La interconexión entre pobreza estructural, inequidad y la falta de políticas adecuadas agrava los efectos del cambio climático en comunidades campesinas, afros e indígenas. Se prevé que la pobreza extrema en América Latina y el Caribe aumente hasta un 300% para 2030, afectando desproporcionadamente a las poblaciones vulnerables. En Colombia, siete de cada diez adultos indígenas dependen de la agricultura.
Por: Ingrid Morris
Según investigaciones del Climate Change Group & Global Facility for Disaster Reduction and Recovery, tomadas por el Banco Mundial para el 2020, el cambio climático derivará en un aumento de hasta un 300% en la pobreza extrema de América Latina y el Caribe (ALC) para el año 2030. Una situación innegable que afecta en especial a los más pobres, siendo las poblaciones que sufren en demasía y en muchos casos tienen que huir de incendios, avalanchas, movimientos telúricos, entre otros. Los gobiernos que luchan por acortar las brechas de desigualdad social, están también contribuyendo en la prevención de desastres con peores impactos.
Una particularidad de esta tragedia es que la población rural y comunidades indígenas son quienes han sido condenados desde principios de la configuración de los estado nación a vivir en condiciones de pobreza estructural, por ello, como lo he venido advirtiendo en algunos espacios y escritos, producto de conocer organizaciones en el marco del paro agrario de 2013 y el trabajo con acueductos comunitarios de campesinos aislados del corredor de páramos de Chingaza; así mismo lo corrobora el Banco Mundial “siete de cada diez adultos indigenas en ALC, trabajan en la agricultura”.
Ahora bien, la crisis ambiental se agudiza por la inequidad social; factores como la falta de planeación, condiciones inseguras, insalubridad, desigualdad y pobreza, son el escenario propicio para el desastre y globalmente aumentan las brechas de desigualdad; así lo expone la especialista Alcántara Ayala. Asimismo, organismos internacionales, ONG`S, diferentes científicos y analistas sociales enfatizan en que las condiciones de vulnerabilidad social son precondición para los impactos frente a determinadas amenazas que se enfrentan con el cambio climático (Kasperson, Chávez, Lampis, explica Gran Castro); no se encuentran acciones de cuidado frente a los más vulnerables, por eso se habla de la importancia de enfocar la acción climática hacia la reducción de la vulnerabilidad y no solo enfocar los esfuerzos a la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero; en otras palabras, los dos aspectos necesitan acciones efectivas.
En lo que vamos del 2024 ahora en septiembre, enfrentamos incendios en Huila, Tolima, Cauca, Valle del Cauca y Nariño, sin contar los puntos de calor de la Amazonía colombiana que incluyen varios otros departamentos del sur. Un desastre natural que enfrenta tanto la flora como la fauna, y lentamente nos afecta a todos, no es más que una consecuencia de la falta de vigilancia y control a la potrerización, explotación y monocultivos, así como falta de políticas en décadas y décadas donde la prevención y mitigación al cambio climático, no eran prioridad para garantizar el bienestar de poblaciones rurales.
Tan solo en los primeros meses del mismo año el Ministerio del Medio Ambiente de Colombia declaró 583 municipios en alerta roja por incendios; en enero del mismo año 883 municipios estuvieron en alerta general por el aumento de la temperatura, según el IDEAM, y por diferentes emergencias producto del fenómeno del niño en el contexto del cambio climático.
En el arco noroccidental de la Amazonía se concentran la mayoría de puntos de calor, donde se encuentran los departamentos de Caquetá, Guaviare y Meta, lugar que justamente al ser monitoreado, reporta un aumento increíble en los focos de calor de enero de 2023 a enero de 2024, pues si el año pasado fueron 741 incendios, este año, tan solo a principios se registraron 2260, es decir, un aumento del 205%. Ello sin sumar los 50 mil focos de incendios reportados para toda la Amazonía ahora a mediados de 2024, según WWF.
Así como cada vez hay más estudios de los ecosistemas que se pierden en estas catástrofes, los gobiernos deben ser más contundentes en preguntarse qué comunidades son las más afectadas, se necesitan estudios socio demográficos para identificar las víctimas humanas, como en el caso de los indígenas Yanomamis, a quienes se les quemaron las cosechas con las que vivirían ocho meses, con los incendios de comienzos de 2024, en la selva amazónica brasileña.
Para nadie es un secreto que la deforestación producto de los incendios es una oportunidad para el avance del acaparamiento de tierras, ganadería y monocultivos en general, como ha sucedido en los departamentos del Meta, Caquetá y Vichada como lo plantea la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS); igualmente de plantas que usan mayor cantidad de agua cambiando el bosque nativo por palma africana o aguacate. Esto no solo propicia el incendio, sus cenizas son escenario favorable para quienes solo ven en la naturaleza un negocio.
