Por: Francisco Javier Toloza.
Docente Departamento de Ciencia Política.
Universidad Nacional de Colombia
Con la espectacularidad propia de una gran producción hollywoodense, se ha transmitido un nuevo regreso al país de un narcotraficante que no se pudrió en su celda en EEUU, como lo juraban los justificadores de la anacrónica extradición de nacionales. Parece que el célebre versículo bíblico sobre el “crujir y rechinar de dientes” hubiera profetizado este revuelo por la repatriación del confeso criminal de guerra Salvatore Mancuso a Colombia. Como víctimas de un sortilegio, todo parece transfigurado: quienes le daban viandas en el Capitolio y firmaban los pactos de Chivolo y Pivijay hace dos décadas, lo descalifican de entrada como mitómano, mientras muchos de quienes denunciaron y sufrieron sus delitos de lesa humanidad lo erigen ahora en adalid de la verdad y en un converso justiciero. Ni lo uno, ni lo otro. La barbarie de Mancuso no se puede borrar, pero al parecer su memoria tampoco.
La superficialidad del debate ha impedido una reflexión más de fondo sobre lo que hay detrás del ingreso de Mancuso a la JEP como sujeto incorporado material y funcionalmente al Estado colombiano, y de su designación como gestor de paz por el actual gobierno. Lamento desinflar las ilusiones de cierto “santanderismo mágico” que cree que la verdad del conflicto se define en los juzgados de Paloquemao. Dudo que el “agente bisagra” -como lo definió la JEP- traiga debajo del brazo la enésima prueba reina que permita -ahora sí- judicializar a Álvaro Uribe como parte de los determinadores del monstruo contrainsurgente llamado AUC; y obvio no porque no lo sea, sino porque una guerra irregular como la desatada en Colombia desde el establecimiento difícilmente es procesable por una jurisdicción formal, y mucho menos por una rama judicial parte de ese mismo conflicto. Ojalá nadie olvide que, aunque pronto se cambie de Fiscal, no se cambiará de Fiscalía.
Claro que los aportes de verdad que puede otorgar Mancuso frente al papel determinante del establecimiento colombiano en la génesis y desarrollo de las AUC, así como de la participación de este grupo de mercenarismo fascista en las entidades estatales -verbigracia las fiscalías de Osorio o Iguarán-, las posibles operaciones de falsa bandera, la existencia de más agentes estatales de facto en otras organizaciones armadas, las acciones de guerra irregular contra los países vecinos, o al esclarecimiento de casos judiciales como el secuestro de Piedad Córdoba y algunos magnicidios políticos, serían una contribución necesaria para la reparación de las víctimas del conflicto, y generarían más de un remezón de este régimen político en crisis. Es una posibilidad cierta que debemos exigir al unísono quienes luchamos por la paz y fuimos perseguidos por esta maquinaria contrainsurgente. También son válidas las exigencias por garantizar la vida al jefe paramilitar ante amenazas reales que lo acechan en nuestro país, o las críticas de sus víctimas frente al asimétrico trato que le otorgó libertad expedita, negándoles de tajo cualquier participación.
Pero nada de lo anterior debería eclipsar una realidad jurídica y política que viene siendo escondida por la gran prensa. A través de la Resolución 3804 del 17 de noviembre de 2023 la Jurisdicción Especial de Paz se determinó que Mancuso “se incorporó funcional y materialmente, entre los años de 1989 y 2004, a la Fuerza Pública, en el marco del conflicto armado interno, a partir de su involucramiento como bisagra o punto de conexión entre el aparato militar y el paramilitar en los patrones de macrocriminalidad comunes”. La aceptación de Mancuso en la JEP no es en categoría de paramilitar o “tercero”, sino como integrante efectivo de las FFMM oficiales, y no de manera individual, sino como articulador de una estructura criminal paralela pero funcional a la organización estatal. El salvamento de voto de la magistrada Valencia lo define de manera más elocuente: “se trata de investigar y juzgar a una persona que pudo jugar un rol -el de agente de Fuerza Pública incorporado material y funcionalmente- gracias a que tenía el otro rol -el de máximo comandante paramilitar. Sin un rol no podría ejercer el otro.”
Así pues, Mancuso no sería la millonésima “manzana podrida” del Estado colombiano, ni tampoco un astuto tercero que engatusó a la Fuerza Pública o algunos de sus ingenuos integrantes. Más aún, la JEP considera que su condición de “bisagra”, por obvias razones, no se daba en los subsuelos del accionar contrainsurgente, sino textualmente: “en el vértice de la estructura que conformó con altos miembros de Fuerza Pública, agentes del Estado no integrantes de la Fuerza Pública y terceros que determinaron el conflicto armado interno”. Tras más de 15 años de servicios al Estado colombiano, éste le reconoció a Mancuso rango militar equivalente al de un general, no en términos formales, pero sí en su desempeño y responsabilidades en la guerra. Habrá quienes cuestionen la decisión de la JEP, porque para entendidos en esta irregular verdad de la guerra en Colombia, se quedó corto el grado otorgado, ya que no a cualquier general la jerarquía castrense le entrega informes y le recibe órdenes como ocurrió en Mapiripán o el Catatumbo.
