Por Juan Pablo Soler Villamizar
En el viaje de Barrancabermeja hacia la cordillera Oriental, por donde fluyen las aguas del río Sogamoso, se podía contemplar una espesa vegetación y disfrutar del aire cargado de aromas de humedad y frutas frescas. Al aproximarse al puente La Paz, era un espectáculo ver a los turistas y transeúntes atiborrados alrededor de las mujeres que alzaban sus manos sujetando sartas de pescado, como niños y niñas pidiendo golosinas, querían comprar pescado fresco del río. Era una parada obligatoria para abastecerse de bocachicos, bagres o coroncoros para un caldo bien potente, como decimos coloquialmente.
Tras la implantación del desierto verde que tejen los cultivos extensivos de palma aceitera del Magdalena medio y la construcción de la represa Hidrosogamoso que obstaculizó las aguas del río, este cuadro ha cambiado drásticamente.
Hay quienes afirman que el impacto de la represa fue peor que el de la guerra, puesto que con el conflicto armado se tenía la esperanza de volver a sus tierras pero con el territorio inundado jamás será posible retornar.
Con el desvío de las aguas del río los peces se fueron. Y sin tener qué pescar ni qué vender, el lugar de trabajo de aquellas mujeres fue cubierto por el polvo de las volquetas que transitaban de un lado para otro llevando la tierra que sacaban del muro, los materiales de construcción que requería la obra o los buses de trabajadores que se desplazaban todos los días desde el campamento El Cedral.
La realidad de éste y muchos otros proyectos que se construyen en nombre del desarrollo es que obedecen a la necesidad de crear nuevos negocios, de reproducir el capital para que algunas minorías se enriquezcan desmejorando la calidad de vida de las lugareñas. Después de varios años se constata que Hidrosogamoso no era para producir energía, era para hacer dinero con la venta de la energía producida.
Los sectores que defienden y promueven estos proyectos usualmente manifiestan que el desarrollo tiene costos o que sus impactos negativos son inevitables y que simplemente pueden resolverse con mecanismos de reparación o indemnizaciones, pero la realidad en este caso es que dichas medidas no fueron efectivas, no se tuvieron en cuenta todas las afectaciones ni se aplicaron a la totalidad de las personas afectadas. Es de resaltar que son las empresas las que dicen quién es o no afectado en contraposición al testimonio del lugareño que sufre la afectación. La carga de la prueba se le impone a la víctima y no al victimario.
Las mujeres vendedoras de pescado del río Sogamoso y aquellas que se dedicaban a preparar la comida a los pescadores no fueron reconocidas ni reparadas. Lo particular de este proyecto es que no se adelantó un censo de afectados sino un censo de usos y usuarios del río Sogamoso, categoría que uso la empresa en terreno para decirle a las mujeres que ellos tenían el mismo derecho de usar el río.
En estos proyectos recae un torbellino de impactos sobre las mujeres que jamás son reconocidos. Sus trabajos no son tenidos en cuenta y además tienen que asumir una serie de pasivos que las inmoviliza, las estigmatiza y las invisibiliza a la hora de reclamar o defender sus derechos.
Blanca Nubia Anaya, se distinguió en el sector de San Luis de Riosucio por su buena sazón. A ella la buscaban en semana los pescadores del Río Sogamoso que venían desde Bucaramanga para que les preparara la comida, luego el fin de semana llegaban los turistas. Recuerda Nubia que a muchos de ellos les encantaba esperar a que el pescador llegara a la orilla con su canoa para comprarle el pez que más les gustaba, de allí salían corriendo para pedirle que se los preparara para el almuerzo. Si se quería un buen camuro asado o un sancocho trifásico en la zona, tenían que hablar con Nubia.
Ella cuenta que más que ganarse la vida, lo que más aprecia es lo feliz que era. Los turistas se volvían amigos, la solidaridad no tenía límite, ellos le compartían las verduras, el café o los granos que les sobraban e incluso la llamaban para ver cómo estaba, le regalaban ropa y a una vecina hasta le amoblaron la casa con televisor, cama, nevera y cocina.
