La decisión del Estado colombiano de otorgar la primera licencia obligatoria por razones de interés público marca un punto de quiebre en la política sanitaria del país. Más que un debate técnico o jurídico, la medida tiene un impacto directo sobre la vida de cerca de 140.000 personas que viven con VIH y dependen de un tratamiento continuo para mantenerse con vida y evitar la transmisión del virus.
Por: Redacción Revista RAYA
La licencia autoriza el uso gubernamental del principio activo Dolutegravir, uno de los antirretrovirales más eficaces disponibles actualmente. Avalado por la Organización Mundial de la Salud y por la Guía de Práctica Clínica nacional, este medicamento se ha convertido en el tratamiento de primera línea por su alta barrera a la resistencia viral y por presentar menos efectos secundarios que terapias anteriores.
Durante años, el acceso al Dolutegravir estuvo condicionado por el alto costo impuesto por la patente. Esta situación obligó al sistema de salud a racionar su uso y a miles de pacientes a continuar con esquemas menos tolerables, afectando la adherencia y, en algunos casos, la efectividad del tratamiento. La licencia obligatoria rompe esa barrera y permite ampliar la cobertura del medicamento considerado hoy esencial.
Desde una perspectiva de salud pública, la decisión tiene implicaciones que van más allá de los pacientes diagnosticados. El acceso oportuno y sostenido al tratamiento reduce la carga viral hasta niveles indetectables, lo que disminuye de manera significativa el riesgo de transmisión. En términos epidemiológicos, esto se traduce en una herramienta clave para contener la expansión del VIH y proteger a la población en general.
Uno de los puntos más sensibles de la medida es su impacto en la población migrante. Informes técnicos del Ministerio de Salud señalan que la prevalencia de VIH entre migrantes y refugiados venezolanos en Colombia supera la media nacional: mientras en esta población alcanza el 0,9 %, en la población general se estima en 0,5 %. La situación es aún más crítica en ciudades como Barranquilla y Soledad (Atlántico), donde la prevalencia supera el 1,2 %, un nivel que los expertos consideran indicativo de una epidemia generalizada dentro de esta población específica. Durante años, miles de migrantes han dependido de donaciones intermitentes de organizaciones humanitarias para acceder a su tratamiento, con frecuentes interrupciones. La licencia obligatoria, según las autoridades, permitiría integrarlos al sistema regular de atención en salud y reducir los riesgos tanto para ellos como para la salud pública en general.
En un contexto global más amplio, la decisión colombiana no es un hecho aislado. Países como Brasil, Ecuador, Tailandia y Malasia han recurrido a licencias obligatorias para garantizar el acceso a tratamientos contra el VIH, con resultados positivos en cobertura y control de la enfermedad. Estas experiencias respaldan el uso de las flexibilidades legales previstas en los acuerdos internacionales cuando está en juego el interés público.
El anuncio, sin embargo, no ha estado exento de controversia. Gremios de la industria farmacéutica han advertido sobre posibles efectos negativos en la inversión y la innovación. Frente a estas críticas, el Gobierno ha insistido en que la licencia obligatoria no constituye una expropiación, sino un mecanismo legal que preserva la patente y contempla el pago de regalías, al tiempo que prioriza el derecho fundamental a la salud. En esa línea, la superintendente de Industria y Comercio, Cielo Rusinque, y el ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, han sostenido que la salud pública debe primar sobre el lucro comercial cuando el mercado falla.
La medida también ha recibido respaldo de organizaciones sociales y humanitarias como Médicos Sin Fronteras (MSF), IFARMA y RedLAM, que han aportado evidencia sobre cómo los monopolios farmacéuticos limitan el acceso a tratamientos que salvan vidas y han celebrado la licencia como una herramienta legítima y legal dentro de los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC). A estas voces se sumaron expertos académicos de la Universidad Nacional, quienes recordaron que las licencias obligatorias no son expropiaciones, sino flexibilidades jurídicas diseñadas para equilibrar el sistema y proteger el interés público para los pacientes, el impacto es concreto. El Dolutegravir ofrece un tratamiento más tolerable, con menos efectos adversos y mayor facilidad de uso, factores determinantes para la adherencia a largo plazo. En la práctica, esto significa una mejor calidad de vida y una reducción del riesgo de resistencia viral.
Al final, la pregunta no es económica sino moral, la licencia obligatoria sobre el Dolutegravir redefine el enfoque del debate, pues no se trata de balances fiscales ni de disputas comerciales, sino de una política sanitaria orientada a salvar vidas, reducir inequidades y fortalecer la respuesta del país frente al VIH. En este escenario, la salud pública se impone como el eje central de una decisión que marca un precedente histórico en Colombia.
Nota de transparencia: este artículo recibió financiación publicitaria, que se declara por transparencia. La entidad financiadora no intervino en el enfoque ni en las conclusiones, centradas en la defensa del derecho a la salud y el acceso a tratamientos dignos para las personas que viven con VIH en Colombia.
