Análisis

SÍNTESIS

El reciente choque diplomático entre Colombia y EE.UU., tras la amenaza de Trump de imponer sanciones económicas como respuesta a la exigencia de condiciones dignas para los migrantes, expuso la histórica subordinación del país suramericano a Washington. Más que un conflicto coyuntural, refleja una dependencia estructural en lo económico, militar e institucional, configurada por la élite política local.

Por: Redacción Política RAYA

El pasado 26 de enero, Colombia y Estados Unidos protagonizaron lo que se denominó un tenso "impasse diplomático" marcado por la amenaza del presidente estadounidense Donald Trump hacia el país suramericano. Este episodio expuso no solo las limitaciones del gobierno de Gustavo Petro sino una realidad más profunda: la relación de subordinación que el establecimiento político de Colombia ha mantenido durante años con Estados Unidos, lo que pone en duda la soberanía consagrada en la Constitución Política.

Lejos de ser un simple desencuentro, el episodio reflejó con precisión la dinámica de sometimiento del país. El establecimiento colombiano, con matices o sin ellos, y desde diversas posturas, cerró filas en defensa de la posición subordinada del país frente al poder del norte. Mientras algunos actores políticos criticaron a Petro, otros a Trump y a Petro por igual, y algunos más añoraban sus relaciones con el Partido Demócrata, las muestras de una postura soberana fueron prácticamente inexistentes, con excepción de la posición del presidente colombiano, en solitario, quien defendió la dignidad de los connacionales, lo que provocó la ira de Trump. 

Cuando hablamos de subordinación nos referimos a una relación de sometimiento que no se basa únicamente en la coerción, sino, también, opera a través de la hegemonía cultural e ideológica. Para el caso esta influencia se manifiesta a través de decisiones políticas, económicas o sociales que favorecen a una potencia externa, en detrimento de la autonomía del país.

La subordinación puede manifestarse tanto a nivel interno, entre grupos o clases sociales que operan en función de otras, como a nivel internacional, cuando las élites en el poder se alinean con los intereses de una nación más poderosa. En el caso colombiano, esta relación de sometimiento no es nueva ni circunstancial, sino que parte de un patrón histórico en el que la hegemonía se ha mantenido no sólo mediante la imposición, sino a través del consentimiento y la internalización de valores, prioridades y narrativas extranjeras. Esta dinámica ha condicionado las decisiones estratégicas del país, limitando su margen de autonomía y perpetuando su papel como un actor secundario en el orden global.

Por eso, la reciente amenaza de Trump no hizo más que reafirmar esta realidad: pese a su retórica de independencia, Colombia cuenta con una élite política subordinada a Washington, que sigue condenando al país a un rol secundario en la geopolítica hemisférica.

La histórica subordinación a Washington

Esta dinámica de subordinación tiene raíces profundas. Desde su independencia, Colombia ha estado condicionada no solo por las instituciones y los intereses coloniales heredados de España, también por el reparto del poder global tras las guerras napoleónicas y el ascenso de las nuevas potencias. En 1823, el presidente James Monroe proclamó su famosa consigna: "América para los americanos". Mientras tanto, los intentos de construir la Gran Colombia —aquella visión bolivariana de unidad continental— se desvanecía en el horizonte, en parte, por el saboteo de Estados Unidos. La Doctrina Monroe terminó relegando a América Latina al papel de "patio trasero", un espacio donde Washington podía ejercer su influencia económica, política y militar sin contrapesos significativos. Colombia, por su posición geográfica estratégica y su riqueza en recursos naturales, no tardó en convertirse en un punto clave de esta política hegemónica.

La pérdida de Panamá se inscribe en una historia más amplia de subordinación a potencias extranjeras. Desde la separación de Panamá en 1903, impulsada por los intereses estadounidenses para construir el Canal, que hoy Estados Unidos parece determinado a recuperar sin mayor resistencia; la participación de Colombia en la guerra de Corea enviando tropas militares, hasta la implementación del Plan Colombia con la instalación de múltiples bases militares, demuestran la asimetría de poder que beneficia abiertamente a la nación del norte. 

