Por: Clara López Obregón
Hace cinco años asistíamos emocionados a la firma de los acuerdos de paz. Después de décadas de conflicto interno, persecución política, “sangre, sudor y lágrimas”, muchos abrigaban una justificada esperanza de vivir como gente normal, de no sufrir un sobresalto al escuchar un ruido o el ladrido de los perros en la noche, e incluso a plena luz del día. “Regresaron los animales”, me comentó emocionado un campesino del Putumayo.
¿En qué fallamos? Sin duda, en no haber dialogado más, con más sectores, con todas las gentes, con quienes adversaban el proceso. ¿Había un acuerdo posible? Tal vez no. Porque el proceso de paz fue una negociación de cúpulas, centralizado, todo fríamente calculado, con un modelo predeterminado y muchas, pero muchas líneas rojas. Enrique Santos describió en reciente columna los ingredientes y condiciones que puso el gobierno: “reserva absoluta, nada está acordado hasta que todo esté acordado, se conversará fuera del país, no habrá ceses de fuego ni acuerdos parciales, no se negocia la estructura del Estado ni de las Fuerzas Armadas, entre otras” y agrega, elementos “que por lo visto no figurarán dentro de la concepción de paz total que ha esbozado el gobierno Petro.”
El problema es que, si bien ese modelo logró el histórico acuerdo con las FARC, falló en la obtención de la paz. Se perdió el plebiscito, se perdieron las elecciones, se esparcieron numerosos grupos armados en los territorios antes controlados por la guerrilla desmovilizada y reincorporada. La primavera del acuerdo duró pocos meses y hoy todavía “no se puede pescar de noche”, como describía la seguridad y la paz el maestro Darío Echandía.
La política de paz del gobierno Petro tiene otra dinámica y otro modelo: lo que se va organizando se va sabiendo, lo que se va acordando se va implementando, se conversa en los territorios, se proyectan ceses al fuego y se aceptan acuerdos parciales. Claro, no se negocian las instituciones, ni el Estado, ni nuestras fuerzas armadas, pues la Constitución es materia reservada al pueblo todo y el gobierno es solo una de sus emanaciones sin capacidad para disponer en esa materia. Pero sí se tiene en cuenta de manera paralela y simultánea a la población de los territorios en sus querencias y anhelos, a través de diálogos regionales vinculantes donde no participan los armados, sino los funcionarios que deben convertir las conclusiones y prioridades consensuadas en política pública y presupuestos dentro del plan nacional de desarrollo.
Si el método considerado perfecto no resistió un gobierno adverso, este nuevo modelo luce apropiable por parte de la población y tal vez sea menos ceremonial, pero más efectivo. De pronto son menos las hojas, pero mayor su posibilidad de ejecución. La Paz Total, sin lugar a duda, es menos ambiciosa en sus formas, pero mucho más abarcadora en sus objetivos y anhelos. Y adicionaría, en su posibilidad de éxito. Como decía el Gran Timonel, “hay que cruzar el río pisando firmemente cada piedra”, para avanzar sin caer en la que no esté bien afirmada.
El presidente Petro aspira a convertir la paz en “política de Estado” en consonancia con el mandato constitucional que hace de ella un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. La paz será transversal a toda la política pública, sea ella agraria, laboral, educacional, o cultural, y será la ley la que determine las reglas de las negociaciones del gobierno con los distintos grupos armados. Esa es la paz total. No es una simple política o negociación, es una forma de abordar la gobernabilidad para que todos podamos vivir mejor.