Por: Alejandro Castillejo-Cuéllar
Descubrí, hace más de una década en el Caribe, que la violencia marca y deja cicatrices en el “monte”, en ese universo de complejidades que llamamos “naturaleza”. En ese momento me hice la pregunta por ese dolor inaudible. El asunto es que hay que aprender a oírlo de otra manera para “escucharlo”. Fue la historia del “árbol dolido”, como le llamé al relato del encuentro con un gran tronco herido, el que me hizo pensar en las intermediaciones de las entidades más-que-humanas cuando hablamos de “reparación” de la violencia. Para mí fue una epifanía, y de paso una ruptura con el humano-centrismo de los debates sobre la “memoria” en los escenarios transicionales del Sur Global. Aún recuerdo las risas suspicaces de los “transitólogos” cuando les decía que la justicia transicional era un dispositivo diseñado para “reconocer” al ser humano como único locus del dolor. Por supuesto, para alguien que se inventó el término “estudios críticos de las transiciones políticas”, que por alguna razón hoy a muchos en el poder ya no les gusta, este era un gesto verdaderamente radical. Le quitaba a lo humano su singularidad porque se hacía la pregunta más inusual: ¿Cuándo decimos “nunca más”, exactamente nunca más qué?
Llevé esa idea, para muchos absurda, hasta el volumen testimonial del Informe Final de la Comisión de la Verdad, varios años después, Cuando los Pájaros no Cantaban: Historias del Conflicto Armado en Colombia. —Si hacemos un volumen de testimonios—, como le dije a mis colegas comisionados, —¿cómo no vamos a incluir el de la selva o la montaña?—. El monte (y las formas y discursos que toma su materialidad) no es solo el teatro de operaciones de la confrontación ni la razón de esta. Algunos incluso pensaban que la metodología que diseñé para hacer el trabajo, caminar, escuchar y significar, era puro aspaviento posmoderno. Con esa gran pregunta alrededor del nunca más, nació un proyecto a medio camino entre la documentación etnográfica y el arte-exploración sonoro que llevaba por nombre diálogos con la naturaleza. Con los mayores que me dieron permiso para seguir hablando de estos temas, exploramos entre las lomas, las rocas y los mares el asunto. En medio de esto, retomo lo que en su momento llamé las “violencias de larga temporalidad”, término que usé para argumentar que nuestros lenguajes del dolor colectivo, nuestras teorías del sufrimiento humano (centrados en los cuerpos dañados) no lograban captar esas temporalidades, en donde la violencia era y sigue siendo constitutiva del orden social. Era una manera para hablar del “daño histórico” y las violencias de corte sistémico. Extendí esta reflexión al Sur del África, Canadá y Senegal, y Perú cuando trabajé en el concepto de “domesticación del testimonio”. Entre todo esto, emergió la llamada “civilización” como “perpetradora”.
Cuando se sitúa el árbol como centro del relato sobre “la guerra”, la palabra “conflicto armado” tiene obvias limitaciones. Nos toca redefinir el término “violencia”, cuestión que ha sido difícil ya que cuesta salir del huracán de conceptos, instituciones e incluso presupuestos de cooperación asociados a las multinacionales humanitarias. La historia del árbol dolido es una historia de apropiaciones, de largas cosificaciones que lo han convertido en materia prima, en objeto de conservación, en mercancía, en otras “cosas”. Hacer legibles sus heridas requiere entender esa larga temporalidad.
Hace algo más de un año, explorando la frontera entre Nariño y Ecuador, me encontré con los invisibles de la selva. ¿Eran los mismos seres de los que habíamos hablado en el Amazonas Medio unos años antes o quienes habitaban los lugares de la Sierra Nevada? Entre azares y encuentros fortuitos, descubro el trabajo de los y las colegas de Parques Nacionales en el Bajo Putumayo en donde el centro de la “protección” (ambiental o de sus “funciones ecológicas”) radicaba, entre otros, en apuntalar un santuario como lugar de protección del bejuco sagrado del yagé y los animales asociados al mundo cosmológico-cotidiano. El santuario había nacido de la discusión de los varios pueblos indígenas que lo colindan. Una visión heterodoxa de los amigos de Parques ayudó a materializar esto, dado su interés por incluir una perspectiva bio-cultural del cuidado del bosque.
Y aunque el asunto está lleno de complejidades, aquí hay una concepción distinta que nos emparentó en un diálogo, en casi una hermandad. Aún recuerdo la emoción de esa primera llamada telefónica. Una medida de la devastación ecológica era la desaparición de los invisibles, es decir, “se habían ido”. Como en otros lugares, algunos abuelos cofanes hablaban de violencias muy largas. Quizás menos en este contexto, porque los cataclismos sucesivos no se asientan tan fácilmente en un relato. Preguntarse por la mata es a la vez un ejercicio que emparenta con mucha dificultad la biología, la medición, el dato técnico, los porcentajes de deforestación, la imagen satelital, la sacrosanta política pública, y la “sacralidad” del mundo cotidiano hecha de la interdependencia de los seres no humanos.
