Por: César Jerez
Me bajé del carro con alivio, después de transitar una trocha insufrible desde San José de Guasimales, la Cúcuta de la frontera, caminé unos cientos de metros entre carros quemados, pozos petroleros incendiados y maquinaria petrolera destruida, sobrepasando las barricadas de muchachos encapuchados que parecían guerreros medievales, hasta llegar al caserío de La 4. Justo cuando un grupo de raspachines (cosechadores de hoja de coca) enfurecidos trataba de prender fuego a la única gasolinera del caserío. Chabela se les atravesaba a grito entero con su cuerpo menudo, absorbido por la humedad y el cansancio, para impedir que muriésemos, ahí mismo, calcinados entre el fuego de las llamas y el calor abrasador del Catatumbo.
Lo que había empezado en la madrugada del 11 de junio del 2013 con 400 campesinos que protestaban contra las erradicaciones violentas de cultivos de coca en La 4, ahora era una concentración de unos tres mil campesinos cocaleros que dos días después ya se habían tomado el casco urbano de Tibú, incinerando, con ayuda de la inconforme población local, la casa nueva del alcalde y la sede de la fiscalía.
Las movilizaciones se extendieron también desde las tierras frías del Catatumbo hacia Ocaña, donde rápidamente se concentraron 7 mil campesinos en La Y, a la entrada de la ciudad. Aquí, francotiradores de la policía, dirigidos por el General Palomino, asesinaron a 4 campesinos, generando la estampida y disgregación de los manifestantes de manera muy rápida.
Pronto la concentración de La 4 fue creciendo hasta albergar a cerca de 5 mil campesinos en las afueras de Tibú, iniciaba así lo que se conoció como el paro campesino del Catatumbo del 2013, un paro que duró 54 días, la chispa que prendió el paro agrario de ese mismo año en todo el país.
El paro campesino del Catatumbo del 2013 evidenció el fracaso de la “lucha contra las drogas” del Plan Colombia. Los campesinos que retornaron de su desplazamiento al monte y a Venezuela, después del paramilitarismo de Estado, con miles de víctimas, asesinados en masacres, desaparecidos en hornos crematorios y centenares de mujeres violadas, encontraron una región, otrora despensa agrícola, ahora destruida por el paramilitarismo de los dos gobiernos de Uribe.
La coca fue entonces la única posibilidad de generar una economía que reconstruyera una región, que paradójicamente es petrolera, pero que nunca recibió beneficios de esa renta. “La coca es mi gobierno”, solía decir en las ruedas de prensa del paro, Carmito Abril, uno de los líderes de ASCAMCAT, “la coca nos da la comida, la educación de nuestros hijos, la salud, la que nos permite abrir y sostener las trochas”.
La respuesta a la coca como alternativa económica fueron las fumigaciones con glifosato, las hordas de erradicadores de los cultivos de coca y la violencia del Estado.
Los 10 puntos de la agenda del paro campesino del Catatumbo planteaban una solución que pasaba por construir una Zona de Reserva Campesina, sustituir los ingresos derivados del cultivo de la coca y llenar de Estado los vacíos que vemos en los huecos de las carreteras, en los enfermos que fallecen tratando de llegar al hospital de Cúcuta, en la falta de agua potable y de todos los servicios, en las escuelas sin profesores, en las vidas que se mueren en la guerra del Catatumbo.
No cumplió Santos con los acuerdos del paro campesino del Catatumbo ni con los acuerdos de paz de La Habana, en ambos casos obsesionado con el cuento tonto de no fortalecer a unas FARC que ya habían entregado las armas antes de firmar, supeditado a una mafia enquistada en el Ministerio de Defensa que se oponía a cualquier acuerdo. Como lo dijo otro pelele de esos tiempos, delante nuestro en la Universidad de Caldas, Humberto de la Calle, “logramos el objetivo estratégico, desarmar a las FARC”, como si a Colombia le hubiera rendido engañando guerrilleros, que frustrados, se convierten en más guerrillas y bandas delincuenciales con más violencia.
El resultado es un Catatumbo con más guerrillas, más bandas, más corrupción, más violento, sin soberanía del Estado y con más coca. De las 5 mil hectáreas sustituibles por consenso en 2013 se pasó a más de 40 mil hectáreas de cultivos de coca en 2022, solo en Tibú el cultivo se extiende a más de 20 mil hectáreas. En todo el país en 2021 ya había 204 mil hectáreas de coca sembrada, con un potencial de exportación de 1500 toneladas de cocaína.
Reconocer el fracaso de la política antidroga focalizada en la criminalización de los cultivadores (se estima que 5 mil cocaleros están encarcelados actualmente, pese a que se firmó un acuerdo de paz para liberarlos) y llamar a la regularización de las drogas (Petro y Santos) es un alivio, pero no soluciona el problema. Se debe avanzar en soluciones concretas:
- Se debe rápidamente establecer si hay confianza entre el campesinado cocalero para retomar el acuerdo de sustitución, no el engaño del “Plan de atención inmediata” -PAI que puso a los campesinos a auto-erradicarse por 12 millones de pesos que nunca les terminaron de pagar. Los Planes integrales de sustitución y desarrollo alternativo – PISDA son viables si se cumple con la reforma rural integral en el nuevo gobierno.
