Marisol es una joven venezolana que migró hacia Colombia en 2019 con la promesa de un trabajo. Durmió en la calle con hambre y sed, vendió cuánto fuera posible, sufrió una grave infección y hasta fue abusada sexualmente. La historia de Marisol es parte de la migración. Hoy la contamos a propósito del anuncio de la reapertura de la frontera con Venezuela el próximo 26 de septiembre.
Por: Solany Borregales
En Colombia viven más de dos millones cuatrocientos mil venezolanos. Para llegar a su destino muchos han tenido que pasar por los caminos irregulares, conocidos como trochas, que están plagados de mafias, grupos armados ilegales, corrupción, ríos crecidos y otras amenazas. El paso legal ha estado cerrado desde 2019, primero por las tensiones políticas y después con la excusa de la pandemia de Covid-19. Ahora, cuando ya mucha agua ha corrido entre los dos países, el Gobierno de Gustavo Petro decidió restablecer el paso legal de personas.
Al igual que la de miles de venezolanos que han llegado al país, la historia de la migración de Marisol nos lleva al través del paso por una trocha, a noches en vela en la calle, días con hambre, una grave y dolorosa enfermedad, abuso sexual, explotación laboral y otras tantas desgracias juntas. Para ella no hubo Estado, instituciones, voluntarios, familia o amigos que la acompañaran y le brindaran protección.
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El semáforo
Marisol debía apurarse para caminar entre los carros que esperan el cambio de la luz del semáforo, de rojo a verde, y ofrecer a los conductores los productos que llevaba en una nevera de Icopor: agua natural, agua con gas, jugos y otras bebidas hidratantes hechas en Colombia. Tenía noventa segundos para hacerlo, mucho miedo, pero también deseos de ganar dinero para no pasar otra noche en la calle.
Llevaba varios días deambulando por el centro de Medellín con hambre, después de que su prima le incumpliera la promesa de darle un trabajo en una floristería en Bogotá. Si Marisol hubiera tenido tan solo un mal presentimiento quizás no habría migrado. En su poco tiempo de estancia en Colombia ya había vendido galletas y unas empanadas mal hechas porque no tenía mucha habilidad para la cocina: “Le metí papa, zanahoria, cebolla; un guiso estilo venezolano, [pero] la masa era muy gruesa”.
Marisol lo intentaba, pero sus esfuerzos no tenían frutos y su salud estaba cada vez más deteriorada. “Si quieres ganar dinero, vente a trabajar en el semáforo”, le dijo otro venezolano en la Plaza de Botero y le ofreció llevarla a uno donde había otros seis venezolanos, todos hombres, en la misma labor.
Según la nota estadística del Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), Población migrante venezolana, un panorama con enfoque de género, del total de migrantes de Venezuela para 2020 el 50,2 por ciento eran mujeres y el 49,8 por ciento hombres. Además, otras cifras de esta misma institución, de 2022, señalan que el 51,9 por ciento de los migrantes ocupó la mayor parte de su tiempo en trabajar y el 12,3 por ciento en buscar trabajo.
Así fue como Marisol llegó a ese semáforo entre la avenida San Juan y Palacé, en donde debió competir con la agilidad de sus compañeros que pasaban cual avispas de un lado a otro, como si llevaran muchos años dedicados a eso. Pero ella sentía que le iba bien ese día, aún con su ritmo. Los extranjeros, que se hacían turismo entre esas calles, solían favorecerla y comprarle con frecuencia.
Fotografía de Víctor de Currea-Lugo.
En su primer día vendió tres paquetes con varias unidades, las cuales compraba a 300 pesos y vendía a 700. Marisol estaba feliz: para ella cada bolsa de agua la acercaba más a una noche segura, a un lugar de descanso, a una comida para calentar el cuerpo. No quería regresar a Venezuela. Así que fue a una cigarrería por los paquetes de bebidas que iba a vender al otro día en uno de los tantos semáforos de Medellín, la segunda ciudad con más concentración de venezolanos de Colombia.
Según la encuesta Pulso Migración, realizada también por el DANE, el 31,1 por ciento de los venezolanos consultados gastó sus ahorros mientras sobrevivía a la pandemia y a pesar de ello solo el 3,1 por ciento se fue. Marisol no era la excepción.
Ese primer día en el semáforo, luego de apartar el dinero que debía volver a invertir para comprar mercancía y continuar vendiendo, le quedaron en sus manos quince mil pesos y decidió comprar un pequeño coche de bebé para llevar la nevera con más facilidad. Marisol no estaba acostumbrada a nada de esto: vivía con su familia en un tranquilo pueblo venezolano, en Zulia; había estudiado una carrera universitaria y se había graduado como Administradora de Empresas, era parte del Ejército de su país y llevaba una rutina diaria más o menos tranquila antes de migrar, pero no ganaba suficiente dinero para mantenerse ella misma ni tampoco a los suyos. Por eso se fue.
¿Pero por qué no regresó si las cosas no estaban saliendo como planeaba? ¿Por qué no regresa la mayoría que le fue mal? Si en Colombia tenían pocas esperanzas, en su país eran menos. Ella lo intentó trabajando más horas de lo normal en su país y ahora estaba dispuesta a hacerlo en este.
