciosas; plántanla con gran cuidado y diligencia, y cógenla con mayor; porque cogen las hojas de por sí, con la mano y las secan al sol, y así seca la comen los indios pero no la tragan; solamente gustan del olor y pasan el jugo”.

Después, durante el siglo XVI con la llegada del Imperio español y la barbarie cometida en América, se prohibió su uso para todo el que no fuera indio, pero se incentivó su consumo en esa mano de obra esclavizada, dado que se dieron cuenta de su poder revitalizante y nutritivo. Un indio con coca en la boca era un indio que trabajaba más. Esa instrumentalización de la hoja intentaba quitarle la carga simbólica en la cosmogonía, incluso se sincretizó con una versión cristiana el origen de la hoja, como cuenta una mujer indígena peruana, según la transcripción de Dida Aguirre García: 

“La Virgen María cargada con su hijito Jesús, cansada de caminar, buscó la sombra de un arbolito, cogió una hoja y era muy delgada amarga y venenosa, y cogiendo otra hoja lo partió ésta en dos por el medio, cada parte la pegó por ambos costados de la hoja original. En la pena o en la alegría, y les dé energía a mis hijos, esta hoja ha de ser más ancha y se llamará coca, diciendo lo bendijo. Cocacha mamacha Virgen Mariap llantukusqan sumaq sachacha, akuykusqayki, llakillayta, kusillayta willaykunawallaykipaq. Así diciendo chaqchamos”. 

Después vinieron duras décadas de prohibición de la hoja, cada vez más estigmatizada dentro de la Colonia española en el marco de la Inquisición católica. Pero este rasgo no fue solo con la coca, ni exclusivo de los españoles, sino con toda planta que al poder le pareciera extraña. Hacia 1633, el sultán Murad IV prohibió so pena de muerte el consumo de café en todo el Imperio Otomano, ejemplo que fue seguido por distintos reyes en Francia o Inglaterra. Más o menos para los mismos años, en 1616, el gobernador del Río de la Plata y del Paraguay, Hernando Arias de Saavedra, emitió la orden explícita y directa del rey de España, Felipe III, en la que se prohibió la siembra, venta y consumo de la yerba mate. Esta planta, tradicional de los guaraníes, había sido adoptada por varios europeos por sus efectos en la energía de quien la bebía. La Santa Inquisición la condenaba porque con ella trabajaban los chamanes. Hoy, estas dos plantas se cultivan y consumen en diversos lugares del mundo, y hacen parte de la canasta básica y del patrimonio cultural de los pueblos. Sin embargo, el destino de la coca fue diferente; la hoja sagrada de los Andes y la Amazonía continúa siendo estigmatizada.

Para los murui, lo que sucedió fue que el blanco se quedó consumiendo la coca de forma equivocada, convirtiéndola en cocaína, y por eso carga con las consecuencias. La coca es sagrada, y quien la irrespeta sufrirá: “Nuyómara+, que era persona de mucho presagio, pues a él lo vinculó Dios al bien y a la sabiduría de la coca, se dio cuenta de lo que había ocurrido y lo lamentó. Se enojó contra el abusivo y le dijo:-Kue Jir+ina ba kakade rama ye ab+na yote ye urue+ dai f+node-, que quiere decir: la coca te quiere originar mal, solo destruirá tu cuerpo, solo originará mal a tu raza”.

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El consumo de productos hechos con coca en las grandes ciudades es un jardín de senderos que se bifurcan hacia todo el país, aunque Bogotá es el nódulo más importante. Festivales como Futuro Coca, fundado por Alejandro Osses y Carmen Posada, o el Reto Coca, impulsado por el Ministerio de Justicia, permiten tener una fotografía cenital de estos caminos, que no solo se restringen al valor medicinal de la planta, pues también exploran sus virtudes cosméticas o gastronómicas. Quien haya probado el mambe habrá percibido de seguro unas notas dulces que se amalgaman a su ligero amargor; un regusto que tiene todo el potencial de ser incluido dentro de cualquier cocina fusión.

–El sabor de la coca es interesante, porque es muy herbal, un poco seco –dice Alejandro Gutiérrez, chef del restaurante Salvo Patria–. Lo hemos usado, por ejemplo, en una tartaleta que lleva hinojo, o para los fideos de mambe, que van dentro de un ramen. 

