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RAYUELA

Inspirado en las primeras editoriales argentinas que usaron cartón para hacer libros, el movimiento cartonero en Colombia ha seguido a flote desde 2011 a pesar de la ausencia de apoyos institucionales y los retos de hacer libros que desafían las lógicas comerciales de la cadena editorial. Dos proyectos radicados en Bogotá, Amapola Cartonera y Cartongrafías, son ejemplos vivos de cómo las editoriales cartoneras visibilizan escrituras periféricas y comunitarias en la capital del país.

Por: Santiago Erazo, Cultura RAYA

Es 2001 y una crisis económica en Argentina, fruto de la llegada del neoliberalismo varios años atrás, explota tras la restricción de efectivo emitido por los bancos, la devaluación inaudita de la moneda local y una inflación desmedida. La gente la pasa mal. La comida y los trabajos escasean, muchos han perdido sus ahorros y el hambre no merma. Es por eso que en las calles y en los barrios, sobre todo en Buenos Aires, empiezan a verse con mayor frecuencia los cartoneros: hombres y mujeres que recorren la ciudad con carros tirados por caballos (luego usarían carros sin animales de tracción) buscando cartón. Se adentran en el corazón de la noche mientras cada quien se aferra en su habitación a su pedazo de sueño, y antes de que lleguen los camiones de las empresas de recolección auscultan canecas y bolsas y contenedores para llevarse el cartón (entre otros materiales reciclables) y venderlo por unos algunos pesos que aseguren la comida del día. Poco a poco van forjando una fuerza de trabajo digna y colectiva. 

Es allí, en medio de una contingencia que llevó incluso a que los cartoneros se organizaran para defenderse de la policía creando cooperativas y fundando la Federación Argentina de Cartoneros, Carreros y Recicladores (FACCyR), que aparece la primera editorial cartonera del mundo, Eloisa Cartonera, y, a su vez, un movimiento editorial y cultural que se ha instaurado en países de todo el mundo, incluido Colombia.

Washington Cucurto, poeta y pintor argentino que trabajaba como empacador en un supermercado y que al conocer la poesía empezó a escribirles poemas a las frutas de las góndolas, creó en 2003, en el barrio bonaerense de La Boca, Eloisa Cartonera junto al artista Javier Barilaro y la poeta y artista Fernanda Laguna, amalgamando los esfuerzos de los cartoneros dentro de un proyecto editorial. Ese año un cartonero le vendió a Cucurto un pedazo perfecto de cartón, sin impurezas, sin moho, sin rayones ni dobleces, y fue ese el chispazo en la cabeza que le hizo ver que el cartón podría ser un lienzo en blanco para hacer libros. Cada ejemplar tendría en sus cubiertas los títulos en unas grandes tipografías, que llenarían todo el espacio de la página, pintadas a mano con témperas y vinilos de colores carnavalescos. Desde ese momento han editado a un grupo impresionante de escritores: desde Raúl Zurita en Chile hasta Ricardo Piglia, Gabriela Bejerman y César Aira en Argentina, pero también le han apostado a escritores de países latinoamericanos como Bolivia o Paraguay.

Dicha vocación latinoamericanista de Eloisa Cartonera, acompañada de una propuesta inédita, basada en un modelo editorial cooperativo y circular, vino siendo lo que de seguro permitió que la idea de hacer libros con cartón se pudiera replicar a lo largo del continente. En Colombia lo empezó a hacer Amapola Cartonera en 2011. Fue, de hecho, el propio Cucurto el que de cierta forma le pasó la antorcha ese año a Carlos Baena, uno de los dos fundadores de Amapola, en Medellín, durante un taller de formación editorial. Carlos, junto a su esposa, Nora Esperanza Bohórquez, con quien ya hacía libros artesanales desde los rudimentos de cada uno como artistas y diseñadores, pusieron en funcionamiento Amapola Cartonera aplicando las premisas de reutilización del cartón, pero sobre todo el horizonte de un trabajo cooperativo que visibilice escrituras plebeyas y poco difundidas. 

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Libros de la editorial Amapola Cartonera. Crédito: Fundación Palabra.