Con la imposición de Hidrosogamoso tuvo que salir de la zona. Nubia comenta que al desaparecer los peces y asesinar al río, ella y muchas como ella, no tenían de qué vivir. Perdió su autonomía económica y el tejido social de la comunidad se debilitó con los desplazamientos internos derivados de esta situación. Ella era la presidenta de la Junta de Acción Comunal pero no ha podido regresar a su comunidad. Hoy sobrevive con lo que su hijo consigue, pero muchas veces no les alcanza para llegar a la quincena.
Pensó en vender su casa, donde funcionaba el restaurante, pero como el territorio ha estado asechado por proyectos de desarrollo no lo ha podido hacer. El consorcio contratista del megaproyecto Autopista del Sol la hizo firmar con falsas expectativas un documento en el que se comprometía a no hacer mejoras en la vivienda, ni a enajenarla y solo a venderla al consorcio constructor de la vía. Sin embargo, recordarán que estas empresas se declararon en quiebra tras destaparse el escándalo de corrupción de Odebrecht, dejando puentes sin terminar o mal construidos como el de La Cascajera por el que solo transitan algunas motos.
Cada cosa mal hecha genera afectaciones por las que no se responsabiliza a nadie pero que usualmente son asumidas por las mujeres. Por ejemplo, en el sector La Raya, en Sabana de Torres se abrió sobre la vía un hueco de enormes dimensiones, de tal magnitud que tuvieron que poner dos personas de un lado y de otro para permitir el tráfico de vehículos, los famosos “pare y siga” que conocemos en Colombia.
Humberto Fonseca*[1], uno de estos trabajadores falleció en el mismo hueco que cuidaba. Después de su turno, regresó al lugar en bicicleta para prestarle una linterna al compañero que asumía el turno de noche. La desagracia ocurrió cuando don Humberto cayó al hueco y se desnucó. Su esposa comenta que la empresa y la ARL le han notificado que no le asiste ningún derecho debido a que el señor no estaba laborando en el momento del accidente. Ésta es una externalidad no prevista que se le impone a la esposa de la víctima dejando impunes a los responsables.
Otro caso es el de Doña Delia Cruz* que también vivía de vender comidas. En la zona, la empresa ISAGEN emplea por días o por labores a algunos de los lugareños, pero el hecho de que unos sea contratados y otros no, ha sembrado enemistades, lo que conllevó que al hijo de Doña Delia le arrebataran la vida a puñaladas y que el dolor que carga se agudice con que las autoridades no se preocupen por resolver su situación.
Otras mujeres como Rosalba, que trabajaba por días en los restaurantes informales y que completaba su subsistencia con la venta de rifas a lugareños, turistas y pescadores, se quedó sin nada y jamás la entrevistaron para conocer cómo se relacionaba con el río.
Con la obra también llegaron obreros picaflores que aprovecharon su estancia en la zona para enamorar, en especial, a mujeres jóvenes, con quienes tuvieron hijas e hijos y de cuya paternidad no respondieron. Estas madres y sus hijas e hijos son estigmatizados llamándolos “los hijos de Isagen”. Estas mujeres fueron abandonadas y debieron asumir solas la crianza de sus bebés en contra de su voluntad.
Pese a la diversidad de impactos negativos que circunscriben una violación sistemática de derechos que recaen con mayor peso sobre el cuerpo de mujeres se percibe que las autoridades no han actuado con pertinencia ni celeridad.
Esto se suma a las secuelas que dejó y sigue dejando el conflicto armado en la zona y a los impactos de otros proyectos impuestos en la zona. El desarrollo en cuerpo de las mujeres afectadas es un patrón diferencial de violencia que parte por no reconocer sus derechos ni sus afectaciones.
¡Mujer, Agua y Energía, no son mercancías!
* Los nombres reales ha sido cambiado por respeto a la intimidad de las víctimas.