Por: Margarita Jaimes Velásquez
La Ley 724 de 2001 establece que el último sábado del mes de abril se conmemora el Día Nacional de la Niñez y la Recreación. En este contexto, las alcaldías y gobernaciones, a través de sus Secretarías de Educación, han emitido directrices a las instituciones educativas para la organización de actividades recreativas en sus instalaciones. De igual forma, se llevarán a cabo jornadas lúdicas en diversas localidades durante ese fin de semana.
Si bien toda actividad recreativa es bienvenida, resulta especialmente significativa su implementación en barrios, corregimientos y veredas donde residen niños y niñas provenientes de familias con recursos económicos limitados y donde, lamentablemente, la disponibilidad de espacios públicos para la recreación y el deporte es escasa.
El propósito fundamental de esta ley es incentivar y sensibilizar a la sociedad y al mismo Estado sobre el derecho esencial de la niñez al juego y al esparcimiento. A pesar de haber transcurrido 24 años desde su promulgación, persiste la percepción en algunos gobiernos de que su responsabilidad se limita a la celebración puntual de este día. Es crucial comprender que el derecho a jugar en espacios abiertos constituye un pilar fundamental para el desarrollo integral de los individuos. El espíritu de la Ley trasciende la mera celebración, apuntando al desarrollo progresivo de este derecho.
La infancia que habita en la Colombia profunda, aquella que vive en la periferia de ciudades y poblaciones en condiciones de vulnerabilidad, continúa esperando la construcción de parques y escenarios deportivos, así como el diseño y la ejecución de programas de recreación y juegos que se extiendan a lo largo de todo el año. Esta niñez anhela que el derecho al juego, sin discriminación alguna, se convierta en una realidad tangible.
El juego en espacios abiertos representa para niños y niñas el entorno idóneo para la socialización, la experimentación de la democracia y la participación activa. A través de él, aprenden a participar en la creación de normas, a respetarlas y a exigir su cumplimiento cuando son transgredidas. El juego contribuye al desarrollo de habilidades esenciales como la cooperación, la empatía y la resolución de problemas. En esencia, fomenta la felicidad, el disfrute y la capacidad de compartir con los demás.
Con convicción, afirmo que garantizar este derecho implica una inversión trascendental en la formación de generaciones más saludables física y mentalmente, en la construcción de una ciudadanía solidaria y capacitada para resolver conflictos de manera pacífica, promoviendo la inclusión y el respeto por la diversidad. Se fomenta así el desarrollo de individuos con conciencia social y colectiva, sujetos de derechos con las habilidades necesarias para participar, transformar su entorno y afrontar positivamente los desafíos.
Los horizontes de paz, convivencia pacífica y seguridad demandan una atención prioritaria al individuo, especialmente a aquellos que se encuentran en pleno desarrollo. Es imperativo adoptar una perspectiva centrada en los derechos de la niñez y replantear las estrategias actuales de seguridad humana, pues el derecho al juego dista mucho de ser un asunto trivial.