LGBTIQ+

RAYUELA

Una de las activistas queer más importantes de Colombia defiende en esta entrevista con RAYA la importancia de entender cuán diversa es la comunidad LGBTIQ+, los desafíos que permanecen y cómo fue el proceso detrás de la creación de aquella sigla pensada como un amplio paraguas identitario.

Por Santiago Erazo y Ángela Martin Laiton

Hace 26 años, Elizabeth Castillo decidió convertirse en una defensora de los derechos de las personas gais, lesbianas, bisexuales o trans, y en general de quienes buscan habitar su cuerpo en medio de señalamientos y juicios ponzoñosos por su orientación sexual.

Castillo es madre, lesbiana y católica, y esos tres ejes vitales que atraviesan su historia también visibilizan la necesidad de entender cuán porosas son las vidas de quienes pertenecen a la comunidad LGBTIQ+.

RAYA conversó con Castillo, autora de varios libros académicos y de divulgación, como No somos etcétera (Ediciones B, 2018), sobre lo que ha implicado luchar durante décadas por normalizar a una población que goza del don de la ubicuidad y que gana cada vez más legitimidad en todas las esferas de la sociedad colombiana, en medio de una homofobia que sigue imperando.

El pasado 28 de junio, la Secretaría Distrital de Integración Social relanzó la Casa LGBTIQ+ Sebastián Romero en Teusaquillo. El título de su libro No somos etcétera es un homenaje a las palabras de Romero, quien fue un activista importante que falleció hace unos años. En su momento, Sebastián dijo: “No somos etcétera” como una forma de protestar dentro de una discusión del Polo Democrático frente a un pronunciamiento homofóbico. ¿Qué le diría hoy a Sebastián sobre esa frase?

Le diría: lo logramos, Sebas, lo logramos.

¿Y qué lograron?

Logramos tener un centro comunitario. Logramos tener una política pública nacional LGBTIQ+. Logramos el derecho al matrimonio y el derecho a la adopción. Logramos un montón de cosas en el cambio de imaginarios, en el cambio de los discursos, en el cambio de cómo se van evidenciando a sí mismos los contradictores y antiderechos. Sí, yo le diría a Sebas: lo logramos, chino, fresco; todo bien, que se hizo la tarea.

Brigitte Baptiste abre el prólogo de No somos etcétera con una frase contundente: “No todas somos fragmentos de historias”. Ella se refiere a la identidad y la lucha por la identidad. ¿De qué hablamos cuando hablamos de identidad?

Hablamos fundamentalmente del derecho a poder ser como se quiere ser, sin restricciones, limitaciones u obstáculos para disfrutar de sus derechos. Porque no hay una identidad única, y porque no hay una identidad hegemónica; hay una identidad para cada quien.

Frente a la lucha por ser lo que se desee ser, uno de los casos más emblemáticos en los últimos años ha sido el de Sergio Urrego. ¿Cómo hacerle ver al sector más conservador de la sociedad la necesidad del derecho a la construcción de la identidad?

Yo creo que aquí el fondo del debate no es el derecho a la construcción de la identidad, sino el derecho a la felicidad y el derecho a vivir tranquilo. En eso nuestra sociedad le falló esencialmente a Sergio, porque todo lo que pudo salir mal en ese caso salió mal; todo el que podía meter la pata la metió. Esto fue una cosa de no creer.

Para mí, el tema de no ser una identidad hegemónica implica que no nos reconozcan como un bloque. Como un cardumen que se va detrás de unos líderes. De lo que se trata es de que cada quien puede ser y que el hecho de que sea como quiera no le limite sus derechos, ni le impida disfrutar plenamente de su felicidad. Lo digo porque el discurso de los derechos tiene un sentido hasta un punto, pero en este momento los derechos ya los tenemos, por lo menos en el papel. La pelea tiene que ser por otras cosas más profundas, por el disfrute de la vida, por la felicidad, por poder desarrollarse plenamente, independientemente de lo que sientas o por quién lo sientas.

El dilema entonces vendría a ser cómo ponernos de acuerdo entre tanta diversidad y entre tantas formas de ver y de habitar el mundo.