Una etnografía del santuario y la conservación de la biodiversidad es a la vez un trabajo sobre las historias de las guerras más allá del conflicto, de los rastros que dejan, de los silencios humanos y no humanos, del vínculo con un pasado que no ha pasado —contado desde las reverberaciones y los ecos de esas violencias— y de las formas que adquiere una especie de la estatalidad verde: aquí hay muchas formas de devenir Estado. Y con la conciencia de que el territorio es natural, espiritual, afectivo, productivo o material, no quiero volver a imputarle a los mayores los acostumbrados términos exotizantes que siempre los describen: puntos de vista distintos, culturas diferentes, con creencias, religiosidades o supersticiones chamánicas, profundas y hasta ancestrales (término que se ha vuelto moneda de cambio y casi trivializado).
Al final, como sucedió en mis conversaciones con los padrinos de la santería y los sangomas o “médicos tradicionales” en Ciudad del Cabo hablando del daño y la medicina moral que practican, hay una duda final, un escepticismo estructural que produce respuestas paternalistas. En esta parte del país, los ciclos de apropiación de cuerpos y espacios —esenciales en la formación de este Estado-Nación(es)— nos llevan como mínimo hasta las caucherías, la intervención de los religiosos, el auge del petróleo y aún hoy (un “hoy” extendido temporalmente) la coca, incluyendo sus “terapéuticas” institucionales como el uso del glifosato y el Plan Colombia, en donde la cooperación para el desarrollo muestra su parentesco histórico con la cooperación militar. Estas son para mí, capas históricamente situadas de devastación.
Asegurar la permanencia de estas entidades es asegurar el bosque, son ambas mutuamente constituyentes. Entidades que además de habitar el bosque como bosque también tienen sus propios mundos, sus familias y sus casas. El problema es que a estos “invisibles” no les damos el estatus de realidad “observable”.
Y aquí quisiera tomar un atajo antes de terminar con unas preguntas. En medio de los intercambios con uno de los taitas, le pregunté ya entrando en elucubraciones personales, sí para “ver” esos “invisibles” se requería del bejuco. Su respuesta obviamente fue que sí, aunque hay abuelos que igual los ven “normalmente”. Y ahí entendí que el bejuco es una tecnología que hace los oficios similares a un radiotelescopio o un microscopio. Es una tecnología de percepción que hace visible una dimensión de la realidad, o la configura como realidad. Me atrevería a decir, con todas las disculpas con los estudios sociales de ciencia y tecnología, que le da sustento u origen a una forma de enunciar el mundo: sin estos objetos-prótesis de nuestros sentidos, no existiría en nuestra conciencia el mundo corpuscular, celular, microbial, o subatómico, aunque jamás hayamos visto átomos. Sin embargo, el Mayor hablaba de la plétora de sonidos que hacen, de los rastros que dejan al “morir”, generando unos vientos que parecen soplidos de aguacero sin aguacero, en este mundo y el onírico. Quizás deberíamos hablar de las condiciones de su audibilidad o de lo audible, más que de lo visible. En todo caso, “los invisibles” es una traducción de una palabra en el idioma cofán que significa, más o menos, “gente del monte”. Me llama la atención el origen de la traducción, por su ocularismo, por ser un término asociado a lo visual. En cierta forma, realmente no son “invisibles” per se.
Por extrañas que parezcan, al preguntar por las violencias, preguntamos por varias cosas: ¿una justicia transicional post-humana, más allá del ser humano como locus del dolor? ¿cuál sería la “memoria” del monte? ¿cómo nos la cuenta? ¿no implicaría esto redefinir el paradigma de la “reparación” (más allá de incorporar las sensibilidades y visiones culturales sobre el tema, cuestión que la institucionalidad llama “enfoque étnico”) donde las plantas son sujetos de dolor? ¿Qué implicaría reconocer esa subjetividad? Y si es así, ¿qué es entonces convivencia, o coexistencia pacífica, o incluso reconciliación? Necesitaríamos pensar también en una “paz en pequeña escala” donde las interdependencias entre diversas entidades fueran un puente entre la biología y la espiritualidad, y la escucha fuera una inflexión que nos permita entender la integralidad del mundo, no lo que acontece con los sonidos. Tendríamos que hablar de micro-devastaciones, de largas temporalidades, de rupturas relacionales. ¿No sería el momento de hablar de áreas sagradas o sacralizadas de protección (ambiental) donde el yoco y el yagé conviven y conforman, con otras entidades incluidos nosotros, patrones de convivencia más amplios?
Ahí hay una colaboración epistémica por construir, la misma que se da cuando dos ojos operan integrativamente (con el cerebro) para producir el fenómeno que llamamos “perspectiva”, una forma particular del mirar, y en este caso de escuchar.