Una importante conclusión es que, las malas prácticas de empresas, megaproyectos y la sociedad de producción en general, lideradas por empresarios que concentran riquezas y poder, además de usufructuar y generar grandes impactos que contribuyen al deterioro ambiental, no son quienes sufren de primera mano las consecuencias ambientales de donde explotan, mientras que, las poblaciones locales, en muchos casos sin una renta económica, son impactados por el desarrollo de estos proyectos y la planeación de sus territorios sin consulta; este fenómeno es lo que muchos autores como Edgar Isch L (2010) o Eduardo Gudynas (2021) en el hemisferio sur, entre otros, han denominado desde una perspectiva teórica, en términos muy generales para este caso, como justicia ambiental, justicia climática o en los casos específicos del agua, justicia hídrica.
¿Quiénes están detrás de las cifras de hectáreas y pérdidas materiales? De allí viene la poca justicia e inequidad ambiental, pues tanto supuesto desarrollo para el progreso humano, para cada vez más reconocer que los pueblos originarios son quienes han permitido tener prácticas equilibradas con el medio ambiente. La academia, los organismos internacionales y las ONG coinciden en que los pueblos indígenas son quienes mejor guardianan la misma, y paradójicamente son ellos los más afectados en cada fenómeno de incendio, inundación o derrumbe a causa del deterioro de la capa de ozono y el equilibrio ambiental, los ven pasar cables de alta tensión entre las montañas para exportar energía sin gozar de la misma, que no tienen agua potable, pero viven al lado de los ríos más caudalosos a los que no pueden acceder porque empresas privadas restringen el paso, los que deben desplazarse a causa del hambre porque sus cosechas se queman en las oleadas de incendios que producen los monocultivos y a vivir en el desierto para cooptar su agua.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en un informe especializado denomina a estas víctimas como refugiados ambientales, las oleadas de muertes por calor o frío que experimentamos en las últimas décadas poblaciones humanas y animales; las migraciones forzadas por fenómenos climáticos han sido un suceso casi cíclico o que se ha vuelto permanente. Este informe recalca, que existen países que, aunque tengan los recursos naturales para abastecerse y crear ambientes seguros, son denominados “países con escasez de agua por razones económicas”, donde es muy poca la disposición de este recurso potable por la pobreza y la falta de inversión en saneamiento, países andinos como Ecuador, Perú y Bolivia, y otros como Nicaragua, Honduras y El Salvador en Centroamérica donde las víctimas se agudizan. Coincidencialmente muchos de los países que sirven de enclave para los agronegocios o explotaciones mineras de los denominados “países ricos”.
Para finalizar, es claro que desde el ordenamiento territorial local hasta el global la “crisis climática y aumento de la desigualdad no son dos fenómenos aislados entre sí”, ni la humanidad se enfrenta a dos desafíos distintos, y se deben tener en cuenta a la hora de generar soluciones, como lo señaló este año OXFAM Intermon en su informe: “Igualdad climática: Un planeta para el 99%”. Este reporte producto de análisis e investigaciones a partir de datos demuestran que ambas crisis (climática y de desigualdad) están indisolublemente unidas, y se retroalimentan:
- En 2019, el 1 % más rico de la población mundial generó el 16 % de las emisiones de carbono a nivel global, tanto como el 66 % más pobre (5.000 millones de personas).
- Desde la década de 1990, el 1 % más rico consumió el doble de presupuesto de carbono que la mitad más pobre de la población mundial.
- Las emisiones anuales a nivel global del 1 % más rico de la población mundial anulan el ahorro de emisiones de carbono generado por casi un millón de turbinas eólicas.
- Las emisiones generadas por el 1 % más rico de la población mundial en 2019 son tantas como para provocar 1,3 millones de muertes por calor
Datos que se deben tener en cuenta a la hora de seguir las tradicionales campañas de prevención de sequías, de cuidado y ahorro del agua donde se hace sentir culpable al ciudadano común sin crear conciencia de quienes a costa de sus negocios han deteriorado la naturaleza. Si realmente nos está importando el impacto de los incendios en la naturaleza colombiana, debemos exigir protocolos, regulaciones, sanciones, límites a las empresas que ponen en riesgo el ambiente, es también cambiando la dinámica empresa-sociedad-estado que se hacen cambios estructurales y se preserva una equidad en el acceso a la naturaleza. La regulación también debe llegar personas naturales que hacen un consumo nocivo pues, como lo señala Oxfam, es evidente como a más gasto económico más daño ambiental.