Por: Alejandro Castillejo-Cuéllar
“Es muy importante conocer la verdad del árbol [dolido]. El problema es que hay gente que no quiere conocer esa verdad”
Mayor Roberto, Bogotá, mayo del 2024.
“Si ella no hablara [la naturaleza] yo tampoco podría hacerlo.”
Memo Félix, Sierra Nevada de Santa Marta, 2023
La idea de una “paz con la naturaleza” por supuesto es una idea sugerente. En el complejo escenario colombiano, donde conviven múltiples transicionalidades (“conflicto armado” con unos grupos, “postconflicto” sin cerrar con otros y una “transición” a medias, todas a un mismo tiempo), la “naturaleza” y el “territorio” han surgido como “objetos” de preocupación para entender la violencia. Todo esto alimentado por una discusión interdisciplinaria reciente que nos habla de la interdependencia de aquello que es más-que-humano. Por supuesto el primer impulso es a ver en el territorio (la tierra, la propiedad, etc.) y sus recursos naturales los orígenes de muchos conflictos globales.
Dicha centralidad de la naturaleza como objeto de meditación en torno al conflicto armado, por ejemplo, se evidencia (además de los Autos de la JEP) en el reciente Informe de la Comisión de la Verdad (2022) que explora tímidamente la relación entre “naturaleza” y “violencia” a través de un gesto ambivalente: por un lado, el de reconocer el territorio y/o la naturaleza como “víctima”, es decir, como un “sujeto de derechos”, como dice la Jurisdicción de Paz, alrededor del cual se puede pensar en una justicia transicional “verde”, la más reciente variación sobre el tema restaurativo. Por otro, “como sujeto de dolor”, cuyo planteamiento nos permite aventurar una lectura sistémica de las “violencias de larga temporalidad” que nos invita a relatar la “violencia” de otra manera, más allá del arco narrativo de la confrontación político-ideológica (que llamamos “conflicto armado”) en función de la competencia por el Estado.
El primero es un gesto jurídico que se sitúa más en el ámbito causal, de los “impactos”, de una visión humano-céntrica de la violencia y de los derechos de los humanos. Y aunque es un avance importante para pensar las relaciones entre “naturaleza” y “violencia”, es también de alguna forma una domesticación de una “naturaleza” a la que no se le da cualificaciones de un sujeto, porque no piensa o no tiene “consciencia”. El segundo es un gesto heterodoxo y revelador sin duda, que se sitúa en el ámbito del volumen testimonial del Informe Final (Cuando los Pájaros No cantaban: Historias del Conflicto Armado en Colombia) y que nos plantea una gran cantidad de preguntas que se salen de los modos comunes de entender las violencias en Colombia.
II. Capas de Devastación
La Comisión de la Verdad de Colombia (y obviamente la JEP) es la primera que plantea, en el campo de los experimentos de justicia transicional, las relaciones entre el “conflicto armado”, técnicamente hablando, y la naturaleza, o el territorio. Ninguna otra Comisión lo había realizado, esto debido fundamentalmente a que son dispositivos diseñados para documentar las graves violaciones a los derechos humanos a través de una serie de metodologías que se concentran en la enunciación pública del dolor, sentido e infligido. De ahí la organización moral del mundo que nos habla de “víctimas” y “perpetradores” que certifican el daño con su palabra. Por eso las comisiones de verdad son dispositivos de escucha, donde hay un contexto de enunciación y unas condiciones para hacerlo audible.
En este contexto, como decía, emerge una tensión que influye en la idea de “naturaleza” cuando hablamos de paz. Por un lado, la idea de una “violencia reciente” que llamamos “conflicto armado” (la palabra “guerra” es imprecisa en este ámbito, a menos que se use como una metáfora) la cual tiene un “impacto directo” en la ruptura del entorno medioambiental y en las relaciones bioculturales. Para mal o para bien, “lo natural” queda subsumido y relatado desde esa lógica. Para entender esto tenemos campos interdisciplinarios como la ecología de guerra o “war ecology”, entre otros, que se encarga de leer (a través de diversos lenguajes como el de la economía o la ecología) los efectos de la guerra o el conflicto.
Por otro lado, una “violencia de larga temporalidad” (algunos también le llamamos “violencias estructurales y sistémicas”), asociada a la formación del estado-nación y la apropiación de los espacios y los cuerpos de otros por parte de una visión particular del orden social, en diversas escalas. Larga duración no hace referencia a los periodos o líneas de tiempo determinados por la recurrencia de “hechos victimizantes” (para usar el lenguaje de los derechos humanos) en el tiempo, como lo han planteado el modelo comisional de la verdad. La violencia que yo llamaría “civilizacional” es de larga duración, y tiende a normalizarse al punto de hacerse invisible porque es constitutiva del mundo social. Para algunos pueblos es experimentada como devastación, para otros es parte del costo que se paga por el “desarrollo”. Aquí emerge un primer reto: pensar en la “naturaleza” y “la paz”, y sus vínculos bio-eco-sociales, requiere de una ampliación del concepto de violencia en donde dos formas del tiempo se intersecan, ya que son, creo yo, indisociables. Para ver esas intersecciones hay que idear nuevos conceptos integrativos como por ejemplo la compresión de la violencia como capas históricamente situada de devastación, central para el Volumen Testimonial del Informe de la Comisión de la Verdad.
