Por César Jerez
“El hambre nunca se olvida”, me dijo Nikita una tarde en mi sótano bar preferido de la Avenida Nevsky de Leningrado. Habíamos entrado ahí, escapando de la muchedumbre, después de conocernos en la Casa del Libro abarrotada. Era un ruso veterano, con porte de nevera blanca Haceb, que había sobrevivido al bloqueo nazi de esa ciudad, durante la Gran Guerra Patria.
Entre arrugas, 100 gramos de vodka, pan negro y pepinos en salmuera, Nikita me habló del “camino de la vida”, sobre el gran lago Ladoga, congelado, por donde entraban los pocos alimentos que lograban burlar el cerco mortal de los fascistas. Me describió a las víctimas del hambre, que caminaban en cámara lenta entre la nieve, buscando un milagro de alimento o la muerte que los liberara del horror de la inanición.
Estábamos en esa suerte de ritual de la memoria, durante las noches blancas del verano, muy cerca de la casa de Raskolnikov, en la bella ciudad de los sufrimientos, y no pude evitar imaginarlo, como lo describe Dostoievski, en su cuarto de estudiante empobrecido de derecho, echado sobre la cama, con el abrigo puesto, maquinando, hambriento, la muerte justiciera de su usurera.
En el Brasil de antes de Lula pululaba también el hambre, desde mucho antes de la guerra contra el hambre de los Canudos, cuando Antonio El Conselheiro, se autoproclamó profeta, para liberar a negros, indios y campesinos del hambre ancestral, caminando y predicando entre harapientos, desnutridos y sedientos, por el “sertao” de la sequía eterna, que les impedía comer y beber. Con la ayuda de Dios, el Conselheiro armó una guerrilla de “cangaçeiros” que asaltaba las haciendas de los blancos por tierras y comida.
En 1897, después de un año de combates, juntando 10 mil soldados, en la cuarta incursión de las tropas republicanas, los militares provenientes de 17 Estados del Brasil incendiaron y destruyeron Canudos, mataron a por lo menos a 10 mil personas y degollaron a todos los prisioneros. Los pocos sobrevivientes, apenas unos cientos de niños, mujeres y ancianos, fueron desterrados a diferentes lugares del Brasil. El hambre de Canudos se extirpó con una masacre, que selló la guerra de un año donde murieron más de veinticinco mil personas. El Conselheiro Antonio murió en su ley, como un mesías armado, combatiendo al lado de sus guerrilleros desahuciados. De él queda una fotografía, donde yace muerto, de túnica y barba sobre la tierra por la que luchó, como un Jesús ajusticiado en “la guerra del fin del mundo” que relató Vargas Llosa .
Muchos años después la familia de Lula da Silva viajaba desde ese nordeste desértico de los excluidos hacia Sao Paulo. Era la migración familiar, en un camión, desde el territorio del hambre hacia la ciudad de las oportunidades del Brasil. Pronto Lula se inició en el trabajo infantil como lustrabotas, tintorero y luego vendiendo yuca y frutas en una carreta ambulante por las calles de la ciudad, hasta que, siendo adolescente, entró a trabajar como operario de una fábrica metalmecánica. Fue en esa fábrica donde perdió un dedo meñique, aplastado por una máquina.
Lula llegó a ser un poderoso líder sindical, después llevó al Partido de los Trabajadores al gobierno de Brasil. Siendo ya presidente, en su primer periodo, recordó el hambre que nunca se olvida, entonces fundó la política de “hambre cero”, que puso a comer a 50 millones de brasileros. Las dos reelecciones de Lula tienen esa memoria como base social y la fórmula electoral indestructible de los resultados de una política pública vital.
En Colombia, por los menos 22 millones de personas aguantan hambre o comen mal. Es la herencia del mal gobierno, de la inequidad y de la indolencia. En un país de tierras fértiles concentradas en pocos terratenientes y de campesinos sin tierra, despojados y expulsados hacia las selvas, sin acompañamiento del Estado. Por eso se aguanta hambre en la Guajira, en el Caribe, en el Chocó, en los barrios estratos 0, 1, 2 y 3 de nuestras ciudades de desplazados.
Ahora se aguanta hambre incluso en las zonas cocaleras, donde la producción campesina de la hoja de coca es la única economía que redistribuye renta localmente. Por estos días he recibido varias llamadas de compañeros del Catatumbo, ellos hablan del hambre que se aguanta por estos meses en esa región. Allí desde hace más de un año se vive una crisis asociada a la falta de compra del producto líder de la economía del Catatumbo, la pasta de coca.
