Erik Arellana ha dedicado más de tres décadas a hacer memoria desde la poesía y el arte, como respuesta a los crímenes de Estado. Su madre, Nydia Erika Bautista, fue desaparecida por la Brigada XX del Ejército en 1987. Hoy, mientras un exmilitar reconoce su rol en el crimen, él insiste en la justicia y en no dejarse arrebatar la alegría como forma de resistencia
Por: María Fernanda Padilla Quevedo
Nydia Erika Bautista está viva en todo el mundo, cuenta su hijo Erik Arellana Bautista del otro lado de la línea telefónica. Una fundación a su nombre y espacios en Europa en su honor son algunos de los lugares que mantienen viva la memoria de una mujer, cuya detención y desaparición forzosa por parte de la Brigada XX del Ejército Nacional, el 30 de agosto de 1987, ha trazado el camino de la búsqueda de personas dadas por desaparecidas en el país. Sobre todo, en la ineludible tarea de encontrar verdad y justicia cuando los victimarios han sido agentes del Estado.
En 2024, la Jurisdicción Especial para la Paz reconoció el caso de Nydia Erika Bautista en el marco de los casos 06 y 08, que investigan crímenes cometidos por agentes del Estado. Hace tan solo una semana, uno de los exmilitares sindicados del secuestro y homicidio de la socióloga, economista, periodista y militante del M-19, dio detalles sobre su participación en el crimen. La noticia, difundida por medios de comunicación, confirmó la responsabilidad de la Fuerza Pública en la violencia sufrida por Nydia Erika.
La búsqueda de justicia en el caso ha sido encabezada por Yaneth Bautista, hermana de Nydia Erika, y su hija Andrea Torres, quienes han logrado que exmilitares rindan testimonio sobre los hechos. Lejos de los juzgados, Erik Arellana, egresado de Bellas Artes de Kassel, Alemania, ha encontrado un fortín en la poesía y el arte para honrar a la mujer que le enseñó a amar los libros y narrar lo que ocurre en el país. No en vano, su principal herramienta ha sido una cámara para contar la violencia y convocar a la sociedad a la paz.
RAYA: El país ha avanzado en el reconocimiento de las víctimas de distintos hechos victimizantes. Sin embargo, poco se profundiza en las familias de quienes fueron víctimas del Estado. ¿Qué implica ser hijo de una víctima de un crimen cometido por el Estado?
Erik Arellana: Es una marca, es un estigma. Es una herida que el Estado no permite cerrar porque, precisamente, es toda la infraestructura estatal la que sostiene la impunidad de estos casos. Las personas que participaron en el crimen de mi mamá se han encargado de perseguirnos, de intentar desaparecerme a mí en el año 97, de mantener una estrategia represiva contra la familia, incluso justificando la violencia sexual.
No ha sido fácil, sobre todo cuando los victimarios son capaces de guardar la verdad durante décadas y soltarla de a poco en los medios, sin que eso tenga ninguna repercusión jurídica. Pero también he encontrado la solidaridad, la empatía y el cariño de la gente para enfrentarme a esta situación.
R: ¿Cómo ha sido la búsqueda de justicia en torno a la desaparición y homicidio de su mamá?
EA: Este camino nos ha llevado por distintos procesos. Uno disciplinario, que llevó a la destitución de Velandia en el año 95. Una sentencia del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas, una resolución de la OEA y varios procesos penales. Lo más triste es que, en este ámbito, nunca se avanzó.
Todo eso nos condujo a un escenario de justicia transicional como es la JEP, con un capítulo destinado a la violencia ejercida por la Fuerza Pública, donde están involucrados personajes que cometieron violaciones a los derechos humanos, algunos incluso considerados crímenes de lesa humanidad. Pero, tras siete años, aún no vemos cómo este espacio puede alcanzar justicia. El testigo que habló la semana pasada lo hace apenas ahora. Eso hace que los procesos sean lentos y crueles con las víctimas.
R: En relación con la declaración de Bernardo Garzón Garzón, exsuboficial de Inteligencia del Ejército, sobre su participación en el crimen, ¿ustedes fueron notificados antes de que se difundiera en medios?
EA: No. Justamente es irrespetuoso con las víctimas y sus familias que eso se difunda desde una audiencia en un medio masivo, sin previo aviso. Me hace cuestionar los escenarios de justicia y también el papel de los medios. Hemos llegado a un nivel de insensibilización frente a las historias de violencia sexual, de tortura, de métodos represivos. ¿Hacia dónde va una sociedad que no se indigna ante esas cosas?
