Sol Trejos, muralista y artista feminista, usa el arte urbano como expresión política. Ha desafiado la exclusión de las mujeres en el muralismo y reivindica su lugar compartiendo saberes. Sus murales e ilustraciones confrontan la mirada masculina y transforman el espacio público. Entrevista con RAYA.
Por Santiago Erazo, Cultura Raya
Antes de volver iridiscentes las paredes y los muros de ciudades en España, Italia, Estados Unidos o Colombia, Sol Trejos pintaba con las sombras del maquillaje de su madre. Pasó sus primeros once años en los Estados Unidos, mientras su familia buscaba un espacio como migrantes en una tierra hostil y ajena. Su regreso a Colombia le develó las calles bogotanas: cuadras cerradas para armar partidos de fútbol con sus primos o los juegos en los que alguien timbraba en una casa vecina y los demás corrían a esconderse durante los pocos segundos que se tardaba el dueño en abrir la puerta. De jugar con las sombras y entre primos, Sol pasó a recorrer las calles de Nariño Sur, en Bogotá, junto a las crews de raperos que habitaban la ciudad pintándola o rapeando sobre beats en las aceras. Allí aprendió a pintar en las paredes, a armar esténciles, y con el tiempo, tras estudiar diseño en la Universidad Nacional y una maestría en la Universidad de los Andes, los murales y las ilustraciones de su proyecto LaSole se convirtieron en productos en lo o que había empezado a esbozar desde una curiosidad que enraizó a lo largo de casi veinte años de trabajo artístico y activismo político. A propósito del Día Internacional de la Mujer, RAYA habló con Sol Trejos sobre la impronta de las mujeres en la transformación del muralismo en Colombia, su relación con el arte político y las decisiones creativas detrás de una ilustración o un mural.
En los últimos años, la lucha de las mujeres por ganarse un espacio en el muralismo ha tenido un efecto evidente: artistas como Ledania, Soma Difusa o Elar han forjado un camino que se ha defendido entre muchas otras mujeres y que se ha ramificado y diversificado. En un contexto tan masculinizado como el del grafiti y el mural, ¿cómo ha defendido usted un derrotero para su propuesta y su mirada?
Ese espacio masculino en el que la mujer tenía un lugar secundario lo he vivido en varios momentos de mi vida. En el barrio, mis tareas cuando acompañaba a los grafiteros consistían en levantar las latas, lavar las brochas, mover aquí, mover allá, pero nunca ser protagonista de la creación de una pieza. Cuando estaba más chiquita no lo consideraba algo grave porque lo tenía supernaturalizado y no me daba cuenta. Pero también lo viví durante los años de la universidad. En las organizaciones a las que pertenecía era normal que las mujeres fueran las que escribieran las notas de las reuniones, mientras los chicos opinaban y organizaban los grandes eventos. Éramos relegadas a hacer las relatorías.
Pero precisamente por ese tiempo, entre 2005 y 2011, muchas nos empezamos a abrir a un montón de sus espacios feministas. El feminismo nos cambió la perspectiva de todo, nos ayudó a madurar nuestro pensamiento crítico. Con el tiempo entré a una batucada, La Tremenda Revoltosa, con la que sentí que realmente recorrí y conocí Bogotá durante las marchas. Allí también conocí a mis grandes maestras, como Ochy Curiel, pero sobre todo logré escalar mi voz y un mensaje. Eso precisamente es lo que también empezó a pasar con los murales que hacíamos por ese tiempo: eran piezas en gran formato en las que se escalaban imágenes e ideas. El mural se convirtió en una forma de definir mi postura ante muchas cosas: frente al antimilitarismo, frente a los feminismos, frente a todas las violencias que siguen existiendo. Todo eso mientras yo y otras chicas nos abríamos incomodando en un mundo que creo que todavía está diseñado para los chicos.
En medio de esa transformación, ¿de qué forma cree usted que ha cambiado la manera en que se ha representado a la mujer en el muralismo colombiano?
El primer gran salto ha sido salirnos del lugar común de la musa, que es como siempre se nos ha asignado. Durante muchos siglos las mujeres nos preguntábamos qué podemos hacer dentro del mundo del arte, y la respuesta que nos daban era que debíamos ser hermosas, ser inspiración, algo que molesta mucho si uno es creador, si uno es artista. En el arte, la representación tiene mucho que ver con cómo trasladar y cómo traducir en un medio artístico lo que vemos en el entorno bajo otras líneas, otros trazos. Y cuando la labor de la representación es asumida por mujeres o personas no binarias, salidas de la mirada única del hombre cisgénero, podemos empezar a notar esos matices que configuran nuestra nuestra especie. Entonces, empiezan a aparecer otros cuerpos, otras figuras, otras paletas de color.
Para el caso del mural, la transformación de esa representación es también la forma como las mujeres hemos disputado nuestro lugar en el espacio público; una disputa que no solo la tienen las mujeres, sino también las personas sordas, ciegas o con movilidad reducida. Todo eso al final vuelve muy refrescante el paisaje, y tiene unas repercusiones importantes en la identidad de un territorio.
Algo que también ha aportado todo este fenómeno es el hecho de compartir los saberes del arte urbano entre todas. Y aunque quizá pueda sonar lapidario, creo realmente que eso ha sido algo que hemos traído nosotras a la mesa. Pienso que antes había entre los hombres una forma muy cerrada de aproximarse a la creación urbana, como: “lo que yo sé es mío, mi saber es mi saber y no lo voy a compartir”. Estas nuevas generaciones, que están alimentadas por chicas, que están nutridas por su forma de hacer las cosas, se permiten mucho más compartir saberes. Entonces, entre nosotras nos decimos: “ven y hacemos un taller” o “ven que yo te enseño”. Hay un interés genuino por intercambiar, por enseñar.
Otra cosa hermosa de todo esto es que dicho compartir entre mujeres artistas no solo ocurre en las grandes ciudades. Desde hace un tiempo muchas de las mingas campesinas o de comunidades indígenas convocan a mingas muralistas para apoyar sus luchas, sus reivindicaciones o sus mensajes. He tenido la oportunidad de participar en un par en Cajamarca y en el Catatumbo. Y aunque obviamente muchas de las mujeres en esos territorios están muy atravesadas por los roles históricamente asignados, hay una vocación muy maternal por parte de las comunidades que nos reciben.
En su trabajo hay un diálogo permanente entre la ilustración y el mural. ¿Para usted toda ilustración tiene el potencial de ser un mural?
Yo pienso que sí. La cuestión es aprender a escalar el dibujo, de qué forma puedo ilustrar algo chiquitito o hacer un boceto en mi agenda y convertirlo en mural. Lo que pasa es que, a veces, quienes están por fuera del muralismo creen que es una tarea mega difícil y compleja, que, claro, requiere mucha práctica, mucho saber técnico, pero una vez uno aprende cómo escalar y cómo apoyarse en retículas, se da cuenta de que todo dibujo tiene el potencial de estar en un formato grande.
En todo caso, en este momento me identifico más con la ilustración. Es mi lugar de mayor interés, pero también de mayor descanso y catarsis emocional. Frente a la naturaleza estática del mural y su condición de quietud, me interesa la movilidad de la ilustración, la manera en que puede viajar en muchos formatos y a muchos lugares. De todas formas, el mural ha tenido en mí otro tipo de movilidad. A veces me sucede que puedo decir: “esta ilustración está chévere, hagámosla real en un muro en España”. También todo depende de los encargos, de lo que quiero potenciar. Lo importante es hacerse una pregunta que creo que aplica para cualquier cosa en la vida: ¿cuál es el verdadero potencial de lo que uso?