Por: Clara López Obregón
El cambio, al abrirse paso, produce conceptos que encierran contradicciones. Esa es la definición dialéctica de oxímoron, una estructura sintáctica de vocablos opuestos que generan un nuevo significado. En la columna joven de El Tiempo, Alejandro Higuera propone un oxímoron provocador al afirmar que los jóvenes de hoy se caracterizan por una “egoísmo empático”. Juzga duro a su generación pues no es la única que sucumbe ante ese malestar de la globalización neoliberal cuando afirma que “Buscamos ser reconocidos por llevar una bandera, pero tenemos tan pocas ganas de aportar (con tiempo o recursos) a nuestras causas sociales”.
Ese egoísmo empático es el resultado de concebir la comunidad como una colección de individuos atomizados, responsables exclusivos de su suerte, en reemplazo de la sociedad de bienestar que se derrumbó a la par con el socialismo real a partir de 1989. Coincidente con esa fecha emblemática, las élites de las de democracias liberales promovieron la ideología del beneficio individual como único o principal propósito colectivo.
Hoy esas mismas élites intelectuales y empresariales se preguntan por qué las vienen abandonando sus electorados. La destacada intelectual Nancy Fraser les contesta con otro oxímoron. La responsabilidad es del “neoliberalismo progresista” que acogieron esas élites liberales. Se trata de una síntesis que consolidó el egoísmo empático al entregar a los individuos la responsabilidad por su pensión, precarizar el trabajo y generar una desigualdad creciente en nombre de la libertad y el mercado; retroceso conceptual y real que se mimetizó detrás de una cara libertaria amable que enarbolaba las nuevas causas emancipadoras del feminismo, el antirracismo y el multiculturalismo.
La mujer se volcó al mercado laboral para encontrar que el salario no alcanza para pagar las altas matriculas y tarifas por los bienes públicos privatizados. El reconocimiento multicultural quedó en déficit con la segregación cohonestada entre ocupaciones bien y mal pagas en función del desigual acceso a las oportunidades. La mitad de la población se dedicó al rebusque pues la economía de mercado no produjo el empleo esperado.
En la deliberación pública campearon la anti política y el discurso securitista frente a la protesta social y la organización sindical. En Colombia, que vivía en conflicto armado, un partido de oposición, la Unión Patriótica, acaba de ser judicialmente reconocido como víctima de un genocidio propiciado desde varios gobiernos considerados democráticos.
Ese liberalismo económico y político no cumplió la promesa de una prosperidad compartida que está en la base la confianza y convivencia necesarias para el funcionamiento de democracias funcionales. Sin embargo, en Colombia, las reformas de Petro sacan ampollas especialmente en los sectores favorecidos por generosos beneficios tributarios y la privatización de los bienes públicos de las últimas décadas.
La contradicción se hace patente porque a Petro le asiste una real voluntad de corregir políticas que han contribuido a la profundización de la desigualdad y a una preocupante decepción con la democracia cuando, en principio, todos somos demócratas. La pregunta es ¿cuál democracia?
Para parafrasear a Fukuyama en su reciente conferencia en la Universidad Javeriana, la principal amenaza a la democracia liberal en América Latina no proviene, como él afirmó, del progresismo de izquierda sino del liberalismo mismo que se ha quedado con las formas y se ha olvidado de los contenidos. Un primer paso para recuperar la consistencia entre el discurso y la práctica consistiría en pasar del egoísmo empático a una empatía consciente de nuestra común humanidad. Para responder directamente el interrogante, se requiere una democracia realizable capaz de pasar del dicho al hecho en materia de bien común, protección de comunidades, territorios y medioambiente y la universalización de los derechos y las oportunidades.