En un contexto ambiguo en cuanto a cómo nombrar Gaza y sus futuras memorias del presente, el ex comisionado de la Comisión de la Verdad, Alejandro Castillejo, cuestiona las narrativas hegemónicas y la reproducción de la indiferencia ante el “borramiento” de Gaza. En esta meditación reflexiona sobre la responsabilidad colectiva y la devastación de la vida.
Por: Alejandro Castillejo Cuéllar. 1
Excomisonado de la Comisión de la Verdad, Colombia.
Me muevo a escribir esta meditación personal llevado quizás por la consternación de volver al país, luego de un corto tiempo “fuera”. Mi madre me contó alguna vez, hablando de sus años en el exilio, y en sus muchos retornos y desplazamientos, que en Colombia al volver “siempre está sonando la misma canción”. En todo caso, no sé de dónde estoy retornando: quizás del universo de los seres sin rostro, quizás del largo viaje que ha significado estudiar la violencia en diversos lugares, quizás del desgaste que implicó caminar las hendiduras de la guerra con la Comisión. Quizás retornando del lugar donde nací. Difícil volver al lugar donde nunca se ha estado pero del cual jamás se ha salido.
Mientras el mundo convulsiona, en Colombia los medios de comunicación comerciales, las conversaciones familiares ya casi imposibles, los encuentros sin contenido que uno tiene en las universidades, las escuchas aleatorias de opiniones, me muestran un país que no hace sino verse a sí mismo como el centro del mundo, autorreferencial, repetitivo, aburrido. El océano interminable de “puñaladas” —metaforizadas en las imágenes interminables de los noticieros que no hacen sino mostrar atracos— en el que se ha convertido la política y sobre todo la oposición al gobierno, más allá de las casi obvias críticas que podamos ajustarle a su sordera, es como un tornado que fagocita todo a su paso. Como ciudadano, lo que oigo es la degradación del intercambio político en medio de una cacofonía. Se perdió hasta la vergüenza de mentir. En el escenario público, como me decía un agente de Inteligencia en Sudáfrica hace años que entrevisté en el Kalahari, nada como un mundo donde la realidad de una noticia se mezcla con las ficciones instaladas en forma de “noticias” también. El agente filtrador se encarga de crear la confianza para no diferenciarlas.
Pero Colombia no me interesa hoy.
Me interesa Gaza.
Sonidos
(Continuidades de Ghana, luego de una lectura para LASA, 2023)
En el Cuaderno de Bitácora de Hossam Al-Madhoun en Gaza, con el que me topé en Londres, reporta lo siguiente en un relato que lleva por título Sonidos.2
Tumbado en el colchón, en total oscuridad salvo por la leve luz de una pobre y pequeña vela. Cerrando los ojos con la esperanza de quedarme dormido, no funciona. Dos días y dos noches, ni un solo minuto de sueño. Es sorprendente cómo los sentidos se vuelven más fuertes y sensibles cuando pierde uno (…), como las personas que no tienen vista, y su oído se agudiza. Esto es lo que me pasa al cerrar los ojos. Durante el día, mucho ruido, muchos sonidos, sonidos mezclados de gente, charlas, conversaciones, gritos, bombardeos, explosiones, drones, aviones de la fuerza aérea cortando el cielo en pedazos. Todo mezclado, así que no puedo concentrarme en ningún sonido.
En la oscuridad, en el supuesto silencio total, y mientras me acostaba con los ojos cerrados, empecé a concentrarme en los sonidos que me rodeaban, el ruido de una lámina de plástico que cubría la ventana que ha perdido su cristal, moviéndose con la brisa nocturna; la respiración y los suspiros de mi madre al lado; los latidos de mi corazón; el chirrido de las cucarachas del campo; el sonido de un pájaro que vuelve tarde a su nido, o que sale volando de él debido a una explosión; el llanto de un bebé en la casa de un vecino cercano y su madre acunándolo; el susurro de las ramas de los árboles, moviéndose ligeramente; el ulular de un búho que viene de lejos; perros callejeros que se vuelven locos y ladran cuando explotan las bombas; bufidos de algunos gatos peleando.
