Por: Francisco Javier Toloza.
Docente Departamento de Ciencia Política. Universidad Nacional
Sin duda uno de los componentes más distintivos del plan de gobierno de Gustavo Petro ha sido la promesa de la Paz Total. Tras el fracaso del acuerdo final de 2016, la terminación real del extenso conflicto armado forma parte de la agenda mínima de cualquier apuesta reformista en Colombia, y particularmente implica una ruptura con la política de guerra y paz de los presidentes elegidos en el presente siglo. Tras un año de puesta en marcha, si bien hay significativos avances con la guerrilla del ELN, el desarrollo de conjunto de la paz total está empantanado, mientras hay continuidad de la violencia política y de la llamada crisis humanitaria, se escalona la confrontación armada en territorios históricamente golpeados por la guerra y la derecha insufla la problemática de inseguridad urbana como su leitmotiv para las próximas elecciones territoriales.
1. Sin marco para la paz.
La apuesta de la Paz Total cabalga sobre premisas ciertas que la hacen necesaria: la continuidad del conflicto armado; la pertinencia de acuerdos parciales y no solo finales; y la confluencia simultánea de procesos con la multiplicidad de actores armados, para que sea completa y no nuevamente parcial. Este punto de inicio representa una impugnación a la llamada Paz de Santos, por no decir que, al vulgar negacionismo guerrerista de Duque, razón que de entrada, constituyó a los espectros políticos de los dos exmandatarios en opositores de esta política insignia de Petro.
No obstante, a un año de gobierno, estos postulados originales de la Paz Total se hallan difuminados, -cuando no suspendidos- y no lograron complementarse en un coherente marco teórico conceptual que sea la carta de batalla para los procesos en ciernes. No estamos ante un problema académico, ni retórico sino esencialmente político: no es lo mismo construir la paz total para cerrar un conflicto social armado, que para acabar con la delincuencia común. No es igual la política de paz sí se parte de la continuidad transfigurada del conflicto histórico, sí se considera que solamente hay móviles económicos y que no hay conexidad alguna con el origen de una guerra de la que el mismo presidente tomó parte.
En el régimen santanderista colombiano, los debates conceptuales tienen relevancia inmediata para desenmarañar las necesarias rutas jurídicas para la paz. Las ambivalencias del marco teórico de la paz total han derivado en laberintos legales, muchos de ellos construidos por la propia coalición de gobierno. A la fecha actual no queda claro con quién se va a dialogar ni por qué. ¿Por qué “Shottas”, “Espartanos” o “Locos Yan” son sujetos de la Paz Total, pero el “Tren de Aragua” o el EPL no? Amén del juicio de valor sobre uno u otro grupo la ruta construida por la ausencia de rigor conceptual, jurídico y político, solo se presta para un galimatías que ni siquiera permite evaluar cómo marcha la Paz Total. Decir que hay grupos con diálogos sociopolíticos y otros con diálogos sociojurídicos, aparte de pobreza teórica, no resuelve en nada el debate ni el panorama de una paz total que se niega a reconocer la persistencia de la rebelión, el mercenarismo contrainsurgente y el terrorismo de Estado.
De forma poco responsable los funcionarios del Ejecutivo a cargo del tema, le han endosado el desarrollo y trámite de las normas requeridas por la paz total a congresistas que no forman parte de la coalición de gobierno y que siguen atados a la errada lectura del conflicto armado promovida por el santismo. A manera de ejemplo, la aprobación de la renovación de la ley de orden público, plasmada en la actual Ley 2272 expresó, por parte del legislativo, una clara limitación de las facultades presidenciales para la búsqueda de la paz, imponiéndole a Gustavo Petro cortapisas inexistentes para los gobiernos anteriores.
