Por: Francisco Javier Toloza.
Docente Universidad Nacional de Colombia.
A 90 años de la frustrada Revolución en Marcha, es bastante elocuente que el denominado gobierno del cambio proponga recurrentemente retomar estas banderas. Reforma agraria, garantías laborales, estado no confesional o derechos sociales no son reivindicaciones anacrónicas en Colombia, sino exigencias vigentes ante un régimen que nos mantiene en ciertos aspectos aún con más de un siglo de atraso. Tal vez una de las pocas materializaciones de esta apuesta de modernidad de los años treinta, se plasmó en la consolidación de la Universidad Nacional de Colombia, como alma mater autónoma, con apertura de matrícula femenina, democracia de la comunidad académica, libertad de cátedra -incluso para docentes perseguidos por el fascismo-, bienestar estudiantil y adecuada financiación estatal. Como es sabido la reacción conservadora castró y retardó las dimensiones de la reforma universitaria de aquellos años y quedó inconcluso el sueño de universidad que impulsaban Germán Arciniegas, Gerardo Molina y el movimiento estudiantil heredero de la ola continental del Manifiesto de Córdoba.
Las transformaciones nacionales por las que votaron la mayoría de compatriotas en 2022 hoy se tornan irrealizables sin una vinculación decidida de la universidad pública a dichas metas, sacándola de su largo letargo tras más de medio siglo de represión al pensamiento crítico y tres décadas de neoliberalismo salvaje iniciado por la Constitución de 1991 y la Ley 30 de 1992. Por más de 30 años quienes nos formamos y luchamos en los claustros estatales de educación superior hemos sufrido del aumento de la matrícula sin el adecuado soporte financiero estatal con cargo a nuestros bolsillos, la proliferación de universidades privadas sin mayor control, la impostura de parámetros empresariales de calidad académica, las limitantes mercantiles a los desarrollos científicos, artísticos, pedagógicos y humanísticos, el marchitamiento de la política de bienestar universitario, la promoción de la financierización de la educación superior vía créditos a la demanda, la deslaboralización y precarización del personal docente y administrativo, la captura clientelista de los claustros y sus presupuestos, el sesgo racista, clasista y patriarcal del sistema educativo, la permanente violación de la autonomía universitaria y la consolidación de dispositivos contrainsurgentes que restringen la libertad de cátedra, inherente a la idea misma de universidad.
La definición de rectorías no es un debate llanamente “académico”, como si se tratase de un concurso o reinado de sapiencia. Lo que se busca es definir las políticas educativas que tendrán consecuencias directas no solo sobre la comunidad universitaria sino sobre la nación misma. No es por tanto un atributo menor que en el marco de la idea de autonomía universitaria se hayan contemplado desde hace un siglo mecanismos efectivos de participación y democracia para la definición del rumbo misional, académico, administrativo y político de los instituciones educativas, y menos aún cuando en nuestro país la intervención de poderes ajenos a los claustros han terminado imponiendo administraciones de bolsillo de la clase política, cuando no del mismo paramilitarismo, como cabe recordar en la Unicordoba, Uniatlántico, U. Distrital, UIS, por mencionar solo los casos más bochornosos.
La Universidad Nacional, con régimen excepcional reconocido incluso por la Ley 30, fue condenada a la crisis desde inicios de este siglo, cuando el gobierno de Uribe Vélez burló por primera vez la consulta universitaria en 2003; desconociendo el concluyente apoyo a Víctor Manuel Moncayo importó desde México a la figura non grata de Marco Palacios, recordado en la UN por la destrucción de residencias y cafeterías. El uribismo volvió costumbre el desconocimiento de la decisión estamentaria y la reelección de rectores. Así, la UN ha penado 20 años en manos de una élite clientelar de la Facultad de Ciencias de la sede Bogotá bajo las rectorías de Ramón Fayad, Moisés Wasserman, Ignacio Mantilla y Dolly Montoya, todos “elegidos” y reelegidos sin ganar consulta alguna, pese al creciente músculo contractual que en una entidad que maneja cerca de 2.9 billones de pesos este 2024, hace las delicias de la clase política y de la empresa privada.