Todos esos sonidos significan vida, significan esperanza, significan que el mañana llegará a pesar de todo.
Otros ruidos se acercan, por encima de los demás, haciendo que todos los sonidos se desvanezcan, ocupando el aire y la atmósfera, invadiendo el silencio para decir que llega la muerte. El ruido del dron militar, el único sonido similar es el de la máquina de afeitar eléctrica multiplicado por cien, llena el espacio con su molesto ruido que nadie puede ignorar ni por un momento. Todo ser vivo está obligado a oírlo, en todo momento. Humanos, animales, pájaros, árboles e incluso las piedras podrían resquebrajarse de la locura que provoca el ruido. Sólo me recuerda una cosa: la lenta matanza por tortura en la Edad Media.
El paso de los aviones militares, F15, F16, F32, F no sé qué (…), cortando el cielo, como un cuchillo atraviesa un trozo de mantequilla, llevando la muerte allá donde van.
El ruido del bombardeo de la artillería, boom. Cada proyectil emite tres sonidos, el eco del ruido se repite: boom, boom, boom, empieza enorme y resuena tres veces.
El sonido de los cohetes impacta, muy fuerte, muy agudo. Si lo oyes, es que estás vivo. Es tan rápido que si te alcanza, no lo oirás. Cualquiera en Gaza que oiga el cohete, sabe inmediatamente que ha alcanzado a otras personas, dejando muerte y destrucción tras de sí. Todos lo sabemos por experiencia; lo aprendimos por las malas en varias guerras contra Gaza.
Sentado en la oscuridad, intentando ignorar los fuertes sonidos de la muerte y concentrarse en los pequeños sonidos de la vida. No es fácil, pero esta es mi manera de pasar la noche, con la esperanza de superar el insomnio durante unas horas.
- Me hago una pregunta
Me hago una pregunta que nace de la aseveración de Theodore Adorno cuando afirmaba que no se podía escribir poesía después de Auschwitz. Si la poesía era el pináculo de la civilización, Auschwitz paradójicamente también, no su opuesto: su racionalidad técnica no fue antídoto contra la barbarie sino su materialización más descarnada. La ciencia, el cálculo, la técnica, al servicio de la aniquilación definitiva. El gran silencio. Sin embargo, yo contestaría imaginaria e ingenuamente con la respuesta que Edmond Jabè le dio en el Libro de la Hospitalidad: “Es necesario escribir”, decía, “a partir de esa fractura, de esta herida constantemente reavivada”. Creo profundamente en que hay sólo dos temas sobre los que vale la pena escribir: el amor, es uno, y la muerte el otro, sobre todo aquella que habita el abismo. Las imágenes de Gaza son también una forma de esa fractura. La racionalidad técnica, el odio hecho ciencia, a la vez que argumento bíblico, al servicio del exterminio.
Entre Gaza y Ucrania
(East London Mosque, un viernes del 2023)
Comienzo a escribir este texto justo en el momento en el que la Franja de Gaza es objeto de masivos e indiscriminados ataques aéreos del ejército israelí como represalia a los cientos de misiles lanzados el 7 de octubre por Hamas, y que cobraron cientos de víctimas. Una operación sorprendente para que haya pasado desapercibida por las agencias de inteligencia. Con la “venganza colectiva” de Israel, han muerto más de 15.000 personas, la mayoría niños y mujeres, enterradas en escombros. Hemos visto, cuando hemos querido salir de la burbuja, un compendio a gran escala de Crímenes de Guerra. Las imágenes apocalípticas de una población sitiada. Justo hoy hay un “cese al fuego” temporal para permitir el intercambio de “prisioneros.” Estamos ante un proceso de expulsión y exterminio de gran magnitud, realizado con la aquiescencia de las potencias occidentales y sus medios de comunicación internacionales que administran la narrativa de una “guerra” que minimiza el tamaño de la devastación y omite las complejidades históricas, que en todo caso son parte del problema: la ocupación israelí, la militarización de la vida cotidiana de los palestinos, el Nakba o Catástrofe, el Estado de Israel como legado colonial, la proliferación de extremismos, las reservas de gas en la costa de Gaza, entre otros.