La errática norma ratificó las categorías de la convención de Palermo importadas por Néstor Humberto Martínez en la ley 1908 de 2018 y puso innecesarias barreras legales para diferenciar diálogos de paz del sometimiento a la justicia. Creó una “Instancia de Alto Nivel” para el estudio, caracterización y calificación de las estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto -una especie de catadora de grupos criminales- que, o bien no se ha reunido o actúa en la clandestinidad, ya que no se conoce su famosa clasificación de grupos para la paz total.
Este desorden conceptual y legal llevó a que cuando diversos grupos acogieron el llamado del Gobierno nacional de cese al fuego en navidad, se expidieran desaguisados decretos que declaraban unilateralmente ceses bilaterales y clasificaban sin ningún rigor a los actores armados. Salvo el ELN, los demás grupos armados no habían tenido reconocimiento oficial ejercieren la rebelión, la contrainsurgencia o el lucro particular. Por acto de birlibirloque jurídico, el gobierno le otorgó carácter insurgente al denominado Estado Mayor Central, mientras definió como estructura criminal a las demás organizaciones armadas, incluida la guerrilla de la Segunda Marquetalia surgida tras la perfidia estatal que denunciara el mismo presidente ante la CPI.
Para completar el grupo paramilitar de las Autodefensas Gaitanistas pide reconocimiento político, dado el requisito inventado entre Gobierno y Congreso para avanzar en diálogos, pero a contrapartida el Ejecutivo impulsaba una fallida Ley de Sometimiento a la Justicia, para este tipo de grupos, que no contaba con el aval ni de estas estructuras ni de los EEUU. No obstante, el ponente del proyecto anuncia insistir en esta ley que ningún grupo ha pedido y que de ser aprobada sería igual de inane que la 1908 que impuso Martínez Neira con la que a la fecha nadie se ha sometido a la justicia
Por si fuera poco, pero apenas esperable en la enredadera jurídica colombiana: en primer lugar, la ley 2272 se encuentra en revisión de la Corte Constitucional por demandas interpuestas incluso por miembros de la coalición de gobierno, y se desconoce si habrá posibles “modulaciones” por parte de los togados. En segunda instancia, valga recordar que sigue vigente el viejo “Marco Legal para la Paz” (Acto Legislativo 01 de 2012 o Artículo 66 transitorio) que algunos invocan falazmente como impedimento para negociar con otras guerrillas, pero que claramente requerirá ajustes para concluir cualquier acuerdo de paz; y finalmente, que el nombramiento del confeso “agente de facto del Estado” Salvatore Mancuso como gestor de paz, con pocas claridades sobre su marco jurídico dentro del conflicto vigente, pareciera anunciar la resurrección del cadáver insepulto de la ley de Justicia y Paz, tras 20 años de fracaso.
A nivel conceptual y jurídico la paz total no avanza por palos en la rueda en buena medida autoimpuestos por acción u omisión del ejecutivo nacional. Las definiciones políticas y normativas se encuentran maniatadas por la correlación de fuerzas de la frágil coalición de gobierno y los temores de aguzar tensiones en el régimen político que ya igual no se van a poder paliar.
2. ¿De Total al Detal?
Afortunadamente para el país el proceso de paz con la guerrilla del ELN ha dado avances significativos, en parte porque su marco de desarrollo venía desde 2016 y no quedó sometido a la vorágine política-legislativa actual. Pese a dificultades iniciales, tras un año de reinicio de diálogos se cierran dos acuerdos parciales de inmediata implementación, rompiendo con la máxima santista -realmente copiada del sionismo- de que “nada está acordado, hasta que todo esté acordado”. A partir del pasado 3 de agosto entraron en vigencia el Cese de Fuegos Bilateral Temporal y el mecanismo de participación social para esta mesa de conversaciones, que construirá un proceso participativo a desarrollarse entre 2024 y 2025 por todo el territorio nacional. El proceso Gobierno-ELN cuenta con legitimidad nacional e internacional, mientras que lejos de los mitos mediáticos, la organización insurgente no ha dado muestra alguna de división sino de pleno cumplimiento de lo desarrollado.