Laura Arciniegas, investigadora del CESED, el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas de la Universidad de los Andes, hace una exhaustiva enumeración borgiana de las preparaciones presentes en la "gramática culinaria" –como la llama ella– de la coca en Colombia: limonadas, salsas frías, ensaladas, huevos pericos, tés, infusiones saborizadas, gaseosas, cervezas, rones, viches, aguardientes, grasas saborizadas, vinagretas, salsas agridulces, chocolates verdes, bebidas calientes, coladas y hervidos, productos de panadería y pastelería, apanados, pandeyucas, empanadas, tamales, merengues, cremas dulces, tortillas de maíz, fideos y helados. 

Además de hacer parte de la carta de restaurantes de alta cocina en grandes ciudades, el alcance de la experimentación con la hoja de coca ha llegado a posarse sobre el sistema moda y la creación tintórea, como ha ocurrido con Pajarita Caucana, un proyecto que extrae tintes naturales de la hoja para usos textiles y cuyas tintas, que atrapan las intensidades del color de la coca, incluso se han empleado para la impresión de esta revista. Por otro lado, las alternativas agroecológicas de la coca como abono también son verosímiles y viables. Según Open Society, hace unos seis años había 19 iniciativas en el país que están transformando la hoja de coca en productos nutricionales, medicinales y cosméticos. El número ha seguido aumentando, aunque las talanqueras para inscribir la coca en los hábitos de consumo de los colombianos aún son muchas. 

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Quizá la persona que mejor conoce el calibre y la dimensión de estas trabas es Fabiola Piñacué, la fundadora de Coca Nasa, la primera empresa a base de hoja de coca en  Colombia. Desde 1998, Fabiola ha sido encarcelada, denunciada y censurada por comercializar la hoja de coca en diferentes presentaciones, como tés, gaseosas, cervezas y mambe. Empresas como Coca Cola la han demandado a ella y a Coca Nasa por usar la palabra “coca” en sus productos, en particular la Coca Pola, una cerveza hecha con coca. En 2021, The Coca-Cola Company denunció “el uso que Tierra de Indio S.A.S. –la persona jurídica de Coca Nasa– hace de la expresión Coca Pola, pues es muy similar desde la perspectiva ortográfica y fonética de la marca”, según la queja interpuesta a Coca Nasa.  

Para Fabiola, la disputa no solamente ocurre en el territorio, en el quehacer de un producto incomprendido, sino desde el propio lenguaje. “Coca” ha sido durante décadas un significante vaciado de su espesor sagrado, y con esa palabra, con apenas la cáscara de la misma, se ha forjado un sistema de equivalencias perversas con la guerra, la pobreza y el narcotráfico. Un botón de muestra para entender esta profunda estigmatización es el hecho de que en redes sociales como Instagram el equipo de comunicaciones de Coca Nasa deba censurar en sus publicaciones la palabra “coca”, pues de lo contrario sus afiches y anuncios son eliminados de la plataforma.

–Nosotros –dice Fabiola– deberíamos hacer una huelga para que nos dejen tener ahí la palabra “coca”, duélale a quien le duela. Que hablen del clorhidrato, de la pasta base, de la cocaína, pero que se entienda la coca como lo que siempre ha sido: alimento, medicina y conocimiento. 

La apuesta social y económica de Fabiola Piñacué también se enfoca en que sus productos compitan en franca lid dentro del mercado colombiano, pero la regulación de estos ha sido un camino escarpado. En 2004, el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima) autorizó a Coca Nasa para vender lo que producía a partir de la coca, pues su labor, al decir del propio Invima, se realizaba “respetando las restricciones legales, en especial la Ley 30 de 1986 y la Ley 67 de 1993 sobre cultivo de plantas de coca”. Sin embargo, en 2010 la misma entidad levantó una alerta sanitaria contra los productos de Coca Nasa. Piñacué solicitó una acción de nulidad para dicha alerta, la cual fue fallada a favor de la empresa. Con todo, las restricciones siguen existiendo bajo el amparo de leyes vetustas pero todavía vigentes que restringen la comercialización y distribución de la hoja de coca y derivados a los territorios indígenas. Por eso, aun cuando el Consejo de Estado pidió retirar la alerta sanitaria contra Coca Nasa, una sentencia de la Corte Constitucional de 2018 decidió que la empresa aún no tiene “patente para comercializar productos a base de hoja de coca”.