Los medios internacionales han perdido cualquier credibilidad y finalmente han realizado su mutación definitiva a convertirse en armas de desinformación masiva y operarios descarnados del poder global. Londres, desde donde escribo estas palabras, es un contador Geiger muy fino de las tensiones internacionales. Está metido en todas partes. En todo caso, la ciudad fue la capital del Imperio Británico, y luego de haber cedido esa hegemonía a Estados Unidos, el país ha jugado, a cualquier precio, en la geopolítica global para asegurar su privilegiado lugar en el mundo, en parte, el ser un lugar sensible a los cambios globales. Prueba de ello, es su vitalidad. Mientras un día cualquiera presenciamos un rally o manifestación de inmigrantes de Bangladesh en Trafalgar Square, esa misma tarde tenemos un plantón de animalistas mostrando videos de vacas “asesinadas” en la industria cárnica mundial en Picadilly. Al medio día, frente al ministerio de Justica un piquete en favor de Julian Assange contrapuntea con los ríos de turistas que deambulan por las calles de Central London.
De hecho, hace poco, me pasó algo similar: en la mañana hubo un simposio sobre reincorporación de soldados ucranianos de la guerra con Rusia al que fui invitado, y en la tarde masas de personas y banderas palestinas moviéndose por la emblemática Strand Street. En el mes de Octubre hubo al menos tres grandes manifestaciones, llegando al millón de personas en una de ellas. Esa mañana había sido extraña: para comenzar, un encuentro que juntaba académicos y miembros de Organizaciones No Gubernamentales hablando de la “reincorporación” de militares o “veteranos,” como se dice en Estados Unidos, a la vida civil en Ucrania. Un ambiente enrarecido, de gente que no se conocía y en algunos casos ni sabían cómo habían llegado a ser invitados. Un tremendo acto de irresponsabilidad, que investigadores a veces hacen por incluirlo en su hoja de vida: aparecer como invitado especial a un evento donde no se sabe porque se fue invitado.
Varias mujeres ucranianas, particularmente Olena y Yulia, representantes de la Ukranian Veteran Foundation estuvieron presentes y hablaron. Repetían mucho lo que los grandes periódicos europeos decían en un cerrado control narrativo: estamos cerca a la victoria, los rusos están exhaustos: de nuevo, es la guerra de la civilización contra la barbarie. La censura en este tema en Europa y en U.S.A es casi total, y con el tiempo se ha incrementado de manera radical. Ucrania es una gran carnicería, en todo caso, a pesar del apoyo multimillonario de la OTAN, y de las filas de soldados convertidos a la ciudadanía ucraniana para que no fueran contados como mercenarios (sino como “asesores”), incluyendo varios colombianos que patéticamente se veía en un video llorando en las trincheras y que se fueron al destajo: creo no sabían qué era una guerra de verdad. En realidad, es una guerra entre Rusia y la OTAN, si acaso hubo alguna duda, que ha demostrado que es un tigre de papel que bombardea países que no pueden defenderse. Una entidad que debió desaparecer después de la guerra fría. El presidente de Ucrania echaba a sus soldados, los propios y los prestados, al frente de batalla como a una olla de cocina. Meat grinder [moledor de carne] le llamaba el exinspector de armas atómicas de Naciones Unidas y analista militar Scott Ritter. Las cifras son aún aterradoras, tanto como la sumisión y dependencia de algunos países europeos a los intereses norteamericanos. A la “versión” del opositor (que opone la democracia, a la civilización, al orden histórico establecido) se le llama “propaganda”, cuestión que instaura una forma de monologismo y una “fabricación” del sentido común. Tengo la impresión que Europa como conjunto de estados naciones independientes, está a punto de desaparecer.