En lo personal, es una forma de violencia psicológica hacia las familias: contar a cuentagotas, filtrar por medios, sin reparar en el daño emocional y psicológico que esa información causa. Para mí como hijo sí es un golpe, realmente. A veces la verdad que buscamos no es la que quisiéramos escuchar. Espero que la justicia haga algo con esa verdad.
R: ¿Cómo se articula ese testimonio con la búsqueda de justicia, verdad y no repetición?
EA: Valida lo que los abogados de la familia han sostenido por años: que lo cometido contra Nydia fue un crimen de lesa humanidad. La brutalidad y el descaro con el que los autores han confesado debe llevarnos a reflexionar sobre los excesos de violencia de la Fuerza Pública. ¿Cómo se necesitó una docena de hombres para acabar con la vida de una mujer que no estaba armada?
R: En cuanto a la difusión de estas declaraciones, ¿considera que hay una “espectacularización” del dolor y la barbarie en los medios?
EA: Hay una autora mexicana, Katya Mandoki, que escribió sobre la patofagia: el consumo de cadáveres a través de los medios masivos. También habla de cómo eso se mezcla con la idea de que las noticias deben ser espectaculares para atraer audiencia. Eso tiene que ver con la sociedad del espectáculo.
R: ¿Puede el arte contraponerse a esa lógica para construir memoria?
EA: El arte puede construir muchas cosas. Por ejemplo, trabajamos en el caso de un chico presentado como guerrillero dado de baja en combate, y sobre el cual el Estado colombiano tuvo que pedir perdón tras una sentencia de la Corte IDH. En el acto de reparación, la familia de Alix Fabián Vargas pidió incluir una canción que escribimos y grabamos con Lucía Vargas. En esos escenarios donde el Estado reconoce su responsabilidad y pone la cara frente a la violencia, sí se puede transformar la sociedad.
No se trata de acabar con el “enemigo” —como han sido considerados los estudiantes de universidades públicas o los sindicalistas, que tienen tantas víctimas en el país—. Finalmente, esto es una democracia. Aunque débil, herida, fragmentada, sigue siendo una democracia, y hay que seguir apostándole a eso.
R: En el país han surgido múltiples iniciativas para narrar la violencia desde otros lugares. Pero también está el riesgo de que esos relatos se vuelvan paisaje. ¿Cómo evitar acostumbrarnos al dolor?
EA: El recurso narrativo más fácil es la tragedia; por eso el relato gira hacia lo negativo. Me impresionó una obra de teatro que se llama El Palacio Arde, con Pilar Navarrete e Inés Castiblanco, familiares de víctimas del Palacio de Justicia. Pilar logra algo muy difícil en estas narrativas: burlarse de la muerte y ridiculizar al personaje creado desde el dolor.
A nosotros, como sociedad, nos han castrado el humor político. Después de la muerte de (Jaime) Garzón, hubo como un luto frente a la posibilidad de burlarnos de nuestras propias tragedias. Nos hace falta mirarnos con un poco de ironía, porque desde la tragedia narrativa solo se genera odio y se perpetúa la polarización. La forma en que contamos también transforma a la sociedad.
R: Esa idea de la ironía contrasta con algo que usted dijo: que la respuesta a la declaración de Garzón era la alegría. ¿Cómo transitar hacia eso?
EA: Para mí, lo más importante es lo que pasó antes del hecho de violencia. Mi madre fue estudiante de universidad pública; fundó un medio de comunicación; hizo parte del sindicato de Inravisión; denunció corrupción desde el sindicato. Por eso se le impuso el estigma de “enemigo interno”.
Esas declaraciones nos han llevado a crisis emocionales, depresiones, incluso enfermedades graves. Pero cada vez que uno de estos criminales cuente los horrores de los que son capaces, como si estuvieran tomando café, no nos van a robar la alegría. No vamos a entrar en la lógica del odio ni de ejercer violencia. No somos como ellos.
R: ¿Qué esperan ahora del proceso en la JEP?
EA: Como familia aún no hemos hablado del tema. Personalmente, estoy bastante decepcionado de los distintos escenarios de justicia en Colombia; parecen más espacios de impunidad que de justicia. Así que no creo que pase mucho. Pero esperamos que esta declaración tenga repercusiones para quienes testificaron y los demás involucrados. Seguiremos luchando porque el caso sea reconocido como crimen de lesa humanidad en Colombia, para que no prescriba.