Es por eso que la Secretaría de Salud de Bogotá suele exhortar en sus capacitaciones a pequeños negocios naturistas a que estos se abstengan de comprar productos elaborados con coca, pues no cuentan con el respectivo registro sanitario. Y es por eso que la misma secretaría continúa sellando y arremetiendo contra lugares y espacios comerciales donde se venden productos de Coca Nasa, como lo denunció el 17 de agosto de este año la propia Fabiola Piñacué en su cuenta de X.

–Lo que le ha dicho la autoridad indígena al Invima –dice Fabiola– es que mire la calidad de la hoja de coca, que esté en buen estado. Nosotros no nos oponemos a que el Invima cumpla la ley. El Gobierno tiene que cumplir la ley en favor de ese patrimonio colectivo que es un conocimiento milenario, pero las leyes y los gobiernos han impuesto todo tipo de obstáculos para que el indio haga lo que tiene que hacer. Lo que pedimos en últimas es que el Invima valide el registro de mis autoridades, y que si Coca-Cola quiere venir a usar la hoja de coca, que le pague a las comunidades indígenas, que les pida permiso a ellas.

En el centro de esa discusión, mientras una esperanza languidecida por la falta de voluntad política se cimenta en los esfuerzos de todos estos emprendimientos, surge una pregunta que para muchos es de segundo orden, pero que debería resolverse antes de siquiera pensar en un mercado citadino y cosmopolita permeado por la coca: ¿quién tiene el permiso de usar la hoja, de venderla, de mambearla? 

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Mientras Gustavo Cerillama, la autoridad tradicional del Resguardo El Progreso, tuesta la hoja, un humo ligero va inundando la maloca. Luis Armando ya tiene una parte pilada y tamizada, y la va juntando con las cenizas de yarumo. De fondo, alguien muele la coca en el pilón, y el tun tun que resuena es una música lenta que se cuelga entre palabra y palabra, mientras los mayores hablan.

La gran mayoría de los pueblos indígenas en Colombia ha tenido que ver cómo la “interculturalidad” se ha inmiscuido en sus vidas como otro humo ligero. Sería imposible decir que la integración de la cultura occidental en sus territorios ha sido un hecho del todo positivo o del todo negativo, pues las ventajas y desventajas van y vienen, se desgajan según las circunstancias y las contingencias. Ahora mismo, mientras van probando el mambe que Luis Armando convida y mientras ponen algo de ambil en sus dedos, los acompaña un miembro de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), que ha venido con una delegación de enfermeros para brindarles al otro día una capacitación en primeros auxilios a quienes se encargan de cuidar a todos los miembros del Resguardo El Progreso. Saben que de Occidente pueden venir conocimientos que salvan vidas y que en ciertos escenarios serían más efectivos que la medicina tradicional que aún resguardan con la práctica.

Pero ahora, hablando en lengua murui, con labios verdes y dedos negros descollando en la noche, mientras una sola luz despeja sombras y atrae mosquitos, se han reunido para hablar sobre la coca en un mundo que ha transformado radicalmente lo que ellos han defendido: la coca y el mambe como formas de conocimiento.

–Esta es una planta de sabiduría –dice Gustavo– que tiene oración, que tiene disciplina. Aunque también es una planta del bien y del mal, una espada de doble filo. La coca nos fue dada para cuidar y trabajar. Para formar pueblos con sabiduría e inteligencia. Para cultivar la buena palabra. Pero cuando se usa desde la acumulación, desde el mal calor, desde el mal pensamiento, caemos en el pecado y en el error.    

Esa ruta de dos rieles para la coca, la ruta del beneficio y del error, que para muchos pueblos indígenas implicó una pérdida profunda de sus acervos ancestrales, ha recorrido el territorio colombiano desde el siglo XIX. En 1880 se vio un primer auge de la cocaína impulsado por el ritmo trepidante de la industrialización y los beneficios de su uso médico, pero luego, como afirma el investigador Andrés López Restrepo, al descubrirse su riesgo de adicción, fue perdiendo interés entre la comunidad médica. En Colombia no se alcanzó a vivir a plenitud esta bonanza en tiempos decimonónicos, pues si bien la hoja de coca era consumida hace siglos casi que en la totalidad del territorio, desde la Colonia, y a partir de los procesos de mestizaje, se fue perdiendo el interés por la hoja. Sin embargo, hubo una figura colombiana que se granjeó en Europa una visibilidad importante dentro de la contingencia de la coca a finales del siglo XIX: José Jerónimo Triana, el botánico que hizo parte de la Comisión Corográfica. 

