cultura

RAYUELA

La socióloga y activista maya k’iche’ Gladys Tzul Tzul conversó con RAYA sobre las tensiones entre el feminismo liberal y los liderazgos de mujeres indígenas, la soberanía que no depende del Estado y el papel de las lenguas originarias como base del pensamiento político. Propone reimaginar las alianzas feministas desde la vida comunal y la memoria colectiva.

Por Santiago Erazo

Entre 1960 y 1996, tras un golpe militar y la sublevación del Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR-13), la guerra civil en Guatemala dejó más de 250 mil muertos y 60 mil desaparecidos. Los huesos de muchos de esos hombres y mujeres estuvieron cubiertos de tierra y de silencio durante décadas, y fue apenas hace unos cuantos años que empezaron a ser nombrados. Los restos tomaron, poco a poco, los nombres y los rostros de sindicalistas, panaderos, poetas y sacerdotes extraviados en la impunidad y la connivencia estatal. Y fueron, en buena medida, las mujeres quienes  propiciaron el esclarecimiento de los hechos. Rosalina Tuyuc, fundadora de la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA), se encargó de que Clyde Snow –el famoso antropólogo forense clave en la búsqueda de las Madres de Plaza de Mayo– conociera el caso de los desaparecidos de su país y entrenara a los jóvenes forenses que con el tiempo restaurarían la memoria de aquellos desaparecidos. Luego de la firma de los acuerdos de paz en 1996, el liderazgo de las mujeres guatemaltecas propició otros escenarios de resistencia comunal, como la prohibición de venta indiscriminada de alcohol en la comunidad indígena de Santa María Tzejá, en el municipio de Ixcán.

Son precisamente estas luchas de mujeres indígenas las que ha estudiado la activista y socióloga maya k'iche' Gladys Tzul Tzul, una de las invitadas internacionales de la X Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales (CLACSO 2025), que se celebró recientemente en Bogotá. RAYA  conversó con Tzul Tzul sobre la posibilidad de articular el movimiento feminista con los liderazgos comunitarios en los territorios, la lengua como herramienta política y el papel de los gobiernos progresistas en estas luchas.

Lo ocurrido en Santa María Tzejá deja ver una problemática cada vez mayor entre los pueblos indígenas latinoamericanos pero poco discutida: el alcoholismo dentro de las comunidades y su impacto en términos de salud pública y salvaguarda de sus acervos culturales. ¿Cuál fue el origen de este problema en Santa María Tzejá? ¿Qué hay detrás de la venta y consumo de bebidas alcohólicas entre mujeres y hombres indígenas? 

Para mí hay un antes y un después de la firma de los acuerdos de paz. Tras el 96, se amplió la cantidad de cantinas. Antes de la guerra había dos cantinas en el pueblo. Después de la firma y los acuerdos de paz, en ese pueblo había 150 lugares donde se vendía alcohol. Al tiempo, mientras todo eso ocurría, también se aprobaba el tratado de libre comercio, y como mercado y democracia suelen ir de la mano, esto hizo que el alcohol se expandiera a las comunidades. Por eso hay que inscribir el ingreso del alcohol masivo como una forma más de ocupación capitalista, como el ingreso de nuevas marcas, tanto de cerveza como de aguardiente, que desplazaron las formas comunales de elaboración de las bebidas fermentadas. Para el caso de Guatemala esto ocurrió con la cusha, que se hacía con fermentos de caña de maíz y no requería los procesos industriales, tan dañinos para la salud, que sí tienen muchas bebidas alcohólicas de venta masiva. 

Tener momentos rituales en los que se consuman bebidas que provoquen la alteración de la realidad es algo constitutivo a casi todas las sociedades, pero la expansión del consumo no es algo que brotara naturalmente de las prácticas ancestrales, sino de todo lo anterior que mencionaba. También valdría la pena hablar de la ampliación de la venta de alcohol gracias a la instalación de proyectos hidroeléctricos y mineros, porque la llegada de personal técnico y profesional de estas empresas a las comunidades cambió los patrones de consumo.