Mientras tanto durante estas dos décadas la UN se ha ido derrumbando, literalmente. Un cuarto de siglo sin hospital universitario público, disimulado con una IPS privada que somete la formación en salud a la venta de servicios dentro de la Ley 100. Edificios monumentos nacionales ya insostenibles en el histórico campus de la Ciudad Universitaria. Grosera pauperización de la nómina docente y no docente, donde existen “órdenes de prestación de servicios” y docentes “ocasionales” con cerca de 20 años de vinculación no reconocida con la UN. Inexistencia de real bienestar universitario, para una generación condenada a la más pugnaz competitividad capitalista del mercado profesional. Todo lo anterior afectando gravemente la excelencia académica del primer centro de estudios del país, y su necesaria orientación a aportar a los grandes problemas nacionales.
El pasado 12 de marzo la voluntad mayoritaria de la comunidad universitaria fue contundente. Pese a la exclusión de las y los trabajadores no docentes, o de los antidemocráticos porcentajes otorgados a cada sector, estudiantes, docentes y egresados votaron masivamente por el programa a la rectoría de Leopoldo Múnera Ruiz, intelectual de reconocido compromiso con la defensa de la educación pública. Es la segunda vez que gana Múnera una consulta universitaria, pero esperemos que no sea la segunda vez que se le burla su derecho, bajo tinterilladas, vanidades y vetos políticos en el Consejo Superior Universitario.
De saludar que el presidente Petro manifestó su respaldo a la decisión mayoritaria del estudiantado, pero bajo la negativa tradición autoritaria de un CSU de espaldas a la comunidad universitaria se debe mantener la alerta para el respeto a la consulta e iniciar el rescate de la U.N. Flaco favor se le hace a la democracia universitaria que exrectores impuestos en desconocimiento de los estamentos sigan intentando administrar el claustro como su feudo quizás por el temor a que se desnuden sus pecados. Grave peligro que politiqueros de turno que representaban al gobierno Duque, sin relación alguna con la comunidad universitaria confundan la UN con el concejo de Soledad e intenten sabotear la definición de las mayorías. Más impresentable sería que los representantes de los estamentos -en contra de sus manifestaciones públicas- tuviesen la desfachatez de rechazar el mandato de sus electores con ambages a destiempo.
Esperemos que este jueves 21 de marzo el CSU de la UN esté a la altura de la democracia y la real autonomía, que en todo caso se hará sentir con la movilización de la comunidad universitaria. No obstante, la Nacional no es un caso aislado. Ni por su crisis, ni por la asechanza antidemocrática que se ha cernido sobre ella. La Universidad Tecnológica de Pereira, votó en noviembre pasado en contra de la monarquía del Clan Gaviria Trujillo- que ya enfila 10 años en la rectoría- pero a la fecha su CSU sigue desconociendo la decisión de la comunidad, entre otros por el férreo compadrazgo político entre el hermano del rector con el gobernador liberal Juan Diego Patiño y sus delegados. En la U de Antioquia no hubo garantías en la reelección amarrada de Jhon Jairo Arboleda, con el guiño del gobernador uribista Andrés Julián Rendón tan preocupado por las demoras en los grados y no por los recursos para la educación. En la UPN, la comunidad desde ya exige que no se repita la experiencia de la anterior consulta, donde el gobierno impidió que fuera nombrado rector el profesor Helbert Choachí, amplio ganador en las urnas.
De fondo queda la promesa gubernamental de tramitar una auténtica reforma a la educación superior que derogue la vetusta ley 30 de 1992 y que solo es conquistable con la participación democrática de la comunidad universitaria. Un gran primer paso sería el respeto a la decisión mayoritaria en estas instituciones, comprometiendo a las entrantes administraciones para debatir y posicionar desde abajo esta reforma en un movimiento constituyente universitario. Que no se extinga el grito de libertad de las aulas, en un grito de agonía.