- Se pueden concertar modelos alternativos para contener la extensión de los cultivos. El modelo boliviano de sustitución con coca, con institucionalidad de la coca y desarrollo rural puede ser una opción. El cato de coca en las parcelas campesinas bolivianas funciona como un seguro que hace viable la sustitución acompañada por políticas públicas. 14 líderes cocaleros colombianos vieron este modelo funcionando durante la visita que realizamos a Bolivia en 2015.
En Perú el padrón de 34,464 productores cocaleros existe desde 1978 y consiste en un censo de campesinos con sus respectivas parcelas dedicados al cultivo legal de hoja de coca. Desde hace más de cuatro décadas los cocaleros peruanos venden la coca que cultivan a la empresa estatal de la coca (ENACO), única entidad autorizada a adquirir la producción del cultivo.
ENACO comercializa la hoja de coca y sus derivados para uso cultural en el Perú, pero además exporta a USA 115 toneladas anuales de hoja de coca que son procesadas por la empresa Stepan Chemicals, que a su vez le vende a Coca Cola y a Red Bull un producto denominado “extractos de la hoja de coca”. Las hojas de coca son adquiridas legalmente con permiso del Departamento de Justicia de USA. Coca Cola es la única empresa legalmente autorizada en el mundo para importar, procesar y usar comercialmente hojas de coca en la elaboración de la gaseosa adictiva. El artículo 27 de la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961 fue desarrollado de manera ad hoc para tal fin. Así Coca Cola impuso un monopolio sobre el uso de la hoja de coca en el mundo. Sin duda, uno de los grandes beneficiados de la lucha contra las drogas, en versión criolla “el vivo vive del bobo”.
- Se requiere un consenso global sobre la nueva política de drogas, en ese camino sería muy importante cumplir con otro de los acuerdos de La Habana: La conferencia internacional sobre cultivos declarados ilícitos y drogas. “En el marco del fin del conflicto y con el propósito de contribuir a la superación definitiva del problema de las drogas ilícitas, el Gobierno Nacional promoverá una Conferencia Internacional en el marco de la ONU para reflexionar, hacer una evaluación objetiva de la política de lucha contra las drogas y avanzar en la construcción de consensos en torno a los ajustes que sea necesario emprender, teniendo en cuenta la discusión y los nuevos desarrollos internacionales en la materia, así como la perspectiva de los países consumidores y productores, en especial las experiencias y las lecciones aprendidas en Colombia e identificando buenas prácticas basadas en la evidencia”. Santos, obviamente Duque y Petro, hasta el momento han incumplido este acuerdo, es el momento para hacerlo.
- La paz total es imprescindible para lograr sustituir o regularizar cultivos y drogas, o para las dos cosas: con mafia, guerrillas y corrupción institucional derivadas del narcotráfico es imposible.
- Se debe aprovechar la realización de la Convención Nacional Campesina (2,3,4 de diciembre en Bogotá), para abordar estos temas con los cocaleros de verdad, no con sus “representaciones de papel” en Bogotá. Para reorganizarse y abordar la agenda cocalera con el nuevo gobierno, sin propuestas absurdas, sin jefes ocultos, sin narcicismo extremo y sin engaños.
Era finales de julio del 2013, el paro del Catatumbo se desgastaba tensamente en los tropeles diarios con el ESMAD, bajo el peso de nuestros muertos y entre la sangre de los heridos. A la escuela de La Aduana, donde funcionaba nuestra enfermería del paro, llegó una ambulancia sorteando la oscura noche, los enfrentamientos y los bloqueos. Una campesina muy joven, embarazada, con la cara afanada por el dolor, fue llevada al interior de la escuela. Allí estaba de turno un exguerrillero que se había hecho enfermero en las montañas, un suturador experto al que solo le faltaba ser partero.
A los pocos minutos escuché el llanto de la alegría de Camilo Ernesto, como lo nombraron, había nacido milagrosamente, a orillas de una carretera ensangrentada, en medio de toda esta violencia, entre la violencia del poder, la ira del reclamo y la violencia de la respuesta.
Camilo Ernesto debe tener ahora 9 años, no sé dónde está, si está vivo. Recuerdo a la madre, olvidé su nombre, y al padre, Custodio, que no pudo custodiar a su hijo mucho tiempo, porque ya murió, estrujado por un camión debido mal estado de las vías del Catatumbo. Después de todo, lo que queda son los hijos.
Ahora mismo se me viene nítidamente el relato de padre nuevo de Custodio, que fácilmente puede ser el resumen de este embrollo: “Tres días después de que nació Camilo Ernesto yo fui a comprarle pañales a Tibú, allí unos agentes de la Sijín me capturaron y me tuvieron un día completo en un calabozo. Me dijeron que si yo era de los del paro campesino, que si era cocalero me iban a meter 60 años a la cárcel”.