Sin embargo, la paz con el ELN difícilmente se consolidará si la agudización de las contradicciones entre gobierno y régimen político dan al traste con la presidencia de Petro, o derivan en un debilitamiento tal de éste que le impidan comprometerse y cumplir con lo acordado con esta guerrilla y las comunidades en el proceso de participación. De igual manera, el avance de este proceso de paz depende en gran medida del desarrollo conjunto de la paz total, ya que no se avista una disolución del ELN con el mantenimiento de otros actores armados en sus territorios, repitiendo el grave error de la paz parcial con las FARC-EP.
La paz bajo el gobierno Petro ha pasado en un año de Total al Detal. Grandes avances con el ELN, obsecuencia y anuncios sin muchos resultados con el EMC, ruptura con el llamado Clan del Golfo, estancamiento sin conflicto con los Pachenca (ACSN), silencio oficial con la Segunda Marquetalia que denunció parálisis del proceso desde el pasado febrero, avances y conflictos con bandas criminales del Pacífico, proceso de “paz urbana” en Medellín, inexistencia aparente de diálogos con el resto de grupos neoparamilitares o de criminalidad en el resto del país. El riesgo es más que evidente. Quedan 3 años de gobierno donde las tensiones políticas amenazan con restarle gobernabilidad al ejecutivo, sin que logre consumarse la convergencia de los diferentes procesos en medio de retrasos y desniveles de desarrollo bastante caprichosos.
¿Se puede estar repitiendo la apuesta del gobierno Santos de negociar con el grupo más grande para imponer ese acuerdo a los demás? Eso ya se hizo y no funcionó bien. Otra paz parcial no solo rompería la promesa de campaña de Petro, sino implicaría la eternización de una guerra cada vez más fragmentada. La visión que desde el Frente Nacional ha marcado la acción estatal en todos los procesos de paz, de considerar remanentes delincuenciales y no políticos a los grupos que no se someten al Estado o que retornan a las armas, ha demostrado su ineficacia históricamente. El surgimiento mismo de las FARC en 1964 responde a un proceso de rearme de las autodefensas campesinas comunistas considerado marginal en aquel momento por el régimen. La desintegración de la CGSB en los procesos de Barco y Gaviria, también se presentó como fin del accionar guerrillero en Colombia, al tiempo que mostraba como residuales y áridas a las insurgencias que se mantuvieron. De la disidencia del EPL a los llamados grupos post-FARC, pasando por la reingeniería paramilitar post-AUC, ha quedado claro en la reciente historia nacional, que una paz parcial, siempre siembra una próxima guerra total y que las consecuencias se sufren con rigor especialmente en las comunidades rurales, en las que este gobierno tiene fijada otra de sus apuestas estratégicas: la reforma agraria y su llamada justicia ambiental.
Petro ha venido insistiendo en la propuesta del Acuerdo Nacional, incluso contemplado -aunque tampoco implementado- por el Acuerdo de Paz de 2016. En esta dimensión debe entrar la paz total y el conjunto de sus actores para no repetir las paces excluyentes del Frente Nacional o de la Constituyente de 1991. Pero para ello, hay que romper el miedo a los enemigos expresos y agazapados de la paz. La paz total no se construye desarrollando contrainsurgencia civil en los territorios, arropados en un humanitarismo falso que busca cercar a los grupos rebeldes, o dando tratamiento simplemente delincuencial al paramilitarismo como si no articulara estructuras políticas, militares y económicas del bloque de poder. Tampoco evadiendo por prurito mediático las definiciones políticas y jurídicas ineludibles, o reproduciendo la tesis uribista del narcotráfico como demiurgo único del conflicto armado en Colombia, justo cuando el mismo presidente vaticina el declive del ciclo de la economía de la cocaína.
Debemos retirar todos los palos en la rueda de la paz total, si se quiere marchar a ser potencia mundial de la vida. Reconocer la existencia y gravedad de los problemas es un primer gran paso, justo cuando quedan tres años para consolidar la apuesta por terminar la guerra.