Esta dinámica se extiende más allá de la esfera pública, desarrollándose también en el ámbito privado, donde las instituciones, desde la academia hasta las organizaciones no gubernamentales (ONG), han adaptado sus funciones y, en muchos casos, sus objetivos, alineándose con los intereses de los actores hegemónicos de Estados Unidos. Esta dinámica no siempre es una opresión directa, sino que, en ocasiones, se presenta una aceptación consciente del orden establecido, lo que se ajusta al concepto gramsciano de hegemonía: "la hegemonía no se limita al control del aparato estatal, sino que se extiende a la sociedad civil, incluyendo instituciones como las escuelas, los medios de comunicación y las organizaciones no gubernamentales". 

Esto se refleja con el reciente anuncio de Estados Unidos sobre el  congelamiento de fondos de cooperación que afecta instituciones determinantes para Colombia como la JEP y desfinancia programas que benefician a diversas comunidades, incluidas las indígenas y las afrocolombianas. Las consecuencias de esta desfinanciación aún son incalculables.

Colombia es uno de los mayores receptores de recursos norteamericanos en el mundo, y es el primero de latinoamérica, con una cifra estimada superior a 5.000 millones de dólares en los últimos 10 años. Aunque la mayor parte de estos fondos se destinan a seguridad y lucha contra el narcotráfico, buena parte de ellos también son destinados al denominado fortalecimiento institucional (recursos para las tres ramas del poder, incluyendo administraciones locales), programas de desarrollo territorial, derechos humanos, implementación del acuerdo de paz, atención a los migrantes, incluso, a la financiación de medios de comunicación, particularmente digitales que han expresado su preocupación. 

Sin embargo, la subordinación va mucho más allá de la dependencia de este tipo de recursos directos, pues obedece a una red de intereses y compromisos de carácter estructural, lo cual se hace mucho más evidente en el ámbito económico, donde los intereses del bloque de poder colombiano están estrechamente alineados con lo mandatado de Washington. Un ejemplo claro es el Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado con Estados Unidos en 2006 y en vigencia desde 2012, cuyos negociadores, lejos de representar los intereses nacionales, actuaron como facilitadores de las grandes corporaciones extranjeras con las que mantenían intereses comerciales o industriales particulares. Tan desfavorable fue el tratado que su entrada en vigor se retrasó debido a las exigencias de Estados Unidos la precarización laboral y las violaciones de derechos humanos en Colombia, lo que paradójicamente generó resistencias de ese bloque de poder subordinado en el lado colombiano. En este contexto, el entonces presidente estadounidense, George W. Bush, dijo que el presidente colombiano, Álvaro Uribe, "nos da más de lo que le pedimos".

En el ámbito financiero, por ejemplo,  el Grupo Aval, el conglomerado bancario más grande del país, tiene una relación significativa con la banca norteamericana a través de su filial BAC Credomatic, que opera en Centroamérica y tiene fuertes vínculos con instituciones financieras de Estados Unidos, donde, además, Aval tiene su operación en la bolsa. Esta conexión explica por qué, en casos de corrupción, como el de Odebrecht, se han impuesto sanciones económicas en Estados Unidos mientras se garantiza impunidad en Colombia. Otros conglomerados del sector industrial, como el Grupo Éxito, Avianca o el Grupo Nutresa y la semi estatal Ecopetrol, entre otros, han transnacionalizado su capital y portafolio de inversiones, alineándose con capitales norteamericanos y relegando a Colombia a un campo de operaciones.

Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), después de la entrada en vigor del TLC, la balanza comercial con Estados Unidos se deterioró significativamente: las exportaciones de productos no tradicionales cayeron un 15%, mientras las importaciones de bienes manufacturados aumentaron en un 20%. Este desbalance ha limitado el desarrollo de una industria nacional competitiva y reforzado el rol de Colombia como proveedor de recursos naturales para las economías desarrolladas. Sectores estratégicos como la minería y el petróleo están dominados por empresas extranjeras, principalmente estadounidenses, que extraen riquezas a bajo costo mientras dejan impactos ambientales y sociales devastadores en las regiones donde operan, no pocas veces acompañado de graves violaciones a los derechos humanos. Este modelo, lejos de ser una excepción, es la regla en un sistema económico diseñado para beneficiar a las élites locales y a sus socios internacionales, en detrimento de la mayoría de la población.

En el ámbito institucional, el establecimiento colombiano ha pretendido mantener como principio de relacionamiento con los Estados Unidos las relaciones bipartidistas. De fondo, esto implica mantener una posición cohesionada del Estado colombiano como instrumento del establecimiento político y económico del país, alineado con los intereses de Washington, jugando con los matices que se alternan según los cambios de gobierno de aquí o de allá. Un ejemplo claro de esta subordinación ocurrió durante el gobierno de Juan Manuel Santos cuando, en vísperas de la firma del acuerdo final de paz con la extinta guerrilla de las FARC, anunció al país, sin discusión ni sonrojo, la decisión de incluir a Colombia como 'socio global' de la OTAN. Este acto no solo ratificó la incuestionable subordinación militar de Colombia al Pentágono, sino que también ignoró el papel que Estados Unidos ha jugado en el desarrollo del conflicto armado colombiano, un hecho ampliamente documentado en el informe de la Comisión Histórica del Conflicto y ratificado en el informe final de la Comisión de la Verdad.

Bajo el gobierno Petro, Colombia ha comenzado a tomar posturas diferenciadas en la geopolítica global como, por ejemplo, en su relación y apoyo a Palestina, en donde, además del apoyo a su pueblo en el marco del genocidio israelí sobre Gaza, se anunció la instalación de la embajada de Colombia ante Palestina en Ramallah, Cisjordania. En contraste, el gobierno de Iván Duque favoreció la instalación de oficinas en Jerusalén, mientras declaraba a Irán, sin razón conocida,  como un estado enemigo, en época del primer mandato del presidente Trump, quien por esos mismo días anunció el traslado de la embajada de Estados Unidos, de Tel Avid a Jerusalem,, violando las resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

La influencia estadounidense no se limita al ámbito militar, ni mucho menos al mecanismo de injerencia denominado “guerra contra el narcotráfico", del cual Colombia intenta desligarse tímidamente. Cuando Washington consideró que Colombia debía cambiar su modelo de administración de justicia, el país implementó, sin mayor resistencia, salvo la de algunos juristas ortodoxos, el sistema penal oral acusatorio. Este cambio incluyó la formación y la instalación de capacidades por parte de expertos norteamericanos, lo que consolidó su hegemonía en uno de los pilares fundamentales del Estado. Solo en el área de la justicia se estima que Estados Unidos ha entregado recursos superiores a los 400 millones de dólares en la última década, sin contar becas y programas de formación para funcionarios judiciales en universidades norteamericanas. Aunque en está área la injerencia se llega a ejercer con menos sutileza de lo esperado, alcanzando niveles patéticos, como se evidenció cuando las autoridades estadounidenses amenazaron con retirar las visas a los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) si “obstruían” la extradición del exjefe guerrillero Jesús Santrich. Este chantaje lo repite ahora Donald Trump al amenazar con el retiro de las visas a todo el gobierno colombiano, incluyendo a sus familiares, aliados y simpatizantes, es decir, a millones de personas, suscitando, como era de esperarse, una enérgica condena del establecimiento político contra el presidente Petro. Una de las consecuencias inmediatas se dio cuando el célebre y eterno director del Partido Liberal, el expresidente César Gaviria, dictó el retiro de su partido como fuerza política de la coalición de este gobierno, demostrando una vez más cómo las presiones externas condicionan las decisiones internas.