A media mañana, para dar testimonio de los embates del soldado real y de este sentido común, apareció un joven de origen británico, algo tímido y obeso. De nuevo, el fetiche del testimonio como certificador del daño, de la experiencia directa, con el objeto de construir una política sobre reincorporación que fuera, como dice la moda académica, “participativa” y producto de la intervención de “expertos” internacionales. No me considero especialista en el asunto, aunque por razones familiares o de trabajo haya tenido mucho que ver con el tema.
La de Aiden Aslin fue sin duda la más fascinante de las intervenciones, no tanto por lo que dijo sino por lo que no dijo. Un ciudadano británico que no tuvo problema en contar a vuelo de pájaro su participación en Siria (con los Kurdos) y en Ucrania, para luego ser capturado por los rusos cuando era un “marino ucraniano” en Mariupol. Fue liberado posteriormente en un intercambio de prisioneros de guerra en el 2022, cuando contaba con 27 años. Cuando le pregunté, en una conversación que tuvimos, por el “capítulo sirio”, me confesó que lo había hecho por “principios”: “alguien tenía que enfrentar a los malos”. No le entendí. Los ruso-parlantes de las repúblicas separatistas lo acusaron de “mercenario”, y aunque él insistía que no lo había sido, uno sí termina por preguntarse por ese itinerario, por el frente de guerra como lugar de excepción donde algunas categorías son fluidas a propósito, un lugar de anomia jurídica. Ucrania se presentaba también como un remanente de la “civilización” en la “inhóspita” y “dictatorial” Rusia, como diría el vergonzoso jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell cuando en el 2022 comparaba a Europa con un jardín y al resto como puro monte, por decirlo coloquialmente.
Como decía, al salir del encuentro la movilización de Palestina ya era evidente. Las redes sociales independientes mostraban gente agolpándose en las calles de Berlín o de París y los gobiernos a cual más cerrándose sobre sí mismos. No tardó París, que venía de ser expulsado su embajador de Niger, en prohibir las manifestaciones y banderas pro-palestinas. Reminiscente del debate sobre el uso de abayas en los colegios públicos en Francia. Para colmo de males, ese día me encontraba terminando el penetrante libro de Elisabeth Roudinesco, The Sovereign Self, una elaborada crítica de la incepción de los mantras “decoloniales” y de las “políticas identitarias” en Francia. Paréntesis: hasta hace poco, hasta los servicios de inteligencia occidentales en Afganistán tenían un enfoque “decolonial”. Cierre paréntesis.
Las tensiones entre comunitarismos y universalismos republicanos se veían encarnadas en las calles, ahora como parte de las reacciones a lo que acontecía en Oriente Medio. En Londres no habría prohibición aún, pero las historias de estudiantes expulsados de las Universidades y las acusaciones de terroristas presagiaban cosas. El apoyo a la Franja de Gaza, a la causa palestina, era leído como un apoyo a Hamas, considerado un grupo terrorista. Llegó incluso al retiro de presentadores musulmanes de la televisión. La órbita europea se cerraba, y lo “ruso” se cancelaba, sin más, como creando un hueco negro histórico. Se prohibía hablar ruso, se desconocía el legado de la segunda guerra mundial y la victoria contra el nazismo y los 20+ millones de soviéticos muertos, se tumbaban monumentos, se prohibía Dostoievski, en fin un verdadero negacionismo, que algunos llamaban rusofobia, a escala europea.
