Por: Francisco Javier Toloza
Mientras la gran prensa y la clase política rasgan sus vestiduras por un contrato de pasaportes, o por la rapiña clientelar de embajadas y consulados, el campo de acción de nuestra Cancillería está estremecido por problemáticas mucho más profundas, que lamentablemente vienen siendo soslayadas. Quizás estamos asistiendo al inicio de una nueva -o última- guerra mundial. Quienes vivieron el periodo de entreguerras del siglo XX muy de seguro no fueron conscientes de que presenciaba la violenta implosión de un viejo orden mundial, pero hay que reconocer que la diplomacia colombiana tomó rápidamente partido en medio de un nuevo momento. Cien años de “Respice Polum”, de Misión Kemmerer, y de Danza de los Millones a cambio del raponazo imperial sobre Panamá.
La realidad global tras el primer cuarto del siglo XXI difiere no solo con el furor pro-norteamericano de hace una centuria, sino con el panorama internacional que acompañó la implantación neoliberal en todas las esferas del Estado colombiano y profundizó nuestra tradicional alineación geopolítica. El mundo de la postguerra Fría entró en profunda crisis con todos sus componentes: la hegemonía estadounidense, la financiarización, los paradigmas energéticos y ambientales del capital, la anacrónica institucionalidad internacional o la formal democracia liberal. Tras el colapso financiero del 2008 -que hay quienes tildan de civilizatorio- en un capitalismo global decadente, lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer; y como lo recordara Gramsci, en ese interregno surgen los monstruos, que como hace un siglo se plasman en el resurgimiento de los fascismos y la opción de la guerra como huida frente a la crisis.
Si bien el presidente Petro ha sido reiterativo por lo menos en señalar los límites del ya viejo orden global, la política exterior del gobierno del cambio, ha significado más una diferenciación retórica, que real en aspectos sustanciales, con posturas cuando menos ambiguas frente a temas determinantes. Se rompen relaciones con Israel por el genocidio en Gaza, pero se mantiene el TLC con Tel Aviv y la operación de compañías sionistas en el país. Se reconoce al Sahara Occidental, pero se mantienen ambages en las relaciones oficiales con Venezuela, sobre todo en medio del proceso electoral reciente. Discurso de nuevo paradigma respecto a las drogas ilícitas, pero patente de corso para la DEA norteamericana en el territorio nacional. Se rechaza la deportación de migrantes de EEUU, pero se mantiene la extradición de nacionales a dicho país. Se afilia al Banco de los BRICS pero se desestima la participación como tal en dicho grupo, por no hablar de impulsar otros espacios como ALBA o Unasur. Se enarbolan banderas de paz, pero se mantienen operaciones militares de impacto continental con el Comando Sur, con bases y tropas norteamericanas incluidas y membresía como socio global de la OTAN.
Para no continuar una lista ad infinitum habría que resumir que la correlación de fuerzas dentro de la coalición de gobierno, así como la ausencia de un espacio dinámico de articulación e integración de los progresismos latinoamericanos, ha redundado en una política exterior marcada por significativos gestos simbólicos, pero dentro de los márgenes del orden internacional imperial y de la llamada por Vega (2015) subordinación estratégica del bloque en el poder en Colombia. Máxime cuando la Cancillería y el cuerpo diplomático se han mantenido controlados por áulicos o agentes directos de este orden mundial en descomposición.
Con el reciente llamado a consultas del agregado de negocios estadounidenses en Bogotá, por parte del pirómano Marco Rubio, ante una duda más que razonable de injerencia y desestabilización norteamericana en la política interna de Colombia, sorprende no solo la oportuna renuncia de la canciller Sarabia sino la alineación en bloque de todo el establecimiento a favor de la Casa Blanca, llegando al límite jocoso del ex canciller Murillo que llegó a afirmar que Washington era un defensor de la institucionalidad que no intervenía en otros países. Mientras tanto, en voz de la ANDI, la supuesta burguesía colombiana aun en contra de sus directos intereses económicos se niega siquiera a explorar el ingreso a la Ruta de la Seda con el principal mercado global de la actualidad. Claramente el problema aquí es más grave que de cambio de canciller o de impresión de pasaportes.
Colombia ha sido el más pro-gringo de todos los países de un continente lleno de Bananas Republic, con nefastas consecuencias para nuestra población. Es el momento histórico de romper con esta sumisión impúdica, máxime cuando estamos en un gobierno elegido para el cambio y cuando son cada vez más los pueblos que se desvinculan del control de la Casa Blanca y de su actual inquilino a nivel mundial. Por fortuna los noventas ya terminaron. Obvio, no se trata de cambiar simplistamente Washington por Pekín, sino de profundas transformaciones en política exterior e interior. Se requieren establecer medidas económicas y sociales para paliar un patético déficit comercial de más de U$ 6.500 millones con ambas potencias, a las que solo vendemos materias primas. Una política internacional de un país soberano debe mirar no solo a la Franja y la Ruta de la Seda y a los emergentes BRICS, sino a una nueva arquitectura internacional en lo monetario, lo institucional, la paz global, y las relaciones bilaterales. Nuestro punto de partida para una política exterior soberana es reconocer que el orden mundial, como lo conocimos, está en metástasis histórica con las consecuencias tecnológicas, culturales, políticas, ambientales, migratorias y económicas que de ello derivan. Mientras tanto, Colombia, tras 3 años de gobierno progresista, sigue hoy anclado a su alineación geopolítica con un decrépito militarismo norteamericano que lleva al planeta entero al Armagedón como se viene evidenciando en las aventuras belicistas sobre Irán y el sostenimiento de hostilidades contra Rusia, Palestina o en el Mar de China.
Hoy más que nunca es válido el clamor contra una confrontación bélica global que un hegemón en decadencia se empeña en iniciar. La juventud de este siglo no puede seguir siendo carne de cañón para el Pentágono, sus cómplices de la OTAN, y las compañías mercenarias privadas, que siembran muerte en aquellos territorios en los que llevan siglos cosechando miseria. Ya viene siendo hora, que nuestro país se desafilie del pacto militar que nos llegará irresponsablemente el Nobel Santos, tema vital de nuestra soberanía que pasa de agache tanto entre críticos como entre defensores del gobierno Petro
La actual crisis en las relaciones bilaterales con EEUU, en medio de las tensiones alrededor de la Cancillería, deben ser aprovechadas como una oportunidad para cambiar el sentido de nuestra política internacional. La construcción de un nuevo modelo de integración latinoamericano, el rechazo contundente a la guerra global, las agresiones imperiales y las maniobras desestabilizadoras, el impulso al multilateralismo y la cooperación sur-sur, entre otros aspectos deben configurar el cambio sustancial en el Palacio de San Carlos, rompiendo con una centuria de abyección diplomática. El cambio debe responder al nuevo orden mundial en emergencia y a los retos de esta generación: salvar la especie humana, del hambre, de la guerra y de la destrucción del planeta, tres tristes legados de la civilización capitalista.