Triana llegó a ser conocido en su momento por extraer de sus descubrimientos una utilidad práctica. Se sabe, por ejemplo, de un jarabe para la tos, el “Jarabe neumosthénico del Dr. Triana”, que el botánico vendía en las calles de París, alineando sus conocimientos sobre plantas con su vocación médica. Lo mismo ocurría con el “Emplasto Andino” que servía para curar heridas y combatir callosidades, o con el vino quinado que preparaba empleando la quina, esa misteriosa planta que solía ser usada por los indígenas como antipirético. A todo esto se sumaban sus exploraciones de la coca y la cocaína. Según López Restrepo, Triana “envió un memorial al secretario del Interior y de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos de Colombia, señalando la necesidad de fomentar el cultivo de la coca para exportar las hojas”, aunque el Estado no tomó en cuenta su exhortación.

Luego llegaría otro auge, uno sin precedentes, durante los años setenta, apuntalado en Colombia por contrabandistas y aprovechado por los narcotraficantes en ciernes, que verían en la coca la gallina de los huevos de oro. Desde ese momento hasta el presente, el país ha visto desfilar estrategias fallidas enmarcadas en la guerra contra las drogas, programas poco efectivos para la sustitución de cultivos de uso ilícito y la entrada de nuevas sustancias en el mercado, como el fentanilo, que poco a poco han desplazado a la cocaína. Y así, en este escenario, en el que incluso se habla de sobreproducción de hoja de coca y de cada vez menos compradores de cocaína, los usos alternativos de la hoja van ganando en viabilidad y en pertinencia.

Es por eso que, sentados en círculo, los mayores murui del resguardo debaten cuáles serían los límites de esos usos, sobre todo si se desea comercializar con el mambe. Ellos, por ejemplo, no lo venden. El mambe que consumen es solamente el que ellos hacen, pues así tienen el control de la preparación.

–En términos de elaboración –dice Gustavo–, yo tengo que pensar cómo lo voy a tostar, cómo lo voy a cernir… Cada paso tiene una oración. El objetivo es que el mambe nos abra la inteligencia. Es nuestra mujer espiritual. No se puede mambear por mambear porque es un alimento espiritual. El que juega con eso cae en desgracia. 

A más de 250 kilómetros del resguardo El Progreso, en la maloca de la Reserva El Manantial, a las afueras de Florencia, Caquetá, el abuelo Emilio Fiagama explica qué decisión han tomado frente a la venta del mambe y cómo evitar los riesgos de banalizar la coca: 

–Si usted ya mambea, se le puede vender. En la chagra tenemos dividido el mambe: tenemos uno solo para nosotros, para el mantenimiento espiritual, y otro para la abundancia, para la parte económica. Pero la intención es pedagógica, para que la gente aprenda y conozca. Si usted no conoce cómo mambear, necesita de alguien que le muestre cómo hay que mambear, cuándo y dónde. 

El tema no deja de ser espinoso. Para David Restrepo, investigador del CESED, los permisos para consumir el mambe y la hoja de coca varían dependiendo la región del país y el pueblo indígena:

–Para algunas autoridades indígenas, no es bueno que el blanco acceda a esta medicina porque su contexto cultural puede llevar a que se desordene su propósito original. Quizás en el Cauca es donde hay más “apetito” de abrir el panorama para la coca, porque además, desde hace siglos, la coca también ha tenido un valor comercial para ellos, incluso se usaba como moneda de cambio.

Diego Andrés Díaz, yerno del abuelo Emilio y aprendiz del mismo, cree que si el mambe se vende, se debe hacer con la certeza de que quien lo haga ha aprendido a mambear, independientemente del pueblo indígena del que provenga ese conocimiento. El que mambea debe hacerlo con las instrucciones que le brindó quien le enseñó. De lo contrario, los efectos adversos son variopintos:

–Hay diferentes niveles de afectación si no se mambea adecuadamente. Cuando es leve, salen nacidos, se siente borrachera, produce diarrea. Cuando es un efecto moderado, el que mambeó mal empieza a escuchar voces y sombras, se vuelve paranoico. Y en un plano grave, se enloquece, no duerme. Usted se imagina que lo persiguen, que lo buscan. 

