Por: Estefanía Ciro
En estas últimas semanas en Colombia, la DEA volvió a ser protagonista. En primer lugar, la desclasificación de archivos de National Security Archive sobre el periodo presidencial de Alfonso López Michelsen (1974-1978) y Julio César Turbay (1978-1982) en el que se relanza el conocido informe Bourne, un documento que señala de vínculos con el tráfico de sustancias a personas en el gobierno de López Michelsen. De otro lado, otro informe de la DEA denunció las supuestas relaciones del frente Comuneros del Sur, en abierta división con un sector del COCE del Ejército de Liberación Nacional que ha provocado una de las más grandes crisis de la mesa de negociación con ese grupo guerrillero. Esto no solo dividió a ese actor armado si no también al mismo gobierno, que enfrenta serios dilemas de si sentarse en una mesa con este Frente o con el Ejército de Liberación Nacional. El fin de semana fue filtrado un informe de la DEA, en el que se señala a ese frente de tener relaciones con el tráfico de cocaína. Nunca es tarde para seguir discutiendo qué es y cómo leer un informe de la DEA.
Acerca del Informe Bourne, le hacen una entrevista al importante historiador colombiano Eduardo Sáenz Rovner, con quien estoy de acuerdo en que las élites y políticos están estrechamente relacionados con este mercado – como la Comisión de la Verdad lo señaló también al advertir el modelo de Estado en el marco del conflicto armado- pero no comparto varios argumentos que expone. El primero es cuando el profesor afirma que la información de dicho documento es “excelente” porque, según él, la DEA tenía agentes en Colombia. Tampoco adhiero en su énfasis en la dinámica del tráfico solo en “empresarios” –pobres y ricos– de nuestro país, que comercian “por las buenas o por las malas”. Y finalmente, no comparto su justificación al carácter civilizatorio del papel de los Estados Unidos como el que nos salva de “los narcos”, diluyendo la responsabilidad de los mismos y de sus ciudadanos en el tráfico y, por lo tanto, dejando la duda acerca del impacto de la política prohibicionista en nuestro país.
Investigaciones profundas de otros colegas ponen en cuestión estas ideas, y quiero traer acá a colación el trabajo de Carlos Pérez Ricart, miembro de la Comisión de la Verdad en México, quien ha estudiado profundamente el papel de las agencias de inteligencia en nuestra región. Ante dos “revelaciones de informes de la DEA” en México, ha mostrado juiciosamente sus métodos y debilidades analíticas, permitiéndonos ver cómo esta entidad ha intentado crear escándalos políticos bajo unos intereses específicos que guarda sobre México, principalmente el de lograr más libertad de acción en ese país después de que el excanciller Marcelo Ebrard y el presidente López Obrador les pusieron candados. Este análisis lo hizo con el escándalo de tráfico de drogas del general Salvador Cienfuegos (2020) –El Expediente Cienfuegos– y acerca del más reciente caso que estalla en plena campaña política sobre el uso de fondos de traficantes para la campaña anterior de Andrés Manuel López Obrador. Ninguno de los informes tuvo fuerza probatoria de lo que pretendía la DEA.
Con esto quisiera decir que esos informes surten una suerte de golpe de opinión y son menos rigurosos que lo que el mismo profesor Sáenz Rovner afirma. Por supuesto, en ese momento –hasta el presente– hay agentes en terreno de la DEA en Colombia, pero eso no es prueba de calidad probatoria, sobre todo cuando hemos analizado sus diversos informes y metodologías, basadas en crear escenarios de chantaje, anzuelos y principalmente, construirse a partir de comentarios de todos los actores que llegaban a la embajada de los Estados Unidos a servir de informantes, políticos y empresarios acusándose entre ellos, como muestran los documentos.
Para darles un ejemplo, veinte años después del informe Bourne, en el Putumayo y Guaviare, en medio de la avanzada paramilitar después de las marchas campesinas cocaleras en 1996, ocurrieron las masacres de El Tigre y Mapiripán. Poco después oficiales de la DEA hicieron un recorrido y en sus informes la conclusión fue que no había ninguna evidencia de la más mínima presencia paramilitar en esas regiones. En este momento de la historia, después del horror que conocemos, sabemos que esos informes escondieron la verdad, no está de más decirlo, sobre víctimas de la política de drogas imperial de los Estados Unidos, campesinos de la Amazonia colombiana, que sí existe y no puede ser omitida, como señala el historiador Sáenz Róvner. Esto no es un capricho de izquierdas.
Ni hace falta ahondar en otro famoso informe y operación de la DEA, que construyó un escenario en el que terminó acusado de tráfico de drogas un negociador de la mesa de FARC-EP en La Habana, y que intentó extraditarlo, alterando el rumbo de la implementación de los acuerdos de paz en Colombia, como concluyó la observación de las Naciones Unidas al respecto.
Estos informes intentan de nuevo atacar la posibilidad de la salida negociada del conflicto. Este fin de semana se conoció otro “informe de la DEA” en el que se señala a un frente del ELN de estar involucrado en el mercado de la cocaína, activando de nuevo el chip del morbo nacional de “buenos guerrilleros” (que no trafican) y “malos guerrilleros” (que sí trafican) que desvía la atención de importantes discusiones sobre cómo construir la paz en el país. Usar este informe para activar el discurso de buenos y malos no es una herramienta probatoria, sino una clara injerencia de agencias de los Estados Unidos que quieren pescar en río revuelto.
Este país debe abrir las cartas. Todos los actores han tenido diferentes vínculos con el mercado de la cocaína, desde presidentes, grupos paramilitares, guerrillas, hasta instituciones y aparatos armados estatales. Turbay tuvo nexos con el tráfico de cocaína, los cuales no están probados en esos documentos porque lo diga la DEA, sino por la evaluación juiciosa de contrastes y en otras informaciones. El ELN –al igual que lo tuvo las extintas FARC y lo tienen las disidencias en sus múltiples instancias– tiene nexos y el deslinde categórico es solo un discurso en una realidad que avasalla. De hecho, hay documentos de la DEA que señalan estos relacionamientos desde los años 70 ¿debemos hacerles caso ciegamente y cerrar las puertas a la construcción de la salida negociada en el país?
Pero no solo Colombia debe abrir las cartas sino también el gobierno de los Estados Unidos y sus agencias, que tiene también vínculos estrechos con el mercado de cocaína. Siempre “investigar” este mercado les ha implicado involucrarse en él y cada vez con más fuerza esos límites se diluyen; ellos no son árbitros policivos sino reguladores activos de este mercado. ¿Debemos seguir repitiendo la idea de su poder civilizatorio cuando han mostrado que no son capaces de resolver crisis de derechos humanos como ocurrió en el México de Felipe Calderón o en la Colombia de Andrés Pastrana y Álvaro Uribe Vélez?
Para cerrar, esos documentos históricos requieren un análisis riguroso y metodológico sobre qué significan, desde qué lugar hablan, porque tienen la potencia aplastante de incidir en la política, en la guerra y la paz de nuestros países. Estos han sido usados para generar más división, y la crisis actual debe ser superada con la grandeza que un futuro en paz nos exige. Por esto recuerdo una de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad, que las agencias de inteligencia de los Estados Unidos transparenten su accionar en nuestro país.