Existen varias hipótesis que buscan explicar la situación: que hay una sobreoferta de hoja de coca, que existen acuerdos no públicos entre el Gobierno y las guerrillas en procesos de Paz Total, que en regiones controladas por el ELN, esta guerrilla ha prohibido la venta y compra de la pasta de coca, que igual orden la comparten las llamadas disidencias de las FARC, que en medio de la guerra entre guerrillas y entre bandas del narco, sin un control territorial establecido es difícil que llegue el dinero del narcotráfico para efectuar la compra, que las empresas del narcotráfico decidieron no comprar pasta de coca en regiones controladas por guerrillas, etc.
Lo cierto es que se puede dibujar un mapa, donde se observa que en los territorios controlados por la organización narco-paramilitar conocida como Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas, la crisis de compra no existe, y que en las regiones controladas por el ELN y las disidencias e las FARC, la crisis de compra es total o parcial.
Como resultado de esta situación se ha desatado una crisis alimentaria en varias regiones cocaleras del país, una de ellas, el Catatumbo, donde la extensión de los cultivos de coca supera las 40 mil hectáreas y donde por lo menos unas 15 mil familias derivan su sustento de manera directa o indirecta del cultivo de la hoja de coca.
El hambre de ahora y la de antes en el Catatumbo es el resultado de modelo de desarrollo extractivo excluyente y de una doctrina militar que se inició con la explotación petrolera de la Concesión Barco, que nunca redistribuyó renta regionalmente, modelo extractivo que se buscó fortalecer con el establecimiento de la megaminería del carbón, para lo cual se paramilitarizó la región desde 1999 a la par que se convertía al Catatumbo en teatro de operaciones militares del Plan Colombia desde el 2002. Contrainsurgencia financiada por los Estados Unidos, fumigaciones aéreas con glifosato y paramilitarismo, fue el coctel que destruyó la economía agrícola de la región con muerte, despojo y desplazamientos masivos.
Cuando los catatumberos, hijos e hijas de las víctimas regresaron, después de sobrevivir a la barbarie de las masacres, del destierro y del confinamiento en la selva, se encontraron con más guerra y con unas plantaciones de palma aceitera, que fueron promocionadas como un modelo de sustitución de la coca, financiado por la agencia de cooperación de los Estados Unidos – USAID. En realidad, el monocultivo de la palma en plantaciones y las plantas extractoras de las familias Murgas y Uribe en Tibú, era el nuevo modelo de latifudio que había dejado, a sangre y fuego, el paramilitarismo de Estado promovido por esas mismas familias.
En un territorio destruido, por un lado, y ocupado por plantaciones de palma, por otro, la única alternativa económica real fue sembrar coca nuevamente. En el 2013 había 5 mil hectáreas de coca en el Catatumbo, cuando arreciaron las erradicaciones violentas del Gobierno Santos, los campesinos víctimas del paramilitarismo respondieron con furia, así estalló el paro campesino del Catatumbo.
Lo que se pudo solucionar en el 2013 respondiendo a las reivindicaciones campesinas del paro no se hizo, aduciendo el Gobierno que el paro del Catatumbo estaba infiltrado por las FARC y que obedecía a una estrategia de las FARC para fortalecerse en la mesa de negociaciones de La Habana. Finalmente, los gobiernos de Santos y Duque, no cumplieron ni con los acuerdos del paro campesino ni con los acuerdos de paz. En su objetivo estratégico de desarmar a las Farc y dejarla debilitada, olvidaron que sin implementar las soluciones que proponían los acuerdos todo seguiría igual, dejándole a la guerra y a la violencia el futuro del Catatumbo y del país.
Una delegación de campesinos del Catatumbo visitará Bogotá la próxima semana, para buscar salidas a la crisis del hambre. La crisis misma es la oportunidad de avanzar en la sustitución de los cultivos, implementando un plan integral de sustitución y desarrolló alternativo, como se planteó en la agenda del paro campesino del 2013 y como está concebido en los acuerdos de paz.
Mientras eso se desarrolla es necesario solucionar el hambre en el Catatumbo, para lo cual el Baluarte Nacional Campesino y la Asociación por la Unidad Campesina del Catatumbo – ASUNCAT propondrán:
1. Implementar un bono alimentario en la región.
2. Establecer una red de ollas comunitarias en los Municipios del Catatumbo.
Estas dos iniciativas deberán ser financiadas por el Gobierno y ejecutadas por las organizaciones de la región. Solucionando el hambre se generará la confianza necesaria para la implementación de la Reforma Rural Integral, la sustitución de la economía de la coca, la Zona de Reserva Campesina, el Fondo de Tierras, la paz total y las políticas del gobierno por el que votó el campesinado del Catatumbo.