Ahora “lo palestino”, y todas las distinciones del derecho internacional entre combatientes y población civil eran debidamente ocluidas. Incluso, la obliteración de esa frontera, como lo pueden mostrar muchas afirmaciones de funcionarios israelíes, justificaba la voladura de hospitales o colegios, convoyes humanitarios, el asesinato de periodistas y otros crímenes de guerra en función del argumento de la “legítima autodefensa” del estado-nación. Las bombas de fósforo no hacían los encabezados de los periódicos, y como las guerras de Irak por televisión, los periodistas y medios “em-bebidos” (en todas las posibles evocaciones de esta palabra) acomodaban el relato. Los países de la Liga Árabe amenazaban vacuamente con cerrar el grifo del gas a nivel mundial, mientras Kiev desaparecía entre las cenizas de una OTAN aparentemente desinteresada de su guerra proxi. Por otro lado, los Torah Jews o judíos jasídicos en Nueva York arremetían en sus multitudinarios encuentros contra el sionismo a la vez que algunos canales mostraban videos de ellos al ser golpeados por los soldados en Jerusalén por rechazar el despropósito de la llamada “ofensiva contra Hamas”. “El sionismo no nos representa a los judíos”, decían.
Me cuesta mucho trabajo conciliar, lo digo sinceramente, la fascinación que tuve por las tradiciones rabínicas que leí en Edmond Jabè, George Steiner o Gershom Sholem, incluso por el Holocausto como evento cataclísmico al que dediqué la fascinación de años de doctorado en la New School for Social Research (the University-in-exile), con lo que sucedía en La Franja de Gaza. Visité con abnegación muchos memoriales del holocausto, caminé por los campos con mi familia muchas veces, y me adentré en el estudio del periodo de Weimar en el Centro de Documentación Nazi. Tenía interés en la industrialización de la muerte. Pero sobre ese exceso de significado, yacía también un vacío.
¿Qué sentido tiene enseñar o hablar después o durante estos eventos, después del bombardeo del Hospital de Al-Shifa que dejó decenas de niños muertos en incubadoras, con la excusa de que ahí había un “centro de comando y control” de Hamas?. Era distinto a Ucrania, cuyo ejército había sido financiado por casi una década por “occidente” con la intención de debilitar y hasta desmembrar Rusia. Más de treinta países pusieron armas y recursos en esa guerra, para contrarrestar la “operación espacial” rusa. Al final hubo una debacle militar para los más de 500 mil soldados ucranianos. Palestina era otra cosa: niños, mujeres y ancianos eran la inmensa mayoría de los muertos. Por supuesto que era aterrador, por decir lo menos, cuando rabinos sionistas y funcionarios del Estado salían en televisión a exponer la fundamentación bíblica o religiosa del genocidio, el desprecio abierto por los otros y la completa deshumanización del pueblo palestino. Obviamente, recordé ese texto de Primo Levi, Eso no es un Hombre, y me sorprendí ante la paradoja.
Por supuesto, como pasó con el periodo posterior a los ataques a las torres gemelas, al ver uno las conferencias, los fondos de investigación y la manera como se encausaba la academia internacional, todas se situaban en torno al relato central más hegemónico. En Estados Unidos, por ejemplo, los “estudios de área” en oriente medio tuvieron un empuje significativo en torno al estudio del “islamismo” o el “political islam”. Muchas fueron la becas y nuevos puestos que se abrieron para estudiar a los musulmanes y el terrorismo, como tratando de buscar en la cultura y la “islamidad” la explicación de ese evento que llamamos “la caída de las torres gemelas”. En inglés se habla del “ataque”, cuestión que justificó invasiones y cientos de miles de muertos y heridos en Iraq y Afganistán. La llamada academia se hizo sirviente de la política en el sentido más literal de la palabra. Cuando eso sucedía, yo era investigador de la Universidad norteamericana de la llamada Ivy League. Con Ucrania ha pasado algo similar. Las conferencias y papers que se leían en diversos temas, siempre borraban la responsabilidad de la OTAN y trivializaban el punto de vista ruso. El evento con los veteranos de guerra me recordó esta geopolítica de la investigación social.
