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RAYUELA

En medio del recrudecimiento del conflicto en Gaza, la obra poética de Mahmoud Darwish, el poeta de Palestina que decidió cantarle a la derrota en el desierto, cobra más vigencia que nunca. La resistencia palestina y la búsqueda de un lenguaje universal marcaron el derrotero de sus poemas, aunque su poesía amorosa, cifrada con un nombre ficcional, revela una historia de amor, la que vivió con la israelí Tamar Ben-Ami, que es también la historia entre dos pueblos en guerra.

Por: Santiago Erazo

La palabra árabe bayt significa a la vez “casa” y “verso”. En todo hogar –nos recuerda esta coincidencia– habita la idea de regreso que hay en los tres, diez o cincuenta versos de un poema, en su propensión a terminar y comenzar con una nueva línea, igual que las zanjas de un cultivo de dátiles, tal y como la etimología griega de “verso” (“surco que da la vuelta”) lo dicta. Pero también –nos vuelve a decir la coincidencia– hay quien puede hacer de un verso su casa. Mahmoud Darwish, el poeta palestino que redactó la declaración de independencia de Palestina y que se convirtió en el poeta árabe más leído del mundo, vio la poesía como un toldo apuntalado en medio del desierto: “Palabras, construyo un refugio seguro”, dirá en un poema. 

Lo supo de niño. Era débil y no se le daban los deportes. Al tiempo, disfrutaba escuchar durante las reuniones familiares la poesía de los grandes poetas árabes –Rumi, Gibran Jalil Gibran, Al-Mutanabbi– en la voz de sus vecinos. No entendía lo que escuchaba, pero algo lo removía por dentro; creía ver en el lenguaje un espacio fértil para resolver los dilemas que lo atribulaban. El lenguaje se le aparecía como otro mar en el cual adentrarse. Las palabras tenían la silueta rabiosa de las olas y, como las zonas oscuras del Mediterráneo, las que bañan las costas de la Franja de Gaza, lo invitaban a buscar aquello que desconocía, lo que solo se puede descubrir escribiendo. En el proceso, las palabras se parecían a él, como el retrato que el agua hace de los hombres cuando los desfigura y los duplica en su reflejo. Por eso dijo que necesitaba de la distancia para escribir poesía a partir de su realidad, del territorio palestino, esa onda de agua cada vez más pequeña.

Sus palabras eran líquidas, tenían el ritmo del mar (recordaba Darwish en una entrevista que “ritmo” y “mar” se escriben en árabe con la misma palabra), pero también podían chocar entre sí como piedras que arrojan chispas, o astros. Podían lucir como los fogonazos de la guerra que vio nacer a sus 7 años, el  11 de junio de 1948, cuando huyó con su familia de Birwa  al Líbano. Desde entonces, desde la agotadora huida de su cuerpo, Mahmoud Darwish trataría de hacer de la poesía su hogar, aunque también ofrecería sus palabras para defender su tierra a partir de una poética de lo perdido: “He aprendido todo el lenguaje y lo he deshecho para componer una única palabra: ‘Patria’ ”.    

***

Las palabras árabes hazin, gam, ham, nakad y asa son diferentes acepciones que tiene la tristeza en la cultura arábiga, y cuya traducción a Occidente, como suele pasar, no es del todo diáfana. Dice la investigadora Cristina Casado Lumbreras: “Gam y ham son experiencias [de tristeza] intensas y poseen connotaciones de preocupación, nakad es una tristeza asociada con la mala suerte y hazin representa una tristeza más liviana”. Cerca de todas ellas está hanin, la nostalgia. Para una poesía como la de Mahmoud Darwish, escrita en su gran mayoría en el exilio, la nostalgia se podría sospechar un viento que sopla a lo largo de su obra. Y sin embargo su condición de exiliado no le permitía considerarse un hombre nostálgico. “El exilio no reside en la nostalgia”, dijo alguna vez. Desde el 49, cuando el poeta y su familia volvieron a su tierra para verla destruida como “refugiados en su propio país”, vivió en la Unión Soviética, Egipto, Túnez, Beirut, Líbano y Francia, y desde la lejanía escribió sus poemas y editó varios periódicos y revistas literarias, como Al-Jadid, Al Fajr, Shu'un Filistiniyya y Al-Karmel, con la mirada puesta en Palestina, pero también en la forma en que las noches y los días iban ajando sus manos.

