Por Laura Bonilla *
“Humillación, Humillación” repetía la abuela Sista, refiriéndose a aquella ocasión en que su madre la golpeaba hasta sangrar. Sista fue entregada muy niña a Aníbal, sin mediar palabra, sin condolencia por su llanto, en una sociedad que veía con buenos ojos el matrimonio infantil. Con los años ella también golpeó, violentó, humilló. Sus hijas aprendieron muy jóvenes que los hombres naturalmente eran violentos, y que el rol de las mujeres era aprender a callar y a resistir, sin siquiera una lágrima.
La documentalista colombiana Emilce Quevedo acaba de estrenar el documental Nosotras en prestigioso International Documentary Film Festival en Canadá. La historia recorre cuatro generaciones de mujeres de Santander, Colombia, que no lograron escapar de la vida de dolor a la que se les condenó desde que eran niñas. Las palabras de la abuela están metidas en las grietas del olvido de las montañas de Santander, mi tierra, igual que la violencia patriarcal que está presente en los hombres que golpean, pero también en las madres y abuelas que tras años de violencia se convirtieron en reproductoras de gritos, golpes y humillaciones.
En Santander, el lugar en el que crecí, hablar y llorar no sólo estaba proscrito para los hombres, las mujeres tampoco podíamos hacerlo. “No sea nena, no llore”, era una frase recurrente para criar gente que con el tiempo lograra reírse de sus propios golpes. Pero al mismo tiempo, las matriarcas cargaban con todo el peso de la decisión, de la autoridad, de la disciplina y también del cuidado.
Me gusta la forma en que la documentalista relata la violencia en toda su complejidad. La historia logra mostrar las grietas por las que se cuelan estas condenas y estos roles de género a través de nosotras mismas, que se exacerban cuando somos madres y abuelas. Siempre me llamó la atención que las mujeres santandereanas, tan bravas y recias, aceptaran con tanta mansedumbre la violencia de hombres con autoridad.
Algunas teóricas feministas como Susan Brownmiller muestran que la violencia patriarcal puede ser ejercida por hombres y mujeres, aunque siempre conduzca a la dominación masculina, lo que es bastante evidente en el documental cuando las madres golpean a sus hijas mientras excusan comportamientos en sus hijos, maridos, padres y cuñados. Desde el psicoanálisis también Alice Miller sostiene que tendemos a negar la violencia de nuestra crianza, justificándola con un mal comportamiento en nuestra infancia.
Recientemente se declaró en Colombia la emergencia nacional por violencias basadas en género, lo que es un triunfo del movimiento feminista y también una muestra del trabajo mancomunado de mujeres en el Congreso, que independientemente de los debates naturales del tema, lograron avanzar en una acción política nacional. Pero andar este camino nos va a llevar a enfrentarnos con un espejo: la violencia de género, la violencia machista y la violencia patriarcal tiene muchos rostros, con frecuencia cercanos. Gente que queremos.
Esto es muy distante de la imagen que tiene en mente el país sobre los agresores y los violentos. La realidad es que son los guillermos, los rafaeles, los benitos, los adrianes, los fabianes. Cada que aparece un caso de violencia machista se les exige a las mujeres cercanas a ellos, especialmente a las que se han autodenominado feministas, reaccionar. Pocas lo hacen. Al mismo tiempo, los agresores tratan de crear un grupo cercano que haga que las demás desistan de denunciar.
¿Qué hacer con estos productores de violencia? ¿Qué hacer cuando son mis amigos, mis jefes políticos, mis mentores y mis familiares? Ahí todas llevamos las de perder, en un país donde todo es una transacción y donde nos cuesta demasiado acceder a lugares de poder. La conformación de las listas políticas (cerradas o abiertas, da igual) casi nunca tiene mujeres a la cabeza, los bancos no te abren una cuenta para hacer campañas políticas, tienes menor acceso a financiación, y una vez llegas a tener algo de poder, siempre tratan de silenciarte. Es claro que, si no los respaldas, vas a perder tu posición.
Sin embargo, ese silencio produce daño porque estos hombres usualmente tratan de enfilar baterías contra las mujeres que denuncian, o quiénes apoyan sus voces. Desde los descalificativos más clásicos como locas, feas, gordas o radicales, hasta los más sofisticados como la cultura de la cancelación, se trata de lo mismo: nos piden callar, educar, perdonar, sin que asuman ninguna responsabilidad por sus actos.
Pero hablar no es cancelarlos, hay que romper el silencio para encontrar justicia o, aunque sea, verdad. Y es que por cada abuela Sista hay un abuelo Aníbal para el que fue correcto llevarse a una niña como “esposa”, con el consentimiento de sus padres. Del silencio de estas abuelas y de la comprensión de la sociedad nacieron más y más generaciones de aceptación de todo tipo de atrocidades. Si las víctimas no hablan, los victimarios siguen creyendo que lo hicieron bien. Los víctores y los fabianes siguen pensando que son cosas de “hombres de su tiempo”.
La conversación dolorosa con la que se cierra el documental ayuda a sanar. Algo así deberíamos hacer en Colombia, aprovechando la declaratoria de violencia basada en género. Necesitamos que los agresores pasen de evadir y excusar la culpa a la aceptación de responsabilidad, a la mayoría de edad, a saberse productores de daño y ahí si pedir perdón.
*Subdirectora Fundacion Paz y Reconciliación
Feminista, activista.