Esto resulta de vital importancia pues en la lógica de causa y efecto implícito en la “política pública” como forma de gobierno, dependiendo del concepto de “violencia” que se tenga (por ejemplo, cuando hablamos de “ruptura del orden jurídico” o de “la violación de los derechos”, o la experiencia individual o colectiva de “lo traumático”, o la ruptura de la Ley de Origen), podemos imaginar la idea de “resconstrucción”, de “terapia”, de “reparación”, “restauración”, o de “sanación”, según sea el caso. Si la violencia es la ruptura del lazo con los antepasados, la paz será la restitución de dicho lazo. En este contexto, las ideas de violencia y de la paz están encuadradas por experiencias históricas y culturales concretas, por teorías del sufrimiento humano (lo que Veena Das llamaría teodiceas seculares). Esta ampliación del concepto de violencia es producto de pensar las largas temporalidades justo en el vértice entre desigualdad y diferencia, entre conflicto armado y violencias sistémicas), para lo cual la justicia transicional no está diseñada: prácticas específicas de negación del otro, que son constitutivas de la reproducción del Estado nación. Como decía, prácticas de apropiación de territorios, de apropiación e incluso colonización de cuerpos, y de reproducción de la vida y la muerte a través del lenguaje. Entre la biopolítica y la necropolítica.
Aquí está la esencia del reto de nombrar el presente, que no tiene nada de excepcional paro a la vez es particular: en Colombia cohabitan, como en otros contextos de graves violaciones a los derechos humanos y violencias sistémicas, estas temporalidades de la violencia, cuestión que nos obliga a repensar qué es la violencia y qué es la paz. La “naturaleza” está pues en el vértice de estas escalas del tiempo. La intersección y sobreposición entre dichas escalas temporales produce lo que llamo “capas históricamente situadas de devastación”, que son legibles a través de diversos lenguajes, siendo la “biodiversidad” una forma de enunciar parte de esas capas de devastación. Al juntar violencias de larga y corta temporalidad, el conflicto armado se convierte en un capítulo, en una larga historia que nos intersecta con otras trayectorias globales.
III. Sujeto de dolor
El gesto de escucha del bosque o de la selva, del desierto o del río, y la interdependencia de muchos lazos-seres que co-habitamos en estos lugares es genuinamente integrativo: hay que poner el oído, por así decirlo, en estas capas de devastación, para escuchar sus diferentes registros temporales. Lo testimonial se nos da, así mismo, en forma de capas de experiencia también: interconectadas, sobrepuestas, entretejidas, etc. ¿Podemos hablar entonces del testimonio de la “naturaleza” o del “territorio”? No el testimonio de la persona sobre la naturaleza, como cuando contamos la historia de la transformación de los paisajes, sino de ella “directamente”. ¿Qué es entonces escuchar?, ¿Qué o quién escucha?, ¿Qué es exactamente una “herida” y cómo podemos reconocerla en tanto tal?, ¿Cuáles son las relaciones entre “territorio”, “naturaleza”, violencia, y cuáles son sus “verdades”?, ¿Qué lenguajes, técnicos, estéticos o políticos, qué modos de entender tenemos a la mano para hacer inteligible y audible esta herida?, ¿Cómo la estudiamos y cómo suturamos la herida? Estas preguntas conllevan una ética de la inter-escucha e implica una pedagogía que se sale del aula de clase, que implica sentir el mundo, una escucha en perspectiva de futuro. Implica una forma de recalibrar el oído. Para eso recurrimos a “otros lenguajes para articular la experiencia” humana-y-más-que-humana. Es en el balance entre comprender el mundo y sentirlo que el potencial crítico y propositivo se materializa. El acto de reconocer este sujeto de dolor transforma el lenguaje de la paz y la justicia transicional y nos permite imaginar otras maneras de cohabitar el mundo.
IV. Tejidos Sensibles
Finalmente, el mecanismo que el Tomo Testimonial Cuando los Pájaros No cantaban: Historias del Conflicto Armado en Colombia utilizó para abrir un espacio del sentir la violencia contra la naturaleza (y no sólo transmitir), retratada en una sección particular del texto, fue el diseño de lo que llamé una Lectura Ritualizada. Un montaje sonoro-textual y performático de la lectura en vivo de historias asociadas a la sección Conversaciones con la Naturaleza, y recogidas a lo largo de dos años de encuentros con mayores y mayoras de varios pueblos originarios. El método que usamos para el desarrollo de esto se llama itinerarios de sentido, evocando las tres dimensiones de la palabra sentido: como significado, sensorialidad, y como experiencia corporal y cartográfica. El resultado de esto es la configuración de territorios de escucha. Parte del proceso incluyó extensas conversaciones con autoridades tradicionales en Colombia, en el Sur de África y otros lugares. Es un montaje que se encarga, con los sonidos tratados y curados de diversos lugares del país, de crear un tejido conectivo y afectivo, un mundo sonoro que a oscuras o en la penumbra, nos permite una disposición de escucha concentrada en el oído. Una reverberación en colectivo que gesta el espacio posterior de diálogos directos en donde la idea de construcción de paz y pedagogía atraviesan los cuerpos y nos hace preguntarnos por lo que significa habitar un mundo. Cuando se junta el texto, la puesta en escena y el sonido, el diálogo con las generaciones más jóvenes, adquiere un carácter autorreflexivo. Incluso cuando hay en juego varios idiomas. En este contexto, la paz adquiere una profundidad distinta y términos como “reconciliación” resultan resignificados.
Para discutir más a profundidad sobre los temas planteados en este artículo, invito a los interesados a particiar del IV encuentro internacional de Estudios Críticos de las Transicones Políticas, "La naturaleza como sujeto de dolor".