Y al final fueron los liderazgos de las mujeres de la comunidad los que permitieron frenar de alguna manera lo que ocurría en Santa María Tzejá. En el evento del pasado 9 de junio en CLACSO usted mencionó la necesidad de articular esos procesos de liderazgo de mujeres indígenas con el movimiento feminista. ¿Cómo cree que se podrían dar esas alianzas?

Primero habría que pensar en que los procesos de lucha alumbran conocimientos, producen estrategias, y esas estrategias son cotidianas, contemporáneas y pueden después expandirse. Por eso creo que el movimiento feminista tiene que ser un poco más discreto y tiene que escuchar más y aprender más de la efectividad de las estrategias de las mujeres indígenas.

Yo he ido a marchas con las compañeras feministas, y sé de las buenas voluntades detrás de todo esto, pero aún hay mucho que se puede aprender sobre la efectividad de pensar en los espacios localizados, pequeños, como los de las mujeres del Ixcán, porque todo comienza con una comunidad y luego se va extendiendo. Entonces, ese aprendizaje tendría que pasar por una combinación entre memoria, bien común y recordar siempre que las acciones de las mujeres indígenas nunca se pensaron de manera separada. Ellas no decían: “Bueno, esto es para nosotras”, sino: “Esto es de nosotras para toda la comunidad”. Y digo esto a pesar de que el feminismo reconoce esa posibilidad del bien común. Por ejemplo, en los textos de Silvia Federici no se plantea que haya una separación de las mujeres y los hombres en el capitalismo. Es el punto de vista de las mujeres sobre lo que es el capitalismo.

Por otro lado, para conseguir estas alianzas el movimiento feminista debería deshacerse un poco del liberalismo. Eso, de seguro, no es una tarea fácil, porque desde que entramos todos a la escuela nos vemos inmersos en un programa liberal, aprendemos de la Constitución, de los derechos, de la polis, de la república; tomamos cursos en la universidad sobre sistemas comparados y sobre sistemas parlamentarios. Pero si nos deshacemos un poquito de tanto liberalismo al pensar estas lógicas de alianzas, podremos comprender las posturas de muchas mujeres indígenas que desde afuera pueden parecer dóciles. 

¿En qué sentido dóciles?

Te doy el ejemplo que menciona una profesora egipcia, Saba Mahmood, en un artículo titulado “Teoría feminista y el agente social dócil: algunas reflexiones sobre el renacimiento islámico en Egipto”. Allí muestra cómo las feministas francesas tildaban de dóciles a las mujeres musulmanas. Lo afirmaban porque, aunque las mujeres musulmanas hacían muchas cosas para participar en discusiones teológicas o intelectuales que antes les habían sido vetadas, no luchaban por quitarse el velo. Mientras en otros espacios se emprendía una campaña para eliminar el velo, lo que las musulmanas querían era entrar a las escuelas coránicas para interpretar el Corán. Y querían hacerlo porque las mezquitas en este sector de las clases bajas populares de El Cairo eran como un centro social: venían siendo un lugar para ir a rezar, pero también un espacio donde, por ejemplo, los niños que necesitaban refuerzos sobre matemáticas recibían clases o los alimentaban. Lo que concluye Saba Mahmood es que gran parte del movimiento crítico que surgió en la Primavera Árabe fue conformado por jóvenes que se criaron en esos centros sociales en la mezquita. Entonces, tener el velo las habilitaba a ellas a estar en la mezquita y a poder interpretar el coral. Eso es lo que ellas querían en ese momento. 

Por eso pienso que, aunque hay unas cuantas feministas sensibles e interesadas en verdaderamente escuchar y deshacerse del mundo liberal que las atraviesa, aún falta que la gran mayoría puedan repensarse desde una estructura de propiedad comunal, porque fueron los procesos de reconstrucción comunal después de la guerra los que habilitaron la posibilidad de construir estrategias altamente efectivas. La otra clave es que claramente el movimiento feminista tiene que hacerse cargo de las prácticas clasistas y racistas que existen al interior del mundo del feminismo.

 También lo menciono porque hubo un momento de la lucha feminista donde era muy importante quién encabezaba la marcha, y creo que en una organización comunal no hay una única cabeza; es algo rotativo: el que va hoy de primero, en la siguiente le toca de último, o le toca en el medio. 