Más que cualquier promesa futura sobre declaraciones y procesos por venir, es hora de sopesar los efectos de este hecho cierto. De fondo, la ruta jurídica construida por la JEP para insistir en su renuencia a procesar paramilitares tuvo el acierto de reconocer en un vínculo aún más fuerte que la de agentes de facto del Estado, la incorporación de Mancuso a las filas oficiales -y por esta vía la de toda la comandancia paramilitar que demuestra la evidente función de bisagra a nivel nacional y regional-. Si el alto mando de las AUC era una parte del engranaje estatal, se sepulta la leyenda rosa anticomunista de las supuestas “autodefensas” que surgieron espontáneamente entre gente de bien preocupada por el crecimiento guerrillero. En segundo lugar, la validación de una autoridad estatal -la JEP- a Mancuso como sujeto incorporado material y funcional al Estado desde 1989, implica la aceptación de acciones coordinadas desde una década antes de la irrupción oficial de las AUC. En el caso particular de Mancuso incluye su participación en las Convivir Horizonte y Papagayo, su irregular libertad otorgada por un fiscal corrupto en La Guajira en 1997, sus relaciones empresariales contrainsurgentes y su confesa coordinación con la Dirección de la Policía Nacional, entre tantos hechos que han sido tratados aisladamente y no desde el ejercicio de una conexión estatal. En tercer lugar, la JEP queda en la obligación jurídica y moral de identificar y juzgar a los demás componentes de la bisagra desde la oficialidad de las FFMM y sus mandos civiles, que claramente no son soldados ni policías rasos, ni políticos locales de bajo rango. Para ello la JEP tiene facultades constitucionales -salvo con dos limitantes- y de ello se trata el macrocaso 08 “Crímenes cometidos por la Fuerza Pública, agentes del Estado en asociación con grupos paramilitares, o terceros civiles en el conflicto armado”. Se debe llegar a los pares de Mancuso en la oficialidad estatal, determinadores junto a él, de sus delitos de guerra. Este “estado mayor” de lo que Vilma Franco denomina el bloque de poder contrainsurgente, es responsable judicialmente por acción y/u omisión. Todo lo demás sería matar al tigre y asustarse con el cuero.
Los obstáculos de juzgamiento para la JEP -que dejan abierta la puerta para la CPI- son en primer lugar, el impuesto por Humberto de La Calle desde aquel 15 de septiembre de 2015, cuando luego de que se anunciara al mundo el acuerdo sobre el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, el jefe negociador del Gobierno tachara el texto firmado, poniéndole “Documento en Construcción”, para luego de tres meses de renegociación poder excluir a los expresidentes de este mecanismo de reparación. Mandado con nombres propios, -4 nombres de hecho, luego de que Samper renunciara a su fuero-. En segundo lugar, está la limitación cohonestada entre la sentencia C-674/17 de la Corte Constitucional y la posterior jurisprudencia de la jurisdicción especial, que desconociendo el Acuerdo de Paz prescinden de la comparecencia obligatoria de los determinados “terceros” no agentes del Estado. Así que por más pruebas que lleve Mancuso –o las otras bisagras– ni Uribe, ni Santos, ni los ganaderos, ni las bananeras, ni las mineras, ni Postobón –por enunciar solo algunos posibles involucrados– podrán ser llamados por la JEP y seguirán cómodos en medio de sus circuitos de impunidad en la justicia ordinaria que no han movido un dedo en dos décadas.
Dentro del actual orden constitucional, estaremos en el mejor de los casos ante la fragmentación de la verdad como lo ha denunciado el presidente Petro. Y una verdad a medias puede terminar siendo una completa mentira. La salida no es el oportunismo que en beneficio propio pide un “tribunal de cierre”, ruta inviable sin que primero haya cierre jurídico de los tribunales existentes, situación que se torna lejana ante la pretensión de resucitar la fracasada Justicia y Paz, y la paquidermia de la JEP para transformar los reconocimientos ya realizados en sanciones reparadoras para las víctimas. Por ahora esperemos que, bajo la designación gubernamental de gestor de paz, el “general” Mancuso dé muestras claras no sólo de su aporte al esclarecimiento del conflicto armado, sino para el desmantelamiento de la continuidad del paramilitarismo que, sin mellar su cariz criminal, sigue hasta hoy también sujeto material y funcionalmente al Estado colombiano.