Volviendo a Palestina. Esa tarde de octubre en las calles, entre tantas, había mucha gente, y aunque era un momento dramático, había cierto espíritu de convulsión, indignación y hip hop. Con el tiempo, desaparecerían los raperos y la indignación se asentaría, sobre todo de cara a la aparente perplejidad e inacción de gobiernos musulmanes y árabes. En medio de imágenes desgarradoras que comenzaban a llegar y censuras de todos los tipos, el mundo parecía aprestarse para el cataclismo definitivo. Siempre me ha impresionado cómo la potencias europeas y Estados Unidos pueden operar con ejércitos que son a la vez enemigos y aliados en sus sagas globales. Los enemigos de un lugar podrían ser aliados en otro, a veces con el paso del tiempo, a veces casi que en el presente inmediato. Es la historia de los Muyahidines en Afganistán e incluso ISIS. Que un ciudadano británico combata a ISIS en Kurdistán, la misma “agrupación” que peleaba contra Bashar Al-Asad en Siria, aliado de Rusia, no es una curiosidad geopolítica, es una estrategia.
Al final de todo esto, la sensación era más bien simple aunque confusa: el “orden del mundo” que llamamos “orden internacional” se derrumbaba, de a pocos. El neocolonialismo (concentrado en el término “globalización”) había generado fisuras nacionales donde los capitalismos nacionalistas (encarnados en la figura de Donald Trump) se comenzaban a reposicionar. Al final, parecen más bien dos monedas de la misma cara del capital en competencia. Hasta los mal llamados “libertarios” encontraron una trocha. Quizás lo más patético de todo esto es cómo la llamada “izquierda” en Europa se hace operaria sumisa del otan-ismo y la globalización de bases militares. Un acto de auto-evaporación sin precedentes. Por otro lado, las mayores críticas a esta empresa provienen de los conservadores, republicanos, o nacionalistas que llaman “izquierda radical” a los representantes de la globalización y la razón neoliberal, como el presentador T. Carlson. Capitalistas acérrimos en lo económico y proteccionistas de la familia y la tradición.
Y cuando decimos Nunca Más, exactamente ¿nunca más qué?
(Bogotá, 2024)
Pregunté a los asistentes un día cualquiera durante una conferencia en una universidad local, qué opinaban y qué habían visto de las imágenes de Gaza: montañas de cadáveres, pensé. La presentación era sobre las relaciones entre “violencia” y “civilización”, una posta que heredé simbólicamente de Zygmunt Bauman hace años y que aún llevo conmigo. Varios de los estudiantes no tenían idea de lo que estaba pasando, me lo dijeron honestamente. Se los agradecí. Otros decían que había una guerra contra “fundamentalistas islámicos” y confundían árabes con musulmanes. A la mayoría le era, francamente, indiferente. Quizás repetían los vacíos y silencios que se decían en las llamadas noticias, o en las aulas de clase: nada más parroquial que los internacionalistas nacionales. Colombia no es un país de geopolíticas, si mucho la mirada le llega a Venezuela.
Del sombrero del mago saqué entonces muchas imágenes para hablar del tema: el Congo belga, las marcas de la esclavitud durante la construcción del tren de Kinshasa, el genocidio de los Herero, la guerra de liberación de Namibia, el Apartheid y los cuerpos del enemigo “negro” mostrados como trofeos, las marcas de los sobrevivientes en Ruanda, Abu Ghraib, la “cárcel” de Guantánamo, Vietnam y sus cuatro millones de civiles muertos, y la larga historia de espacios concentracionarios en Occidente como formas de control y exterminio: las filipinas, la rebelión de los Mau Mau, el sistema de Reservas en Estados Unidos, las hipócritas escuelas residenciales en Canadá y Australia. La lista es “interminable”, como ya lo había dicho en The Courage of Despair (El Coraje de las Desesperanza, 2007), un opúsculo que escribí a raíz de otro retorno. Durante casi treinta años, me he dedicado a entender el terror como una experiencia que trasgrede la cotidianidad (incluso normalizándose), sobre la que las sociedades construyen un sentido de continuidad y discontinuidad. Que haya terminado escribiendo sobre el aparato transicional, fue una coyuntura histórica, un azar determinado. La justicia transicional tiene facilidad para poner el ojo sobre los “bárbaros”, sobre los nativos. No logra verse a sí misma y sus genealogías.