En cuanto a la subordinación en el ámbito de la cultura, esta no se circunscribe a lo más evidente, que es el poderoso aparato de producción ideológica norteamericana, desarrollado por la industria musical, televisiva y cinematográfica, sino que se expresa en múltiples esferas de lo privado, principalmente, en la academia y los medios de comunicación nacionales. Para el ciudadano promedio es más fácil enterarse gracias a su locutor preferido, de cómo está el clima en Londres o en París, que de las condiciones climáticas de los campos en donde se producen los alimentos que consume a diario. De fondo se ha moldeado un sujeto político en Colombia incapaz de pensarse fuera de la relación de poder que le ha impuesto el establecimiento. No solo se carece gravemente de un sentido de identidad nacional, sino que, en el ciudadano común, no existe siquiera la posibilidad de reconocerse, al igual que cualquier otro ciudadano del mundo, como un sujeto de derechos fundamentales. Este complejo de ilegitimidad, del que advertía el filósofo colombiano Fernando Gónzalez, es la consecuencia directa del vasallaje cultural permanente, que no solo reproduce los valores y las lógicas del poder hegemónico, sino que también se ejerce de manera violenta contra las minorías étnicas y los pueblos originarios, que son sistemáticamente marginados y despojados de sus saberes y territorios, mientras su cultura es folclorizada o reducida a un mero producto de consumo para el turismo internacional, tan atractivo como la propia miseria que el sistema arroja, pero que ha demostrado verse muy bien en las cuentas de Instagram de los visitantes extranjeros a las barriadas pobres de Medellín, que tanto orgullo produce en la élite paisa. Así, la subordinación cultural no sólo niega la posibilidad de una identidad nacional, sino que también perpetúa el sistema de exclusión y dominación que padece un sector de la población.

El impasse diplomático

El capítulo del mal llamado 'impasse diplomático' entre Colombia y Estados Unidos permitió hacer un retrato sin filtros de esta realidad. El conjunto del establecimiento colombiano, con matices o sin ellos, y desde diferentes posiciones y enfoques, cerró filas en defensa de la condición subordinada que el país mantiene con el poder del norte. Algunos criticaban a Petro, otros a Petro y a Trump por igual, y otros más añoraban las relaciones con el desdibujado Partido Demócrata, pero las muestras de soberanía brillaron por su ausencia. Salvo las bases democráticas de la ciudadanía, casi nadie puede reivindicarse hoy un acto de decencia política, de dignidad, como el expresado por el Presidente Petro. Todo lo contrario,  el comportamiento de los medios de comunicación, incluidos algunos alternativos —subvencionados o no por recursos de la cooperación norteamericana—, jugaron un papel nefasto de ocultamiento y hasta de desinformación, con el objetivo de no permitir grietas en el relato de la 'imperdonable insubordinación' de Petro contra Trump, que parecía una desastrosa acción política que ponía en riesgo nuestra subsistencia como nación. 

Todo a pie del libreto. Para esta infamia se valía discutir desde la hora de la respuesta del presidente, hasta el lugar donde quitarían las esposas a los colombianos,  tratados como criminales por las autoridades norteamericanas. La búsqueda de un repatriado que criticara al presidente Petro no se hizo esperar; tampoco fue difícil encontrar a algún “trumpista” entre los viajantes.  Algunos medios de amplia difusión en influencia, como El Colombiano de Medellín, no dudaron en afirmar para sus audiencias que la postura de Petro era producto de un estado mental enajenado por un probable consumo de drogas. Pero poco o nada importó en las salas de redacción, de estos medios, que la postura del presidente Petro hubiera sido respaldada por la ONU, que ratificó mediante un comunicado, en medio de la coyuntura del 26 de enero, el carácter de los migrantes y la garantía de derechos humanos que los cobija. Es imposible, en quienes manifiestan semejante grado de subordinación colonial,  pensar que una postura de autonomía y dignidad pueda ser el resultado de un juicio racional basado en convicciones. Desolador.