—Las editoriales cartoneras —dice Carlos— son más que una cubierta de cartón. Tienen detrás ciertas características como la posibilidad de darles un lugar a escritores silenciados o que están en formación, o sencillamente a ejercicios literarios de algún taller con comunidades. Hay editoriales cartoneras como Canita Cartonera, en Chile, que trabaja con personas en condición de presidio. También pienso en Vento Cartonero, que está haciendo un taller virtual con una cárcel de Brasil. 

En el caso de Amapola, su línea editorial se ha enfocado en el trabajo comunitario y en lo que encajaría dentro de aquello que ha recibido el nombre de edición comunitaria: democratizar el proceso editorial y ponerlo en manos de muchos, sobre todo de comunidades vulnerables, a partir de una serie de herramientas e instrumentos que les son brindados por parte de talleristas o editores experimentados. Carlos y Nora lo han hecho con adultos mayores del sector La Mariposa, en Usaquén, o en alianzas con casas culturales en Barrios Unidos (fue incluso en esa localidad que surgió su primer proyecto editorial, el libro “El misterioso yo”). Durante estos talleres y proyectos, más que solo como editores, Carlos y Nora fungen como directores de orquesta: piden que cada asistente traiga el mejor cartón que encuentre (en algunas ocasiones, en Amapola han comprado cartón a recicladores, aunque no lo hacen con mucha frecuencia, pues el material llega mojado o muy desmejorado). También les dicen a los participantes cuál será la paleta de color de los libros o cuál será el título, entre otros parámetros, y de ahí en adelante son las decisiones creativas y artísticas de cada uno las que van dictaminando la composición de cada cubierta. El resultado es que cada libro está compuesto por un número variopinto de ejemplares que mantienen un hilo estético, pero que tienen la impronta de cada diseñador. Luego Carlos y Nora se encargan de la impresión de las páginas interiores, estas sí en papel convencional, con tipografía móvil —a la vieja usanza— para las cubiertas y encuadernado artesanal. Así, el proceso se ubica en las antípodas de lo que puede ocurrir en una editorial tradicional:

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Carlos Baena y Nora Esperanza Bohórquez, directores de Amapola Cartonera.

—El trabajo que hacemos las editoriales cartoneras —dice Nora— tiene un valor agregado, porque es una labor colectiva. Es algo que requiere más tiempo, que es hecho a mano. No todos los libros quedan iguales, y en eso nos diferenciamos de las editoriales convencionales. En Amapola también hay un proceso de prueba y error con los títulos que imprime Carlos. Es un trabajo muy artesanal, pero eso muchas veces no es apreciado por todo el público.

El insumo con el que trabajan no es solamente el papel diáfano que se suele usar en impresión. El cartón de sus cubiertas es un material que hay que domesticar, que necesita un proceso distinto, un trabajo en diseño diferente, pues allí lucen los vestigios de las tintas que otrora se imprimieron en el cartón con que se transportó un computador, una licuadora o varios litros de leche. Frente a un sistema de producción lineal dentro de las grandes editoriales en el que la calidad del proceso se mide por cuán homogéneo es el resultado de cada libro, editoriales como Amapola Cartonera le apuestan a libros heterogéneos, de acabados disímiles, que vuelven las imperfecciones parte de su propuesta estética y que incluyen en la hechura de sus libros a comunidades periféricas, e incluso a víctimas del conflicto armado. Este es el caso de Cartongrafías, otro proyecto cartonero radicado en Bogotá que ha apuntalado su línea editorial a partir de procesos de memoria en el posconflicto.

Tras sufrir los embates de la violencia en Samaná, Caldas, Marcela Ospina, la creadora de Cartongrafías, llegó a Bogotá en 1998, y casi unos quince años después tuvo la idea de recoger en publicaciones impresas lo que ella y otras víctimas tenían y aún tienen por decir sobre lo que han vivido, cada cicatriz y cada abismo. El medio que ella encontró para hacerlo fue el cartón:

—Nosotros decidimos optar por el cartón —dice Gader Marca, director de la editorial e hijo de Marcela— porque era un material muy asequible: cuando nos reuníamos con las víctimas, no todas podían comprar un cuaderno, así que quisimos trabajar con algo que muchos pudieran conseguir fácilmente. Además, para muchos desplazados el cartón comenzó a tener otro significado. Lo que normalmente para nosotros son solamente cajas donde guardamos cosas, para ellos se convirtió en sus camas, sus cobijas, el medio donde podían escribir o una manera de subsistir económicamente. 