El exiliado, para Darwish, ve cómo la distancia educa su cuerpo; de qué forma va viajando mientras pierde países, como escribió Fernando Pessoa. El exiliado se maravilla de los lirios que ve en el campo porque crecen solitarios, únicamente  apoyados en sí mismos. Quien se exilia sabe que todo es provisional, que las maletas y los paréntesis son una comitiva permanente. Su amigo, el pensador palestino Edward Said, a quien Darwish llamaba un ser dual, como las alas de una golondrina, y que, igual que él, amaba países y los abandonaba, dijo alguna vez sobre el exilio:

“Es un estado intermedio, ni completamente integrado en el nuevo ambiente, ni plenamente desembarazado del antiguo, acosado con implicaciones a medias y con desprendimientos a medias, nostálgico y sentimental en cierto plano, mímico efectivo y paria secreto en otro”. 

En aquellos estados intermedios, en lo indeterminable y en las grietas suele crecer la poesía, por eso la época política de la poética de Darwish ha sido tan celebrada por la crítica: los poemas de sus primeros libros no solo le cantan al horror de la guerra, sino a la angustia de un pueblo sin tierra, a medio camino entre los fantasmas y los cuerpos vivos que piden un lugar donde dormir. No por nada, su autobiografía se titula con una contradicción: En presencia de la ausencia.

Su poesía de juventud –Pájaro sin alas (1960), Hojas de oliva (1964), Tarjeta de identidad (1964), Un amante desde Palestina (1966) y El final de la noche (1867), entre otros– la escribía como si le fuera dictada por las llamaradas de los incendios. Había ingresado al Rakah, el Partido Comunista de Israel, fue arrestado varias veces, y en Beirut engrosaría las filas de la Organización de Liberación Palestina, OLP. Su rebeldía fue la marca de agua de su poesía temprana. A los 12 años, cuando ya Palestina estaba invadida y en guerra, le pidieron en su colegio escribir y leer un poema celebrando el Día de la Independencia de Israel. Cumplió con la tarea, pero bajo sus propias reglas: el poema versaba sobre lo que implicaba que a un árabe lo obligaran a escribir en homenaje a un país que estaba aguijoneando su tierra de cabo a rabo. Cuando un alto mando israelí lo llamó a su oficina y lo reprendió por lo que hizo, Darwish le preguntó: “¿El Estado fuerte y poderoso de Israel se molesta por un poema que escribí? Esto debe significar que la poesía es un asunto serio”.

El poeta de Palestina era cada vez más incómodo e incisivo, y su figura pública y su vocería desde la cultura palestina llegaban a las discusiones internacionales sobre los bemoles del conflicto en Medio Oriente. Treinta y cinco años después del incidente con el militar israelí, en 1988, un joven Benjamín Netanyahu, durante una conferencia del Comité de Asuntos Públicos Estados Unidos-Israel, meses antes de las elecciones parlamentarias de Israel ese año, denunciaba con un acento inglés americano perfecto, que lo hacía lucir como un prototípico político estadounidense, que Mahmoud Darwish estaba pidiendo la devastación de Israel: “Todos ustedes deberían desaparecer, incluso sus muertos. Llévense a sus muertos con ustedes”, eran las palabras que, según Netanyahu, estaba pronunciando Darwish, a pesar de que el poeta de Palestina afirmó hasta el hartazgo estar en contra del antisemitismo. Y aun así, la respuesta del bardo al futuro primer ministro de Israel, que serviría también para condenar la máquina de sangre que puso en marcha el pasado sábado 8 de octubre, ya estaba en uno de sus primeros poemas:

“Escribe / que soy árabe; / que robaste las viñas de mi abuelo / y una tierra que araba, / yo, con todos mis hijos /. Que sólo nos dejaste / estas rocas… / ¿No va a quitármelas tu gobierno también / , como se dice? /… Escribe, pues… / Escribe / en el comienzo de la primera página / que no aborrezco a nadie / , ni a nadie robo nada / . Mas, que si tengo hambre, / devoraré la carne de quien a mí me robe / . ¡Cuidado, pues!… / ¡Cuidado con mi hambre, / y con mi ira!”.

***

La palabra árabe ahabba, que traduce “amar”, es casi idéntica a habba, la que se usa para hablar de la semilla de una planta. Más allá de relaciones obvias, como decir que el amor se cultiva igual que una semilla, la coincidencia recuerda que la flora del Medio Oriente suele ser una presencia constante en la poesía árabe amorosa: “Qué suerte quedar atrapado en tus giros... / vidente amoroso, vidente persistente, imponente ciprés de innumerables jardines”, dice un poema de Rumi, y en un verso de Gibran Jalil Gibran se lee: “Como trigo en gavillas, el amor los une a ustedes dos”. 