La periodista María Jimena Duzán afirmó acertadamente, en un trino de su cuenta de X, que las declaraciones de Trump parecían una declaración de guerra. Más aún, podríamos agregar que no parecían serlo, sino que lo eran. 

Los analistas de la geopolítica han definido que las guerras en el siglo XXI se libran, en gran medida, a través de la imposición de sanciones económicas y bloqueos diplomáticos, que suelen generar daños a las economías, las infraestructuras y los pueblos similares a los de las bombas, pero con un costo menor para las poderosas naciones agresoras -  sancionadoras. Sin embargo, semejante afrenta a los intereses nacionales no supuso un alineamiento, ni siquiera por interés de autosubsistencia, de los líderes políticos del establecimiento colombiano alrededor de una postura de dignidad y soberanía nacional. Todo lo contrario. Sus posturas quedaron registradas como retrato para la posteridad, como un testimonio de sumisión.

Ahora bien, es claro que el mensaje belicoso de Trump no iba dirigido únicamente al presidente Petro; era, de fondo, un mensaje al establecimiento colombiano.Un recordatorio de quién manda en este país y de la condición de 'banana republic' que, al parecer, no incomodó a la clase política colombiana. Es más, en un mensaje posterior, Trump y su gobierno celebraron la lección dada a Colombia, exhibiendo el episodio como una advertencia al mundo entero. Quienes deben tomar nota no son solo los panameños, daneses, mexicanos y canadienses, que hasta ahora encabezan la lista de naciones amedrentadas por el quién hoy gobierna Estados Unidos, sino también aquellos que aún creen en la posibilidad de construir un mundo multipolar y justo.

¿Quién ganó y quién perdió en este episodio?

Como si se tratara de un partido de fútbol, medios de comunicación y analistas han buscado determinar quién salió victorioso en la reciente controversia entre Colombia y Estados Unidos. No sorprende que Donald Trump y su círculo se autoproclamaran ganadores, pero la respuesta no es tan simple. Antes de hablar de vencedores o vencidos, es fundamental entender qué estaba realmente en disputa.

Las redes sociales y algunos sectores de la prensa han reducido la discusión a las imágenes de los migrantes colombianos esposados y deportados. Sin duda, este aspecto tiene un impacto simbólico importante. Sin embargo, en términos concretos el presidente Gustavo Petro logró que se reconociera la indignidad del proceso de deportación y que se hicieran correcciones en los términos exigidos por Colombia. Además, quedó en evidencia que los deportados no eran criminales, como Trump había intentado insinuar, a pesar de los esfuerzos de ciertos medios por reforzar esta narrativa. Ante estos hechos, el debate mediático se desvió hacia cuestiones secundarias, como el costo de los vuelos de repatriación, incluso, a las posturas políticas de los migrantes.

Pero el problema de fondo no es solo un intercambio diplomático entre Petro y Trump. Lo que realmente está en juego es la soberanía nacional. Más allá de un "ganador" en este episodio, lo ocurrido es un recordatorio de la histórica subordinación de Colombia en el escenario internacional. El Estado colombiano ha fallado en la construcción de un proyecto autónomo de nación, y este vacío ha sido llenado, en gran parte, por movimientos populares y organizaciones políticas alineadas con la izquierda. En este contexto, no es extraño que el gobierno de Petro busque, con mayor o menor firmeza, avanzar hacia una política exterior más independiente. Su interés en fortalecer relaciones con África, en renovar la cooperación con América Latina y en adoptar posturas firmes frente a temas como el genocidio en Palestina o la administración Trump reflejan esta apuesta.