Pero la presencia indígena en estos espacios de aprendizaje con la hoja de coca no es precisamente ubicua. En grandes ciudades como Bogotá es posible encontrar casos de personas que, sin pertenecer a algún pueblo originario, con apenas un interés diletante, suministran el mambe y dirigen incluso ceremonias en malocas improvisadas. La antropóloga Salima Cure ha estudiado el impacto del mambe en las grandes ciudades y ha señalado cómo la inserción de este producto en Bogotá ha implicado la presencia de figuras que “tercerizan” la venta y suministro del mismo con la impostura de ser médicos alternativos que usan la coca para sus tratamientos. Un ejemplo de esto es un médico que ha recreado en la capital un espacio sagrado en su consultorio. Las sesiones, según Cure, “son la puesta en escena de un mambeadero, obviamente más cómodo y con una estética moderna. Pinturas de rostros indígenas decoran el espacio. Él, de costumbre, se sienta en un pensador parecido a los que se usan en las malocas; los participantes, en cambio, están sentados en cómodas poltronas organizadas en forma de círculo”. 

Albino, el hombre murui que trabaja como empleado en el negocio de Mateo de Valenzuela en Del Cóndor, ha visto cómo el conocimiento de los pueblos termina siendo el pretexto para que personas blancas quieran adjudicarse un título que no les corresponde:

–Un par de veces me pasó con conocidos a quienes les compartí el mambe y la palabra que luego de eso se creían sabedores o chamanes, cuando ni siquiera yo mismo soy una autoridad.

Para David Restrepo, el rol de los blancos en este escenario debería ser el de “reconocer que esto no es la construcción de una economía de cualquier persona; que tiene mucha cultura, mucha tradición, que tiene unos dolientes, que son los pueblos indígenas”. Eso implica entender los lugares de enunciación del consumo de la hoja de coca y del mambe, e incluso abogar por una mayor participación de las comunidades indígenas tanto en la producción como en la divulgación de la hoja de coca y sus valores ancestrales. 

Lo anterior no significa que la gestación de proyectos productivos que usan la coca solo pueda ocurrir dentro de los territorios indígenas. También “hay lugar para los campesinos, para los afro y para la gente no campesina”, dice David.  Fabiola Piñacué respalda esa idea:

–Nosotros convocamos a la solidaridad alrededor de la hoja de coca para poder crear empresa, por ejemplo, de productos alimenticios o ecológicos con campesinos, pensando en que los indios estén llevando las riendas de una producción adecuada.

Hay, en todo caso, un consenso entre líderes indígenas, académicos y gestores culturales interesados en el mambe: esto difícilmente puede ser un negocio elevable a gran escala. Su producción artesanal, en la que la dimensión espiritual es tan importante, es una barrera para pensar en factorías inmensas que produzcan el polvo a cientos de kilos por hora. En lo que concierne a otros usos de la hoja de coca, es mucho más factible amplificar su presencia comercial, aunque hay varios factores en contra. El más importante es de seguro el hecho de que la hoja de coca que más se siembra en Colombia, la que se emplea en los laboratorios de cocaína, no es apta para la elaboración de alimentos, tanto por el nivel del alcaloide como por la presencia de fungicidas como el glifosato.  

El otro factor es la regulación de la hoja y de sus usos, que aún están restringidos por ley al territorio ancestral. En un reciente foro, la ministra de Ciencias, Yesenia Olaya, afirmaba que “cambiar la narrativa de la hoja de coca, reconstruir su sentido cultural, dar una apertura de mercados y fortalecer los mercados existentes es la apuesta social que se tiene en el horizonte”. No obstante, la ausencia de registros sanitarios para los alimentos y bebidas hechos con coca evidencian esa asignatura pendiente que tiene todavía el Estado, a pesar de los esfuerzos por ahondar en las investigaciones científicas que se pueden realizar con la hoja. Y es en esa zona gris que los pueblos indígenas, tan golpeados por las desigualdades y el olvido estatal, siguen caminando como funambulistas por esa línea divisoria entre la legalidad y la ilegalidad. 

Esta crónica hace parte de la serie de publicaciones resultado del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas convocado por la Fundación Gabo.

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