De cualquier forma, es inevitable que en esas alianzas haya tensiones.

Sí, es muy importante fijarnos en que muchas veces en las alianzas o en las articulaciones no hay una idea de fusión, de que eso va a ser que nos hagamos hermanas y que estemos todo el tiempo juntas. En algún momento vamos a estar juntas y en algún momento vamos a estar separadas por la especificidad de nuestras demandas y de nuestras luchas. Nosotros lo tenemos claro en el mundo indígena, eso de: nos reunimos y luego nos separamos y nos reunimos y nos separamos. De ahí que al Estado le cueste leernos, porque el Estado piensa que si hubo una unidad, esa unidad va a perdurar y sigue operando bajo esa unidad, pero en realidad está todo el tiempo transformándose.

Hablando del Estado, ¿qué cree que se ha ganado en términos de soberanía para los pueblos indígenas de Latinoamérica en estos últimos 20 años? Me refiero sobre todo al momento político en América Latina que los politólogos han llamado la “marea rosa”, la proliferación de gobiernos progresistas que, de una u otra manera, han enarbolado las banderas de la lucha indigenista y feminista desde el plano institucional.

Bueno, yo ahí sigo el argumento que dio Mara Viveros en el evento de CLACSO. Creo que efectivamente los gobiernos progresistas se han apropiado de consignas de las luchas. Mara Viveros dijo que eran las consignas de la lucha feminista, y yo pienso que también de las luchas y los símbolos y los discursos de los pueblos indígenas. Se ha generado una captura y una sustracción y vaciado de contenido, de símbolos que hay en el mundo indígena y en el mundo feminista.

Pero incluso antes de los últimos 20 años los pueblos indígenas siempre han sabido ser soberanos. Ha habido una soberanía material y simbólica: soberanía con respecto a su tierra, simbólica con respecto a sus formas de autorrepresentación, sin que tenga que pasar por el sujeto que te reconozca. En el debate de la soberanía la pregunta es quién reconoce soberano a quién. Pero creo que el movimiento feminista también apunta hacia un proceso de autorización y de producción simbólica y material de su existencia. Lo que, al final, el progresismo ha hecho es darle una vuelta de tuerca más a la ya tensa relación que hay entre comunidad y Estado. 

Volviendo a las luchas sobre las que hemos conversado, y recordando liderazgos indígenas cada vez más visibles por proteger lenguas originarias, como el de Yásnaya Aguilar, ¿cuál cree que ha sido el aporte de las mujeres para la preservación de la lengua maya k'iche'? 

Partiría de que no es gratuito que hablemos siempre de “lengua materna” para referirnos al idioma que aprendemos de pequeños, porque la transmisión es oral y han sido las mujeres las que han mantenido esta memoria, y esta memoria ha sido transmitida en los idiomas. Creo que la vitalidad y la riqueza con la que se han construido las abstracciones de los mundos políticos de las comunidades indígenas, así como la generación de estrategias y la efectiva lectura del poder, se han dado porque son pensadas en las lenguas indígenas. 

Cuando se estudian las lenguas, uno analiza la sintaxis, la estructura sujeto, verbo y predicado, que es la del español. Pero ¿qué sucede si el verbo viene antes? ¿Qué sucede si hay dos formas de verbos? Eso es lo que ha permitido la existencia de un pensamiento crítico en las comunidades indígenas en el mundo. Lenguas como el ixil, el tz'utujil, el k´iche, el kaqchikel, el mam, el chuj o el achi', por nombrar algunas de las cuantas que están en Guatemala, habilitan ese mundo abstracto, habilitan esa comprensión del poder.

Por eso la lengua es constitutiva de la política y sobre todo de la lectura de las estrategias del poder, de cómo escapar del poder, de cómo mimetizarse o no mimetizarse. Yo creo que, en una base sustancial, la inteligencia de los pueblos es una inteligencia que viene de los idiomas, de la vida cotidiana, de la historia y de la memoria que ha sido transmitida en estos idiomas. 

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