cultura

RAYUELA

Una de las peores consecuencias de la agudización de la guerra entre Israel y Hamás hace un mes ha sido la muerte de miles de niños debido a los bombardeos y explosiones que no paran en la zona. Unos veintidós años antes, el documental Promises (2001) mostró cómo los niños palestinos e israelíes han afrontado este conflicto desde sesgos implantados, pero también desde la más enternecedora inocencia.

Por Santiago Erazo
Periodista de cultura de la revista RAYA

De fondo suena un enjambre de voces. Las sombras proyectadas por un pasamanos empiezan a mostrar poco a poco a los protagonistas: niños y niñas que avanzan colgados a las barras, que gritan y ríen inmersos en un barullo sin idiomas y sin rostros diferenciables. Pareciera que los directores B.Z. Goldberg, Justine Shapiro y Carlos Bolado decidieron iniciar su película Promises (2001), nominada al Óscar por Mejor Documental de aquel año, con esa escena clásica de un juego de infancia para evidenciar una imposibilidad dolorosa: la del paso de fronteras entre Israel y Palestina. Pero en el fondo, en la sucesión de sombras del pasamanos, también se puede leer la metáfora de una puesta de abismo cuyas postales repetidas hacen pensar en las invasiones, en las masacres, en las heridas que aún recorren Palestina e Israel, y que hace un mes se pronunciaron a sangre y fuego en ambos territorios.

Promises es una radiografía de un territorio en disputa, pero dejando que sean los niños y niñas palestinos e israelíes –en concreto siete, cuatro israelíes y tres palestinos– quienes den su versión, y que sean ellos los que describan la guerra desde los sucesos anodinos que componen sus días. Un botón de muestra: la primera aparición de los gemelos israelíes seculares Yarko y Daniel en el documental ocurre en un paradero de bus en Jerusalén, mientras confiesan un miedo diario: tomar el bus número 18, pues fue uno con este número el que estalló en la ciudad hace un tiempo. 

La guerra, como suele ocurrir cuando se perpetúa por años, cincela hábitos y la cotidianidad se termina conjugando con las balas y el terror, pero también con la nostalgia de lo perdido. La abuela de Faraj, de 13 años, habitante del campo de refugiados de Dheisheh, en Cisjordania, muestra en un momento del filme una llave herrumbrada, la que guarda desde que ocurrió la guerra árabe-israelí de 1948. La llave es la de su casa, la que perdió después del conflicto. Unas cuantas tomas después, Faraj y su abuela visitan el lugar donde quedaba su antigua casa. Lo que encuentran es una parcela árida en la que aquí y allá aparecen unos cuantos olivos; una tierra baldía donde las llaves son inútiles. 

Lo que separa a millones de niños israelíes de los palestinos es una distancia de entre 15 y 20 minutos en auto, pero la renuencia a encontrarse, a conocerse entre ellos, ha existido toda sus vidas. B.Z. Goldberg les plantea entonces a los siete del documental que dejen de lado lo que han escuchado de sus padres –“todos los niños árabes son futuros milicianos de Hamás”, “los judíos son nuestros enemigos”, “los palestinos nos quitaron la tierra”, “los judíos nos quitaron la tierra”– para que puedan hablar por primera vez con un niño del pueblo vecino. La propuesta solo es aceptada por los gemelos Yarko y Daniel, y por Faraj, además de Sanabel, una pequeña palestina que tiene a su padre en prisión. Los cuatro, más otros amigos de Faraj, deciden encontrarse en Dheisheh para conocerse.

Quizá lo más conmovedor de Promises es ver con cuánta facilidad este puñado de niños se juntan desde la inocencia del juego, y cómo la fraternidad surge en unas pocas horas, como una higuera que brota en medio de la destemplanza del desierto. Después de una tarde luminosa, Goldberg se sienta con todos los chicos para hablar con ellos sobre lo que ha ocurrido. Ahmed, amigo de Faraj, recuerda la muerte de su hermano, Bassam Al Grouz, de 12 años, a quien el Ejército israelí asesinó luego de estar lanzando piedras durante la segunda Intifada, en el año 2000. Luego, el propio Faraj se quiebra: “Esta tarde he empezado a pensar en que ustedes [Yarko y Daniel] se irán pronto, y ahora, que nos hemos hecho amigos, olvidarán nuestra amistad, y todo el esfuerzo habrá sido en vano”. Diez años después, Faraj moriría en un accidente de moto. Tras el estreno de Promises, huyó a Inglaterra desde Libia, pero fue encarcelado en varios centros de reclusión ingleses –Leicester, Wormwood Scrubs, Belmarsh, Brixton y Long Lartin– por cuenta de lo que el periodista británico Andy Worthington llamó un “crimen inventado” sobre su relación con el gobierno de Muammar Gaddafi. 

Lo cierto es que el retrato de un Faraj de 13 años, dispuesto a encarar las contradicciones y las dificultades de aceptar como un igual a sus contemporáneos israelíes, es una muestra de los dilemas con los que está pavimentado este conflicto en el que, de lado y lado, las víctimas siguen creciendo. Faraj pudo ejercer un activismo político importante durante su adolescencia y primera adultez, hasta los 30 años, pero ese no fue el caso de los 4000 niños palestinos que han sido asesinados en Gaza desde el 7 de octubre de 2023, casi la mitad del total de muertos en una región donde, por distintos motivos –entre ellos una alta tasa de fertilidad y una baja expectativa de vida–, el 47.3 % de su población tiene menos de 18 años. 

“Es imposible saber cómo fue el dolor que experimentaron quienes han sufrido en la guerra”, dice Daniel con una lucidez desgarradora en algún momento del documental. Mientras las cifras de muertos siguen aumentando, los números –la cantidad de muertos en Gaza, y todos los que han muerto o han sido secuestrados en Israel– no ayudan a dimensionar lo que esta guerra está causando en los niños de esta parte del mundo. Muchos de quienes no fallecen quedan heridos y mutilados, y su salud mental, como afirmó Unicef hace unos días, resulta resquebrajada, con frecuencia hasta el resto de sus días, cuando crezcan y traten de rearmar sus pedazos. Promises es el recordatorio de que, veintidós años después, la guerra sigue afilando sus colmillos, y la constatación de que el miedo largo que crepita ahora en las calles bombardeadas tras tantos años de soluciones fallidas no es distinto al que sintieron en su momento estos chicos. 




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