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Salió a las siete de en la mañana, llena de entusiasmo, con destino a otro semáforo en el mismo sector del día anterior. Llegó a uno en donde estaban un costeño colombiano, una venezolana vendiendo bebidas y otros cinco venezolanos limpiaparabrisas.
Los dos carriles de la calle ya estaban ocupados por el costeño y la venezolana: “Me dijeron que no podía estar ahí, que con qué autorización yo ingresaba en esa plaza. Me sacaron...”. Marisol decidió buscar otro semáforo, así que caminó muchas cuadras hasta llegar a uno en donde había también dos venezolanos, uno de ellos vendedor de bebidas de marca Pool que ganaba 300 pesos por cada producto. Ahí tampoco fue bien recibida, pero, cansada y enojada, decidió pararse en el separador entre los carriles, estacionar su coche y comenzar a vender. Entonces, se acercó el otro joven y le hizo una oferta: cuando el semáforo se ponga en rojo, me toca a mí vender, en la segunda ronda te tocará a ti. Nos vamos intercambiando.
Fotografía de Víctor de Currea-Lugo.
Para vender en los semáforos, estos jóvenes deben enfrentarse entre sí, a los habitantes de calle y “gamines”, a la exposición constante al sol, a la temperatura que en su máximo promedio es de 27 grados en esa ciudad, y además, a sus miedos por el futuro incierto… “El semáforo es para ganarse la vida”, le dijeron a Marisol una vez.
Según cifras publicadas por Migración Colombia, el 62 por ciento de los migrantes en el país está en plena etapa productiva y de trabajo. Encontrar un empleo con un sueldo aceptable y todos los beneficios de ley es algo realmente difícil, como lo era para Marisol en ese momento.
En 2022 la situación no ha cambiado mucho: el 80,8 de los venezolanos consultados por el DANE dijo tener un contrato de trabajo verbal, mientras que solo un 19,2 por ciento tenía contrato escrito.
Marisol trabajó un tiempo compartiendo semáforo, era mejor que no tener un espacio para vender. Cuando uno de esos venezolanos consiguió un mejor trabajo en una empresa de aluminio, le dejó el puesto a ella. Se sentía jefa y dueña del lugar.
Comenzó a disfrutar de ingresos de venta para ella sola. Eran diferentes cada día: con suerte, a veces regresaba a la pieza donde vivía hasta con veinte mil pesos; pero había días en los que no vendía nada, le quedaba mercancía y aún le faltaba comprar hielo para seguir. La jornada terminaba tarde, tan tarde como permitieran las fuerzas, quizá las siete u ocho de la noche.
¿Cómo acceder a un empleo si no tenía posibilidades de regularizar su estatus en el país? Para regularizarse debía tener un empleo. Claro que era frustrante, sigue siéndolo porque las políticas migratorias no son muy favorecedoras, sobre todo para los más vulnerables.
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Marisol consiguió acceder a un PEP (el permiso antiguo de residencia), pero eso no evitó que fuera explotada laboralmente y despedida de un trabajo que consiguió en un parqueadero, donde llegaba a las seis de la mañana y salía a las nueve de la noche: bajar motos, subir motos, acomodar las motos, lavar las motos, llevar la administración del parqueadero y salir a la calle a gritar “¡Parqueadero, parqueadero!”.
Ella se alistaba a llamar a gritos sus potenciales clientes del parqueadero cuando cambiaba el semáforo y se venía una embestida de vehículos. De nuevo el semáforo en rojo la hacía esperar, como si fuera una metáfora de su vida, esperando el color verde. A Marisol la despidieron porque no querían ofrecerle a ella lo que la ley determina: “a ti como venezolana no te sale nada, yo no firmé ningún contrato”, le dijo su jefe de entonces.
Con el paso de los años y trabajando más de lo que muchos lo hacen, logró reunir algunos pesos. Con eso, con el aporte de su pareja, el apoyo de una abogada y un comerciante, abrió una tienda de repuestos de motos en Medellín con la que ha visto mejorar su situación socioeconómica. Ahora, con la apertura de frontera parece que la luz de semáforo está más cerca a cambiar a verde. Ella espera poder llevar sus productos a Venezuela.
Fotografía de Víctor de Currea-Lugo.
El DANE y el Ministerio de Industria y Comercio señalan que en 2008 las exportaciones desde Colombia hacia Venezuela fueron de seis mil millones de dólares y para 2021 la cifra cayó a alrededor de cuatrocientos millones de dólares. El cierre de la frontera tuvo mucho que ver en esto.
El impacto en las ciudades fronterizas también es grande. Cúcuta, capital de Norte de Santander, tuvo, en el segundo trimestre de este año, una tasa de desempleo del 13,4 por ciento.. Es lógico pensar que el tránsito libre de personas desde y hacia Venezuela va a generar empleo y permitir emprendimientos.
Pero para ello, es necesario profundizar en las políticas de regularización efectivas para la población migrante. Los datos del DANE, indican que solo el 15,4 por ciento de los migrantes consultados tiene Permiso Temporal Permanente (PTP), mientras que el 84,6 por ciento no lo tiene. Detrás de esas cifras, hay muchas fallas institucionales y pocos responsables.
Fotografía de Víctor de Currea-Lugo.