Por: Mauricio Chamorro Rosero
Durante las últimas semanas, el presidente Gustavo Petro ha insistido en la necesidad de un proceso constituyente que haga posibles las reformas sociales que el país requiere. Esta convocatoria al poder constituyente no es una novedad dentro de su gobierno. En un contexto en el que el Congreso de la República ha actuado como uno de los principales obstáculos para impulsar dichas transformaciones, el llamado a la ciudadanía se presenta como una alternativa democrática para que sea el pueblo quien decida directamente sobre el rumbo político y social del país. Sin embargo, este planteamiento ha generado una fuerte oposición entre sectores que lo interpretan como una expresión de autoritarismo por parte del presidente.
Ante esta tensión, el debate público debería enfocarse en resolver dos interrogantes fundamentales que permitirían ampliar y profundizar la discusión. El primero, quizás el más básico, es: ¿qué entendemos por poder constituyente? A partir de esta definición surge un segundo interrogante igualmente relevante: ¿es autoritario hacer un llamado al poder constituyente? Solo comprendiendo la esencia del poder constituyente es posible determinar si este representa una amenaza para la democracia o, por el contrario, una de sus más auténticas expresiones.
Desde la perspectiva jurídica clásica –aquella que se ha consolidado como la posición dominante dentro de un modelo estatal, formalista y positivista– el poder constituyente se define como la facultad del pueblo para crear normas constitucionales y organizar los poderes constituidos, es decir, las instituciones y autoridades que derivan su legitimidad de la Constitución. En otras palabras, el poder constituyente es la capacidad originaria del pueblo para instaurar un nuevo orden jurídico. Sin embargo, en la práctica, el debate entre el poder constituyente y los poderes constituidos se encuentra atravesado por una paradoja: una vez creados los poderes constituidos, el poder constituyente parece reducirse a una mera norma de producción del derecho. Es decir, el poder que debería representar la soberanía popular termina absorbido por la maquinaria institucional de la representación política y jurídica.
Toni Negri, uno de los intelectuales que más ha profundizado en este debate, ha mostrado cómo la ciencia jurídica ha intentado, de diversas maneras, justificar la neutralización del poder constituyente. Según Negri, esta disciplina ha elaborado tres grandes perspectivas para explicar y, a la vez, contener su potencial disruptivo. La primera sostiene que el poder constituyente es un hecho que precede al orden jurídico y que, una vez creado este, queda relegado al exterior, siendo cualificado únicamente por los poderes constituidos. La segunda plantea que el poder constituyente es absorbido gradualmente por el poder constituido, de modo que ambos terminan entrelazados de forma inseparable. La tercera, por su parte, afirma que, al integrarse ambos poderes, el poder constituido puede interpretar, modificar o incluso redefinir al constituyente. En cualquiera de estas tres perspectivas, el resultado es el mismo: la ciencia jurídica busca subordinar la fuerza viva del poder constituyente al marco normativo del poder constituido.
Bajo esta lógica, no sorprende que muchos juristas y académicos califiquen de autoritario el llamado de Gustavo Petro al poder constituyente. Sin embargo, tal acusación parte de una concepción teórica y política particular, la cual considera que el derecho debe anteponerse a la democracia, al cambio social y a la justicia. En esta visión, el derecho no es un instrumento al servicio de la transformación, sino un mecanismo para preservar el orden existente, garantizando la estabilidad institucional por encima de las demandas populares. De ahí que los argumentos de quienes se oponen al poder constituyente no sean neutrales ni puramente técnicos, como suelen presentarse, sino que responden a una postura ideológica que defiende el statu quo y desconfía del protagonismo político del pueblo.
Por el contrario, si se asume, como plantea Toni Negri, que el poder constituyente está íntimamente vinculado a la democracia como poder absoluto, su ejercicio no puede interpretarse como una amenaza autoritaria. El poder constituyente, en su sentido más profundo, es la expresión directa de la soberanía popular, la posibilidad de que la comunidad política redefina sus reglas de convivencia, su estructura institucional y sus principios de justicia. Si este poder está ligado a la “preconstitución social de la totalidad democrática”, entonces se trata de una fuerza que puede manifestarse, formarse y reformarse continuamente en todos los ámbitos de la vida social. No se limita a un momento histórico puntual –como la redacción de una Constitución–, sino que constituye un proceso permanente de renovación democrática.
En este sentido, el llamado al poder constituyente no debe entenderse como un intento de concentración del poder, sino como un gesto que busca reactivar la participación popular frente a una institucionalidad que, con frecuencia, se muestra incapaz de responder a las urgencias sociales. Negar esa posibilidad bajo el argumento del “autoritarismo” equivale a clausurar el debate democrático y a desconocer el carácter dinámico del poder político. La verdadera amenaza no radica en el ejercicio del poder constituyente, sino en su neutralización por parte de quienes, desde los privilegios del poder constituido, temen a la fuerza transformadora de la ciudadanía.
En última instancia, el debate sobre el poder constituyente no es un debate meramente jurídico, sino profundamente político. Se trata de decidir si la democracia debe permanecer subordinada a las formas rígidas del derecho o si, por el contrario, el derecho debe ser el instrumento de la democracia para reinventarse y adaptarse a las nuevas demandas sociales. Recuperar el sentido emancipador del poder constituyente es, por tanto, un acto de afirmación democrática. En lugar de interpretarlo como un riesgo autoritario, deberíamos entenderlo como la posibilidad de reabrir los cauces de participación y justicia que la institucionalidad no puede ofrecer.