Por: Eduardo Montealegre Lynett
La famosa frase de Marx-Engels en el manifiesto de 1848, “un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”, sigue actual en el mundo contemporáneo. Toda la política de los siglos XX y XXI giró, y gira, en torno a la supuesta contención de un enemigo externo: el comunismo. Con la excusa de proteger la democracia liberal, que algunos, siguiendo las tesis de Hegel consideran el “fin de la historia”, arremeten contra las corrientes progresistas, especialmente en América Latina.
A diferencia del siglo pasado, ya no utilizan abiertamente el golpe militar. Ahora emplean estrategias más sutiles: la desinformación; el miedo a las rupturas con el pasado; mentiras y rumores; deslegitimación de los lideres de izquierda; creación de un aparente estado de zozobra permanente; negación de resultados electorales obtenidos en forma transparente; magnificación de “escándalos” para hacerle creer a la población que el régimen es corrupto, entre muchos otros artilugios.
Y como pilares del golpe, hacen uso de la prensa amarillista, de sectores judiciales profundamente retardatarios y del poder económico de la clase empresarial. Es una maniobra progresiva que, día a día, pretende “calar” en lo más profundo de la sociedad. Socavan, paulatinamente, la democracia. De esta manera, han tumbado, o frustrado, gobiernos legítimos en Ecuador, Brasil y Perú. Ahora quieren aplicarnos la misma estrategia en Colombia.
La prensa de la ultraderecha, pasquines como Semana entre otros, sistemáticamente, con el apoyo de la FLIP, abusa del derecho a informar consagrado en la Constitución. Un principio que permite y protege la libertad de expresión, sobre la base de que debe ajustarse a la verdad. Este panfleto amarillista tergiversa los hechos, emite análisis completamente sesgados, desinforma, propicia la impunidad, magnifica hechos sin trascendencia, es racista y promueve todo tipo de actividad que implique deslegitimación del presidente elegido democráticamente.
Por su parte, como elemento esencial del rompecabezas hay una ficha central: el fiscal general de la Nación Francisco Barbosa. Este bufón convirtió al ente investigador en parte de la policía política del Estado. Persigue lideres progresistas; sataniza a los defensores de la paz, para convertirlos en supuestos cómplices de los carteles de la droga; oculta los crímenes de guerra de la derecha; es jefe de la oposición; llama al presidente dictador y guerrillero; y, lo más delicado, incumple las ordenes dadas por Gustavo Petro –basadas en la Constitución– sobre la suspensión de órdenes de captura a integrantes de grupos organizados que quieren ingresar al proceso de paz. Se convirtió en francotirador al dialogo por la paz.
Los políticos de la ultraderecha, nacional e internacional, también cumplen con su rol: quieren hacerle creer al país que las elecciones fueron ilegitimas; que estamos ante una claudicación frente al narcotráfico, por intentar políticas de sometimiento y negociación en el marco del estado de derecho; políticas que ellos también avalaron, cuando se hizo el proceso con el paramilitarismo y los carteles de la droga en la época de Gaviria, de “Cesar Imperator”, y el “presidente eterno; y en el Caguán, al negociar con las FARC, acusada de vínculos con el narcotráfico. Es, como diría el nobel peruano de literatura, “la moral de los cínicos”.
Algunos empresarios no se quedan atrás: fenómenos incontrolables del mercado internacional, como el alza del dólar y la baja en el precio del petróleo, lo atribuyen a cualquier frase o palabra desafortunada de un miembro del ejecutivo. Y, lo que nos faltaba: un gorila retirado de la Fuerza Pública llama al golpe de Estado duro y un energúmeno (el tal Zapateiro) desafía constantemente la institucionalidad. Quieren crear en el imaginario popular una visión apocalíptica del país, según ellos, ocasionada por un gobierno de izquierda que desea cambiar las inequidades de 200 años; causadas, precisamente, por esa derecha colombiana.
Manuel Castells, sociólogo español, ha caracterizado nuestra época como una “sociedad en red”: ya no estamos ante grandes procesos de industrialización y expansión del capitalismo financiero internacional, como en los siglos XIX y XX. Ahora, vemos el impacto de la “sociedad del conocimiento y la información”, como base de las interrelaciones que dan lugar a una “cascada infinita de significaciones”. Revoluciones tecnológicas del altísimo nivel; nanotecnología; manejo de grandes bases de datos; internet; redes sociales; inteligencia artificial; algoritmos; transmisiones en directo de eventos trascendentales, por ciudadanos en cualquier lugar del mundo, utilizando simplemente su teléfono celular, etc. Una verdadera “aldea global”.
Esta “sociedad en red” es la mejor “arma” para conjurar el poder devastador de los medios de comunicación, al servicio de poderosos grupos económicos opuestos al cambio. Para ellos trabajan, como lo explica el politólogo Atilio Boron, estudioso del tema, plumas agudas como la de Mario Vargas Llosa quien, en el otoño de su meritoria obra literaria, se dedica a exaltar las dictaduras de derecha y a llamar populista a todo pensamiento de izquierda, a contracorriente con lo que siempre dijo en sus escritos luminosos defendiendo la libertad. Lo acompañan en esta innoble cruzada “escritores” como Montaner y Plinio Apuleyo. Se inventaron el manual del “perfecto idiota latinoamericano” para negar realidades como la dependencia económica e imperial de América Latina. Tienen la fuerza de la palabra para convertir en idiota al líder; en populista al luchador social; en autócrata a quien critica el establecimiento. Son unos malabaristas del lenguaje.
¿Qué hacer? Salir a las calles a ejercer el derecho legítimo a la protesta social; invocar la soberanía popular para impedir el golpe. El pueblo debe ejercer su poder de iniciativa legislativa y constitucional con carácter vinculante. Además, seguir el ejemplo de los académicos alemanes: “el constitucionalismo militante” que no es otra cosa que la defensa de la carta política ante aquellos que, por vía democrática toman el poder –como Hitler– para luego destruir sus instituciones al estilo de Álvaro Uribe. Los ciudadanos deben acudir al juez constitucional, para que éste, ante las omisiones del Congreso en el desarrollo de la política social, contribuya al diseño de políticas públicas en el marco de las sentencias interpretativas. El pueblo y la Corte Constitucional tienen la palabra. Ese es el antídoto, el eje democrático para impedir el golpe blando. Como diría Jorge Eliecer Gaitán: a la carga, “nos esperan muchas batallas”.