Eso es algo que incluso a mucha gente que es homosexual le cuesta trabajo entender, y es el hecho de que no somos un bloque uniforme. Nosotros no somos un culto, ni una iglesia, ni un partido. Somos un grupo social que está en todas las estructuras de esta sociedad, en todos los estratos, en todas las regiones, en todas las etnias, en todas las razas: estamos en todas partes, pero no somos una cosa compacta y única. La gran riqueza que tenemos es la diversidad en nuestro discurso sobre el cual montamos toda nuestra reivindicación de derechos; de ahí parte el respeto a la diferencia. No hay una sola manera de ser trans, ni hay una sola manera de decir lesbiana; cada quien desarrolla su identidad y la construye a partir de su experiencia de vida, de sus intereses, de sus propias capacidades.

Incluso, aunque esa diversidad enriquece, también dificulta los procesos. Porque también hay personas en la comunidad LGBTIQ+ que son machistas, incluso misóginas.

Lo que pasa es que nosotros, las personas lesbianas, bisexuales, gais y trans, somos producto de esta cultura, y como producto de esta cultura traemos todas esas taras culturales que incluyen el machismo, la misoginia, la subvaluación de lo femenino, el reproche al que se feminiza. A nosotros no nos trajeron de otro planeta; somos parte de esta cultura, y como somos parte de esta cultura, estamos permeados por eso. Y al ser homosexual uno no queda curado de esos mandatos culturales. Hay que reconstruirlo todo y volverse a armar y volverse a pensar.

¿Cómo fue el proceso de formulación del sector LGBTIQ+ durante el mandato de Andrés Pastrana? Porque eso fue tan nuevo que, como diría García Márquez, las cosas no tenían nombre y casi tocaba señalarlas con el dedo.

Claro, cuando empecé a trabajar como activista no teníamos nombre: eran solo los homosexuales, y luego las trans dijeron: “nosotras estamos aquí”. Fue necesaria toda una discusión para construir esas siglas en ese orden. Fueron dos años de discusiones nacionales en Bogotá, Barranquilla, Valle, en los llanos, etc. Lo LGBT no existía como concepto en el año 2002, eso nace a partir de la experiencia de Bogotá y de esa campaña que se quedó truncada, que tenía una etapa y una campaña de expectativa y una informativa en la administración de Lucho Garzón.

En todo caso, yo no empecé con esta lucha. Yo soy parte de una cadena. Yo soy un eslabón de una cadena de gente que ha trabajado en el tema. Creo que para cualquiera que se meta en esta lucha el primer campo de batalla que tiene que conquistar es el propio. Eso es lo más difícil. Tú logras conquistar el espacio propio, tú logras conciliar tu existencia y entender que no estás haciendo nada malo, que solo estás intentando amarte y respetarte y reconocerte como un sujeto de derechos, y lo demás viene por añadidura.

¿Cómo explicar la dificultad que aún persiste en las familias colombianas por entender a un chico o chica que se asume dentro de la comunidad LGBTIQ+?

Lo que he logrado entender viendo a las mamás en el ejercicio de la maternidad, tanto a las lesbianas como las heterosexuales, y desde mi propia experiencia también con mi madre, es que el miedo activa la sobreprotección. O sea, los papás tienen miedo de que el hijo se caiga del barco, entonces lo amarran. En estos temas los papás tienen mucho miedo de que sus hijos sufran, de que los maltraten, porque conocen lo que se ha dicho y la sociedad en la que viven, entonces se dan cuenta de este nivel de exposición tan alto que puede tener un hijo o una hija, y un papá responsable o una mamá responsable siempre quiere proteger a sus hijos. Por eso es tan importante contarles a nuestros papás que somos felices. Decirles que no hay nada raro, que uno quiere ser feliz. Lo que le diría a la gente que no tiene ni idea de estos temas y que teme que su hijo o hija le diga que es homosexual es que si hay un momento de su vida en el que su hijo lo ha necesitado es este. No le dé la espalda.

¿Cuáles serían los desafíos de aquí en adelante? ¿Cuáles son los muros que hay que romper?

El gran desafío de aquí en adelante es lograr el cambio cultural, seguir trabajando para que ese cambio cultural se concrete, y entender que no es una tarea solo de los homosexuales. Es decir, no solo somos los activistas quienes cambiamos esto, son nuestras familias. Son mis primos, mis tíos, mis papás; que todos ellos se involucren en esto y que empiecen a contribuir al cambio cultural. Esta labor ya es una cosa más amplia, ya tenemos que dejar esta idea de que los homosexuales somos enfermos, o somos criminales, o somos raros, o somos depravados, porque no somos nada de eso. Somos gente común y corriente que pertenece a unas familias, que está incrustada en una sociedad y que necesita ser reconocida, no como individuos distintos, simplemente tratados en igualdad de condiciones al resto.

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