Siguiendo de alguna forma la tradición, en los poemas de amor de Mahmoud Darwish, llenos de granos de café y de lirios, el paisaje árabe, y en concreto el palestino, no es una simple puesta en escena, pero tampoco es un bosque de símbolos. Cuando le preguntaron por las interpretaciones a sus poemas, Darwish respondió: “Necesitamos leer la rosa como una rosa, no la interpretación de ella como la sangre de Adonis. La función del poeta es celebrar la vida, no a través de la historia, sino a través de la vida misma”. 

A lo largo de los años, muchos seguidores de su poesía han escudriñado sus poemas esperando encontrar pistas sobre Palestina como quien busca huevos de Pascua en un pastizal. Han desarmado sus textos para encontrar en ellos referencias al poeta troyano, como le gustaba llamarse a sí mismo –pues recolectaba y reconstruía las voces de los derrotados–, a pesar de que en su adultez su registro poético también adquirió otras aristas: “Cuando escribo un poema sobre mi madre, los palestinos piensan que mi madre es un símbolo de Palestina. Pero escribo como poeta y mi madre es mi madre. Ella no es un símbolo”.

Había en su poesía amorosa más literalidad de lo que se pensaba. Incluso en la mención de Rita, el nombre ficcional que suele aparecer en sus poemas de amor –como Fair Youth, el misterioso amante de los sonetos de Shakespeare–, había detrás una mujer de carne y hueso que había sufrido por él, y él por ella.

“Según el horóscopo, soy un signo de agua, mis emociones cambian mucho: cuando ellas desaparecen en una relación, me doy cuenta de que no estoy enamorado. El amor es para vivirse, no para recordarse”, decía Darwish. Por eso se casó varias veces y por eso se enamoró en su juventud, en plena guerra, de una mujer israelí, la verdadera Rita, Tamar Ben-Ami. Según cuenta Ben-Ami en el documental Write Down, I'm an Arab, de la directora Ibtisam Mara'ana Menuhin, que reveló en la película la identidad de dicha mujer, su encuentro con Darwish tuvo lugar en un evento del Partido Comunista de Israel en 1962, en la ciudad de Shfaram, cerca de Haifa. En ese momento, Darwish leía sus poemas, mientras Ben-Ami, quien era cantante y bailarina, ofrecía un show musical. Para ese entonces él tenía 22 años y ella 16 años y medio.

A pesar de que Darwish rápidamente se enamoró de Ben-Ami, ambos mantuvieron su relación en secreto, si bien se escribían y se veían con regularidad. Eran miembros del mismo partido, sí, pero él no dejaba de ser árabe y ella no dejaba de ser judía. Y la guerra, como una falla geológica, se abría en la tierra que los dos pisaban. Darwish fue ganando popularidad con el paso de los años, y la clandestinidad de la relación terminó siendo inviable. Los dos caminos que podían tomar –revelar el secreto o terminar de tajo con el vínculo– se redujeron a uno solo: el fin del amor. En 1967, después de la Guerra de los Seis Días, el conflicto relámpago entre Israel, Egipto, Jordania y Siria, Ben-Ami se unió a la Armada israelí como parte de la banda naval. Un Darwish desconsolado le escribió una carta en la que le reprochó desconocer de tal manera la lucha palestina. Poco después, ya separados ambos, el poeta sería enviado a cárcel por enésima vez, y, tras cumplir con su servicio en las Fuerzas de Defensa de Israel, Tamar Ben-Ami se mudaría a Berlín, donde comenzó a trabajar como coreógrafa, y donde reside actualmente.

El contacto, en todo caso, no se había perdido del todo. En el año 2000, el ministro de Educación israelí, Yossi Sarid, intentó incluir en el currículo educativo del país dos poemas de Darwish. En medio del debate que se levantó –una controversia que incluso provocó una moción de censura en Israel–, Darwish llamó a su examante y le preguntó algo similar a lo que le había dicho hace más de cincuenta años al militar israelí: “¿Mi poesía es tan importante que por ella el gobierno casi cae?”.

Ocho años después de esa última conversación, y luego de que se convirtiera en una figura pública, Mahmoud Darwish, el poeta nacional de Palestina –título que se le antojaba una carga demasiado pesada–, falleció tras una operación a corazón abierto. Mahmoud Abbas, el presidente palestino del momento, declaró tres días de duelo nacional tras su muerte. Su cuerpo fue enterrado poco después en Ramallah, como una semilla “que no conoce la muerte”, tal como lo dijo en uno de sus poemas. Algo que vive –un olivo, dos briznas de trigo, la luz despuntando en Gaza– de seguro está naciendo ahora, entre la tierra que lo guarda.









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