Por: Guillaume Long *
¿Qué impulsa la escalada militar de Estados Unidos en el caribe? En un inicio, parecía una operación con fines esencialmente domésticos: Trump proyectando firmeza contra el crimen organizado en un contexto de encuestas que indican que la criminalidad sigue siendo una de las mayores preocupaciones ciudadanas en Estados Unidos. ¡Qué mejor golpe de efecto que imágenes satelitales de bombardeos a embarcaciones cualquieras en el caribe lejano!
Otra posible explicación era la necesidad de apaciguar a los neoconservadores en Washington y a las figuras más radicales de la oposición venezolana después de que Trump haya otorgado una licencia para que la empresa Chevron pueda operar en Venezuela. Es decir, meter la mano sobre el petróleo venezolano mientras que, de manera performativa, se amenaza a su gobierno.
Pero la magnitud del despliegue – 10 buques de guerra con 10.000 soldados a bordo – le quita credibilidad a la hipótesis de estas maniobras politiqueras. Se han cortado además todos los canales diplomáticos con Caracas y bloqueado las gestiones del enviado especial Rick Grenell ante Maduro. Por lo que se vuelve a barajar la posibilidad de una verdadera intentona de cambio de régimen, esta vez por vía militar, probablemente impulsada por el secretario de Estado Marco Rubio y sus coidearios republicanos de Florida notoriamente obsesionados con el derrocamiento de Maduro.
Varios analistas han argumentado que el carácter explícito y hasta provocador de la amenaza militar indica que Trump busca desencadenar un cambio de régimen sin tener que desatar un ataque directo. La sola promesa de una guerra con Estados Unidos, por primera vez en la historia de Venezuela, lograría provocar el anhelado sublevamiento de oficiales de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana. Pero puesto que fracasaron todos los intentos de golpe de la primera administración Trump – incluyendo el fiasco de la presidencia paralela de Guaidó (2019-2023), el golpe de abril de 2019 y la frustrada intervención mercenaria de mayo de 2020, no queda muy claro si esta nueva apuesta logre su cometido.
¿Cuál es entonces el siguiente paso si las bravatas bélicas de Trump no logran sus objetivos? El desembarco de tropas estadounidenses en territorio venezolano luce poco probable dadas las promesas presidenciales, apoyadas por su base MAGA, de poner fin a las «guerras eternas» de Estados Unidos. En vista de la abrumadora asimetría militar, Estados Unidos lograría sin duda destruir gran parte de la infraestructura militar convencional de Venezuela en las primeras horas de una conflagración. Pero con el transcurso de los días, la presencia de botas estadounidenses en Suramérica generaría un atolladero político y une empantanamiento militar de proporciones impensadas para Trump.
En definitiva, en el caso de que Trump se empecine en intervenir militarmente, lo más probable es que se oriente por ataques aéreos; una vez más, con el propósito de generar las condiciones para una sublevación militar o una insurrección popular para derrocar el gobierno. Esto, sin embargo, es sin contar con que el chavismo, aunque debilitado, sigue gozando de un apoyo popular no negligible, y con que el ejército venezolano se ha mantenido notablemente leal al gobierno a lo largo de dos décadas de presiones e incentivos para insubordinarse. Cada intento fallido de golpe de Estado ha ido develando y por ende depurando los elementos amotinados en la institución militar. Y paradójicamente, los años de sanciones económicas y desestabilización política han endurecido el aparato de seguridad venezolano, hoy muy resiliente ante ataques internos y externos.
Para que surja el cambio de régimen que desean los sectores más radicales de la administración Trump, no faltaran las voces presionando para una campaña de ataques aéreos mucho más intensa y prolongada en el tiempo, e incluso un apoyo a una oposición en armas, hoy inexistente en Venezuela; es decir, otra guerra proxy más, no tan disímil a la que Estados Unidos ayudó a desencadenar en Libia, pero con resultados absolutamente impredecibles.
Cualquier intervención militar de Estados Unidos en Venezuela desdibuja un escenario catastrófico para Venezuela y para toda América Latina. A más del costo humano de la guerra, las organizaciones criminales y los grupos armados irregulares que operan a lo largo de las fronteras de Venezuela, en especial con Colombia, aumentarían su poder e influencia. El tráfico de armas, de personas e, irónicamente, de drogas, que se supone es la razón de ser de la actual escalada militar estadounidense en el caribe, se dispararía.
Si las draconianas sanciones de Estados Unidos contra Venezuela, que han provocado una grave escasez de alimentos, medicinas y combustible, llevaron a más de 7 millones de venezolanos a emigrar de su país, ¿qué se puede esperar del impacto de una guerra? El escenario más conservador es un éxodo exponencialmente mayor al de la última década: una crisis de refugiados de proporciones aún no vistas en el hemisferio occidental.
Algunos analistas han sugerido que lo que busca Estados Unidos no es en realidad un cambio sino un colapso de régimen, para destruir y debilitar, más que para reemplazar y controlar. Más allá del hecho de que no está claro si el actual gobierno de Estados Unidos tiene realmente la capacidad de elaborar políticas y escenarios con este nivel de abstracciones estratégicas, no se entiende cuál serían los beneficios para Washington de sumir a la región, y la mayor reserva de petróleo del planeta, en semejante caos y violencia.
Lo más probable es que no esté trazada una ruta clara y que se trate de una reacción esencialmente intuitiva de reafirmación del poder de Estados Unidos en su hemisferio y de intimidación a las disidencias políticas latinoamericanas: el síntoma del retorno a una lógica geopolítica de esferas de influencia regional en el contexto de las grandes rivalidades de la creciente multipolaridad global.
Que no nos quepa la menor duda de que las consecuencias de la nostalgia estadounidense por su diplomacia cañonera de inicios de siglo 20 serán pagadas en primer lugar por los latinoamericanos. Por lo que urgen voces claras y decididas para denunciarla. No hay escapatoria – por elemental apego al respeto a la vida y a la estabilidad regional – ni siquiera para las voces más conservadoras, a una condena carente de ambigüedad. La historia no será benevolente con quienes no se opongan expresamente a semejante locura imperial.
* Guillaume Long es analista del Center for Economic and Policy Research (CEPR) con sede en Washington DC y ex canciller del Ecuador.
