Por Juan Pablo Soler
Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.
La escalada de precios de los combustibles fósiles ha provocado un mayor pánico que su escasez, anunciada desde hace años por las estimaciones del pico de extracción del petróleo o Peak Oil. Escasez que se acentúa a medida que el consumo aumenta y los hallazgos de nuevos yacimientos disminuyen. También han aumentado los cuestionamientos a los megaproyectos de energías convencionales a partir de los análisis de costo beneficio que reflejan los efectos nocivos que causan sobre las poblaciones y el clima.
A esta situación se suman una mezcla de intereses políticos y corporativos y diversos medios de comunicación que hablan con cierta propiedad sobre cuestiones energéticas, promoviendo así el Pánico Energético (PE) en la sociedad, un tema que vale la pena analizar con mesura.
Para iniciar sería importante hacer un paralelo con el pánico económico, considerado como delito en el artículo 302 del Código Penal y que se estableció para proteger la estabilidad financiera ante falsas informaciones que puedan afectar la confianza al promover una fuga de capitales de una institución vigilada controlada por la Superintendencia Bancaria, por la Superintendencia de Valores o por un Fondo de Valores.
Históricamente el pánico energético ha sido utilizado por distintos agentes para imponer políticas de privatización, para actuar sin dar justificaciones públicas o para invisibilizar la vulneración del derecho a un ambiente sano y los derechos de las comunidades locales que se ven afectadas por los proyectos energéticos. Todas ellas se dieron en la década de los noventa tras el telón del apagón nacional.
Desde entonces el sistema energético se ha diseñado para garantizar el derroche de energía, incentivando el aumento del consumo en contravía de las políticas de eficiencia energética. De este modo, el pánico energético genera una cortina de humo que invisibiliza la manera en que esta política afecta la calidad de vida, los intereses colectivos y atenta contra la vida misma. Esto debe ser objeto de regulación y penalización, ya que en Colombia se está manipulando e influenciando para obstaculizar la transición energética que requiere el modelo o sistema de generación de energía.
Los discursos mediáticos que promueven el pánico energético no guardan relación con las causas de la crisis energética global gestadas por las guerras y el consumismo desaforado de energía en todas sus manifestaciones. Ante la escasez es normal que se generen dudas o preocupaciones, pero antes de generar pánico, con críticas alejadas de la realidad o que configuran realidades tergiversadas, todos los actores y sectores de la sociedad deberían enrutarse en el camino de la sustentabilidad mediante prácticas que ayuden a concretar la transformación del modelo energético y no solo el cambio de las formas de generar energía.
El gobierno de turno tiene el reto de avanzar en la transición energética de manera estructurada no puede ser una transición de papel ni por decreto. La transición solo será posible si se avanza con perspectiva de justicia, garantizando la participación real de todos los sectores y transformando la creencia de que el sector energético es un asunto exclusivo de los técnicos, alejado de la política.
Entender la cuestión cultural como centro de una nueva propuesta o como catalizador de la deconstrucción del sistema energético prevalente es un asunto clave, así lo reconocen las organizaciones sociales que avanzan en la construcción de un modelo justo, popular, agroecológico y que respeta todas las manifestaciones de vida sin propender por la homogenización de la vida y las culturas.
Vale la pena recordar que en la austeridad y la sobriedad energética hay mucho por aportar. Es necesario recordar lo que implicó la conflagración por más de doce horas de la central Hidroeléctrica Guatapé en Antioquia en el 2016, cuando se dejó de generar energía en los 560 MW de capacidad instalada de la planta, lo que impulsó a que el gobierno nacional diseñara un plan de contingencia que se conoció como la Campaña Apagar Paga (AP), y que buscaba reducir el consumo de energía incentivando económicamente a los ahorradores y sancionando a los consumidores que excedían su promedio histórico.
Esta campaña aportó evidencia histórica de que la reducción del consumo es una medida tangible para avanzar a pasos agigantados en la transición energética justa que requiere la humanidad para poder continuar habitando el planeta en condiciones de vida dignas.
Sin embargo, los éxitos que se atribuyeron a la Campaña AP para evitar que el país no sufriera un apagón general pueden tener también asidero en que durante ese mismo año los precios de los combustibles y las tarifas de la energía eléctrica tuvieron incrementos desorbitados. Al respecto, la Unidad de Planeación Minero-Energética – UPME, en el Plan Expansión de referencia Generación – Transmisión para el período 2017-2031 advirtió que, en promedio, durante 2016, el aumento del precio de la energía eléctrica fue del 12,1% y para el gas 17,2%, cifras que superaron con creces la inflación de precios al consumidor del mismo año que se situó en el 7,7%, y que de por sí superó las expectativas del Banco de la República estimadas entre el 2% y el 4%.
También llama la atención que el aumento de la tarifa del gas natural ha sido exponencial, en 2003 creció el 0,5%, en 2014 el 8%, en 2015 el 14,9% y en 2016 el 17,2 %, años en los que el aumento de la tarifa de energía eléctrica fue del 1%, del 4,6%, del 5,3% y del 12,1% respectivamente. Una tendencia al alza que se mantiene intacta, y que es una alerta sobre las condiciones y calidad de vida de millones de hogares colombianos.
Por lo tanto, si el pánico energético a nivel mundial lo generan las altas tarifas, en Colombia el problema debió haber sido atendido hace muchos años. Ignorarlo ha implicado repercusiones negativas en el costo de la producción de alimentos y en la especulación de precios de los intermediarios.
Por último, dejo un tip para desarrollar en otro momento: ¿sabían ustedes que las hidroeléctricas tienen un tiempo de vida útil bastante limitado? ¡No son eternas! Nuestra geografía, geología y modos de habitar los territorios condicionan un tiempo de vida útil cercano a los 50 o 60 años. Además, la UPME en sus informes anuales sobre la expansión ha puesto en cifras que la demanda en el mayor de los escenarios estaría cubierta con la capacidad instalada existente ¿por qué entonces obstaculizar los ríos, con represas hidroeléctricas, antes de que sean necesarias? ¿Será que la construcción y licenciamiento de esos tipos de proyectos también son fruto del pánico energético?