Sin embargo, la realidad es que Colombia sigue atada a intereses externos. Como ha dicho el propio Petro: "Tengo el gobierno, pero no el poder". En el ámbito internacional, esto se traduce en múltiples limitaciones para construir una agenda soberana. Nuestro Estado y sus instituciones aún operan bajo la influencia de Estados Unidos y, en menor medida, de Europa, en un mundo donde el viejo orden global está en crisis y un nuevo equilibrio multipolar se abre paso en medio de múltiples tensiones y conflictos, algunos de ellos expresados como guerra económica y en algunos casos también en lo militar.

A pesar de este panorama complejo, la lección más importante de este episodio es clara: la subordinación no es inevitable. La lucha por la soberanía y la dignidad nacional es difícil, pero posible. La tarea pendiente es consolidar un proyecto político basado en la justicia social, la autonomía y la integración regional. El futuro de Colombia y América Latina dependerá de la capacidad de sus pueblos para desafiar las lógicas del poder hegemónico y construir un mundo más justo y equitativo. Por ahora, este episodio nos deja una imagen del establecimiento colombiano para el recuerdo, pero también, un llamado a la conciencia y a la acción política.

El Gobierno Petro y el bloque de poder en Colombia

Para comprender los límites del gobierno de Petro y su relación con el poder establecido, es necesario caracterizar la estructura del bloque de poder dominante en Colombia, que está compuesto por diversos actores e intereses: desde los terratenientes, grandes y medianos, incluida la incipiente industria agropecuaria, centrada principalmente en la explotación de los monocultivos —sean estos legales, como el banano el café o flores, o ilegales como la coca — pasando por la burguesía financiera, comercial e industrial de nuestro país 

A pesar de sus matices, en lo interno estos sectores están unidos por múltiples intereses comunes y vasos comunicantes expresados en sus lazos económicos, gremiales y políticos, tendiendo, de manera conjunta, una relación de subordinación con el poder económico y político de Estados Unidos. Esta red ha consolidado su influencia tanto dentro del Estado como a través de estructuras al margen de él, afectando instituciones públicas y privadas.

Al asumir Petro la presidencia, por su carácter popular y de izquierda de la alianza que lo llevó a la victoría, se prometía romper con ese viejo orden. Esto abrió un debate importante: ¿su gobierno sería sólo una reconfiguración del bloque de poder establecido, incluyendo dentro de él a algunos sectores alternativos, o implicaría una ruptura definitiva y la creación de un nuevo bloque de poder? En el marco de esta discusión se abrió inicialmente la propuesta de generar un gran “acuerdo nacional”, incluso, después se planteó la necesidad de avanzar hacia un "pacto constituyente" que reordenara la estructura de poder del país.

Sin embargo, tanto el "acuerdo nacional" como la idea de un nuevo pacto constituyente, propuestos por Petro, no se han materializado. Aunque el bloque de poder tradicional muestra algunas fisuras internas, su estructura básica permanece intacta y sin intención de transformarse profundamente. La integración de nuevos sectores parece ser más una aspiración de algunos actores políticos a título individual, que una inclusión real y colectiva de las clases subalternas.

Por esta razón, no es extraño que figuras del establecimiento, como el exfiscal Francisco Barbosa, y otros líderes políticos y económicos, consideren al gobierno de Petro un "accidente histórico" que debería corregirse. Esta postura niega la capacidad de las clases trabajadoras para organizarse y construir un nuevo proyecto de país.

A pesar de esto, la victoria electoral del actual gobierno muestra que este proceso de transformación no es un accidente, sino el resultado de una movilización social y política que está en marcha. El pulso entre el poder tradicional y la posibilidad de un cambio estructural está vivo y coleando, y su desenlace dependerá de la capacidad de las clases populares para consolidar una verdadera alternativa de poder. La historia no empezó en el 2022, ni se detendrá en el 2026.

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Síntesis
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