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Ejemplar de “Jorgito”, libro publicado por Cartongrafías.

Desde 2012, con el apoyo del Centro de Memoria Histórica, Cartongrafías ha labrado una ruta de publicaciones y talleres que tienen una premisa clara: usar el cartón para conjurar el olvido. Más de cuarenta sobrevivientes del conflicto le dieron inicio al proyecto, el cual sigue activo, aunque con un equipo más reducido. Su último proyecto fue la exposición “Los rostros de la memoria”, abierta el pasado 3 de octubre, en la que se incluyeron varios de los libros que ha realizado la editorial, entre ellos “Jorgito”, que narra la historia de un chico adentrado en el bosque andino de Caldas y enfrentado a lo que le dejó allí la guerra, y “La golosa”, el primer libro de la editorial, una selección de relatos escritos por niños víctimas del conflicto. 

A diferencia de Amapola, en Cartongrafías, para la elaboración de las cubiertas y las ilustraciones que acompañan los textos se emplea la técnica del grabado en linóleo. En concreto, se raya un caucho y así se crea una suerte de molde con el que se van imprimiendo las imágenes. El cartón que usan lo compran, pero también suelen solicitarlo directamente a empresas que usen grandes cantidades de cartón que no se volverá a emplear. A los libros, además, los “visten”: los envuelven en telas y en cabuyas de fique que sacan de costales usados. Luego se cosen a mano. El proceso, a todas luces, es artesanal, y se emparenta al resultado de los libros de Amapola: productos editoriales con detalles físicos que varían entre cada ejemplar, que no buscan una unidad radical ni acabados perfectos.

En el fondo, el trabajo de ambas editoriales plantea una pregunta urgente sobre el futuro del cartón y de todo lo que hay detrás del mismo. La gran mayoría del que se comercializa en Colombia circula a través de la empresa irlandesa Smurfit Kappa, la cual en 2019 compró en su totalidad la compañía Cartón de Colombia e instauró un monopolio del cartón en el país, un negocio en el que no solo están las cajas de cartón, sino también las bolsas y otros productos derivados. La gran demanda del material ha llevado a que abunden cada vez más en municipios como Cajibío, en el Cauca, los monocultivos de eucalipto y pino, árboles con los que se elabora el cartón de la empresa. Organizaciones como el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) o la Fundación Chasquis han denunciado desde 2022 el impacto socioambiental de estos monocultivos en Cajibío: contaminación de fuentes hídricas, desplazamiento forzado de las comunidades misak en el territorio y degradación de los suelos, entre otras consecuencias. 

Mientras siguen a flote estas pugnas ambientales, y mientras la vida de las grandes ciudades se sigue empacando en miríadas de cajas y bolsas de papel, las editoriales cartoneras buscan hacer del cartón una caja de resonancia y un lienzo. Lo hacen luchando por no desaparecer. Basta ver qué ha pasado con iniciativas en la capital como La Pola Cartonera o Azafrán Cartonera, que han tenido una vida corta. Las propias Amapola y Cartongrafías han sufrido en carne propia las dificultades de la falta de financiación estatal y la carencia de apoyos para proyectos que son raras avis en la industria editorial, pues sus libros no se comercializan en librerías y, por ende, tienen una forma menos de ingresos frente a lo que pueden recibir las editoriales independientes, en medio de la precariedad en la que las mismas suelen estar. En todo caso, iniciativas como Amapola o Cartongrafías se aferran al cartón que pintan y dibujan e imprimen como si fuera su tabla de salvación. Al final, en su textura corrugada, en sus marcas, en su grosor, en los kilómetros recorridos por el material está la belleza que anida en medio de lo que se reutiliza, lo que vuelve a hablar tras haber habitado una caneca o un contenedor y lo que vuelve a tener, por fortuna, otra vida.

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