Por: Alejandro Chala
Trump está capitalizando y explotando las debilidades inherentes al proyecto de la modernidad, que en este momento enfrenta profundos cuestionamientos. Los proyectos democráticos representativos, que emergieron tras la caída del muro de Berlín y la disgregación de la Unión Soviética entre 1989 y 1991, se enfrentan ahora al problema de no estar resolviendo los problemas de sus poblaciones y de ser incapaces de defender sus propios principios fundamentales.
De hecho, gran parte de la opinión pública en Europa, Latinoamérica y Estados Unidos considera que la democracia no resuelve los principales problemas relacionados con la desigualdad, la corrupción, la migración y la violencia en sus territorios. Tampoco lo ha hecho la materialización de la globalización a través de instituciones supranacionales que toman decisiones comunitarias que afectan la vida de la ciudadanía y están completamente alejadas de la realidad nacional de cada Estado.
La crisis de la democracia se está expresando ahora mismo en la abstención electoral, la insatisfacción con las instituciones y la fragmentación de los partidos políticos, mientras que la militancia efectiva se ha reducido al ámbito digital, sin traducirse en una influencia real sobre las decisiones de poder. La gente ve a la política cada vez más como un obstáculo ante la demanda de soluciones inmediatas, lo que ha impulsado el discurso antipolítico y ha llevado a sectores de la población a ceder su soberanía en favor de líderes que prometen eficiencia y resultados concretos.
Al mismo tiempo, el poder económico y político se ha concentrado en élites capaces de influir en las decisiones soberanas de los Estados, socavando la base del modelo participativo al que los Estados apelaron en los últimos 30 años. La globalización como efecto ha profundizado desigualdades sociales, consolidando un modelo en el que las ganancias se concentran en unos pocos mientras las mayorías enfrentan los efectos de la precarización. La desregulación, el libre comercio y la movilidad del capital han debilitado a los Estados, reduciendo la soberanía popular a una gestión tecnocrática que prioriza los mercados sobre la política.
Trump, en ese sentido, ha sustentado su liderazgo en la desconfianza tanto hacia un sector de las élites tradicionales estadounidenses y mundiales como en la reacción contra el intelectualismo liberal de los políticos demócratas y los tecnócratas a nivel global, a quienes acusa de querer socavar las bases mismas de la modernidad, actualmente en crisis, con el multiculturalismo, el multilateralismo y el libre comercio.
Pero lo que subyace tras la emergencia de figuras como Trump, Milei, Orbán, Erdogan y Putin es el agotamiento de un modelo de poder político basado en el consenso, la deliberación y el debate a través de los canales de representación, mediación y participación política. Este modelo se está reconfigurando hacia una forma de poder directo, en la que la representación y la participación política dejan de residir en las instituciones para concentrarse en una figura que asume el rol de estos canales como un agente "neutral", supuestamente orientado a la unidad nacional, pero que, en última instancia, se convierte en la solución autoritaria ante los momentos de crisis.
En ese sentido, Trump no representa en sí mismo la muerte del sistema liberal ni la puntillada final al ataúd del proyecto de la modernidad, sino que encarna en su discurso el reclamo por una soberanía absoluta como restaurador moral para proteger los valores fundamentales de Occidente, al mismo tiempo que encapsula al poder corporativo y a los grandes gremios económicos en un nuevo relato de restauración nacional, en el que el destino económico de EE.UU. se presenta como una batalla entre ‘patriotas productivos’ y ‘globalistas traidores’. Trump, en este caso, sería una especie de summus pontifex, un soberano-sacerdote que cumple tres funciones:
- Recompone el “cuerpo político” al establecer nuevos criterios de inclusión y exclusión. El discurso nacionalista y la agresiva política migratoria, junto con la aceptación pasiva de narrativas basadas en el supremacismo y la segregación racial, redefinen los límites de la comunidad política aceptada y establecen nuevas dinámicas de jerarquización social. En este nuevo "cuerpo político" —concebido como la comunidad ideal de cada Estado—, el nacionalismo ha dejado de centrarse en la defensa de instituciones, como la "democracia" en sí misma, para transformarse en un nacionalismo identitario que, lejos de cohesionar, fragmenta la sociedad y genera tensiones internas que desembocan en respuestas autoritarias.
- Toma decisiones de índole excepcional en el marco de la democracia para sostener un poder político con tintes mucho más trascendentales. Una imagen de este poder trascendental que asume Trump—que habría sido digna de análisis con la agudeza que caracterizaba a Antonio Caballero en sus columnas—se encuentra en la ronda de declaraciones realizadas por diversos clérigos y figuras religiosas de distintos credos, en su mayoría ligados a expresiones judeocristianas, durante su toma de posesión el 20 de enero. Este rito no solo busca conferir a Trump una justificación divina para sus decisiones, sino que pretende proyectarlo como el baluarte de aquellos valores fundamentales que su discurso dice defender.
- Contiene las potenciales rupturas sociales que pueden darse al interior del sistema. Tanto por el descontento de las clases medias, los sectores rurales y los trabajadores blancos del interior del país —quienes se han sentido abandonados por el establecimiento y despreciados por las élites políticas y económicas de las costas Este y Oeste— como por la efervescencia de movimientos sociales más contestatarios en torno a temas raciales y de diversidad (BLM, antifascistas), Trump asume un rol de excepcionalidad. Esta posición le permite, por un lado, canalizar el descontento de ciertos sectores sociales y, por otro, imponer un grado de orden y control interno mediante restricciones a los derechos civiles y el ejercicio de la violencia.
En este sentido, Trump encarna ahora mismo una respuesta a la crisis del orden global surgido tras la Guerra Fría desde una reconfiguración del mismo en términos más proteccionistas y autoritarios.
Además, Trump es un soberano-sacerdote porque sostiene una alianza pragmática con las élites económicas que ven en su proyecto una oportunidad para redefinir la acumulación en términos nacionales, resguardando sus intereses sin las restricciones del multilateralismo y las instituciones globales, y en la que protege, por otro lado, una narrativa civilizatoria. Su doctrina es la del sentido común, que en últimas no es otra cosa sino la manifestación de que la política debe ser simple y sencilla, acorde a una mirada de la política no como un acto racional sino como una cuestión de fe en las acciones del soberano.
Sin alternativas claras a este nuevo modelo emergente, las izquierdas han tendido a fragmentarse entre propuestas sociales y económicas poco contundentes frente al modelo neoliberal, mientras que las fuerzas socioliberales moderadas han apostado por una defensa sin matices del statu quo, incapaces de ofrecer soluciones que escapen a la lógica tecnocrática. En este vacío, Trump se ha logrado presentar como la única opción disruptiva, aunque su discurso solo haya reforzado en últimas las dinámicas de exclusión y polarización que profundizan la crisis del sistema.
Sin un contrapeso real que dispute este relato, la tendencia va por ese camino, y puede llegar a Colombia en este escenario preelectoral en cualquier momento. ¿Estamos preparados para afrontar el avance de este nuevo paradigma político antes de que termine por reconfigurar completamente el modelo de democracia que tenemos en el país?