Más allá de desmontar el mito de la “civilización” como antídoto contra la “barbarie” (sobre las que se erigen nuestras instituciones académicas), siempre me inquietaron tres vértices de análisis que, pensaba ingenuamente, hacían parte de una mirada más bien “retrospectiva” sobre las violencias coloniales: la violencia como “inscripción” del poder y como negación de la “projimidad del otro”. Como lo sugería en el Tomo Testimonial del Informe de la Comisión de la Verdad (2022), la violencia se inscribe sobre los cuerpos, literales y simbólicos, como la “nación”, marcándolos. Se inscribe sobre los espacios, haciendo los lugares ilegibles; se inscribe sobre los tiempos de lo humano y lo no humano, y sobre el lenguaje, convirtiéndolo en un arma de guerra. Tiempo, espacio, lenguaje y cuerpo son mutuamente constituyentes en tanto fenómenos sociales. Cuando uno comienza a leer la violencia como este conjunto interconectado de relaciones, más que como una serie de dolores que se infligen a seres humanos concretos (y que codificamos jurídicamente), emerge la idea de las violencias de larga temporalidad entretejidas con esas capas de dolor. Por más que intentemos recluirlas en un tiempo y en un grupo de actos atroces que debemos documentar, sus derivas nos vienen desde muy atrás en el tiempo histórico.
Cuando veo las imágenes de Gaza veo una doble temporalidad y un silencio. Cuando digo “después de Gaza”, me pregunto ¿qué es exactamente el “después”?, porque de hecho continúa, y porque sabemos que es un final diferido en el tiempo, un significado que está en el presente inmediato porque ya se ha vivido en otros lugares. Al mismo tiempo, es un “presente” cuyo sentido y sinsentido nos viene del pasado, es la Sodoma y Gomorra que nos convierte en estatua de sal, o en la mirada peculiar del Ángel de la Historia. Por supuesto, lo que pasa en Gaza, un “capítulo” más de las relaciones entre “violencia” y “civilización” (y sus huesos escondidos en el closet), ha llevado el concepto de “nunca jamás” a su irrelevancia más genuina y pura. El llamado sistema internacional ha adquirido forma de caricatura. Hace de los otros “nunca jamás” ideaciones curiosas. Gaza es el pasado que nunca pasa, otra violencia de larga temporalidad. ¡No debería ser la civilización traída a juicio?
Al contrario, en un juego espectral —hecho de impunidad, exterminios, silencios instalados, negaciones radicales— el poder inscriptor (por ponerle un nombre a esa pluralidad de intereses) nos quiere convencer de la fantasmalidad de Gaza: aunque está ante nuestros ojos, “no está”; aunque oigamos sus sonidos es inaudible, porque no existen. Nos quieren convencer de que eso no es un bebe. Después de todo, si hay un antes y un “después” de este régimen de lo inaudible, de la masificación de este juego de sombras en medio de un salón de espejos en el que no nos damos cuenta de que no nos damos cuenta. Enseñar en este escenario, amplificado por la virtualización de la pedagogía (la conversión del momento pedagógico en una parcialidad técnica, algo que es virtualmente esto o lo otro), es una ficción que instaura la incertidumbre. Y me pregunto de nuevo: Y cuando decimos Nunca Más, exactamente ¿nunca más qué?
[1] Escrito durante una estancia como Global Visiting Fellow al King’s College London, (2023) para el libro La Palabra Nómada: Violencia y Las Pedagogías de los Irreparable, en preparación.
[2] Mensajes desde Gaza, Publicado inicialmente en Noviembre 11, 2023. https://aztheatre.org.uk/another-day-messages-from-gaza-now/mensajes-de-gaza-ora-en-espanol/