Por: Karla Díaz
El proyecto de ley 352 de 2024 busca crear un registro nacional de áreas afectadas por incendios forestales. La propuesta representa un paso necesario para proteger ecosistemas estratégicos que enfrentan el avance descontrolado de la frontera agrícola. Sin embargo, como ocurre frecuentemente en la política ambiental colombiana, esta iniciativa reproduce una mirada simplista que puede terminar castigando precisamente a quienes más protección necesitan: los sujetos de reforma agraria.
La iniciativa legislativa, que ha superado su primer debate en Cámara, establece en su artículo 3° una prohibición categórica: la imposibilidad de modificar la clasificación del uso del suelo y de adelantar procesos de sustracción por 60 años. Una medida que busca sacar estas zonas del mercado de tierras para evitar que la deforestación se convierta en un negocio rentable.
El problema surge cuando analizamos las inconsistencias y vacíos de la propuesta. Primero, existe una confusión temporal evidente: mientras el artículo 3° habla de aplicar la prohibición desde la entrada en vigencia de la ley, el parágrafo 2° la extiende retroactivamente a incendios ocurridos desde enero de 2023, y el artículo 7° menciona áreas afectadas desde 2010.
Ahora, la dimensión más problemática radica en la omisión deliberada de mecanismos de diferenciación social. El Proyecto de Ley carece de instrumentos para identificar si los ocupantes de estas tierras constituyen sujetos de reforma agraria, y de protocolos de atención diferenciada para las familias campesinas que, en condiciones de precarización económica y frecuentemente como víctimas del desplazamiento forzado, han llegado a estos territorios.
Esta omisión no es nueva. Refleja una práctica que se ha vuelto común en la política ambiental colombiana: meter en un mismo saco realidades profundamente diferentes. Este patrón se manifestó anteriormente en la ley de delitos ambientales, que criminaliza indistintamente tanto al sujeto de reforma agraria que deforesta una hectárea, como al que destruye 500 hectáreas con fines especulativos.
En estas normas y proyectos de ley las causas (especulación, acaparamiento o pobreza) no son tenidas en cuenta, lo que en la práctica termina reproduciendo inequidades, pues como lo demostró la ley de delitos ambientales, quienes reciben mayoritariamente las sanciones son los que se encuentran en el eslabón más débil de la cadena: aquellos que no cuentan con las influencias políticas ni el capital económico para burlar la norma.
Esta ceguera deliberada hacia las discusiones agrarias produce una acción estatal que puede ser ambientalmente importante, pero resulta socialmente injusta. Quizás mirar más allá de la imagen satelital y el sobrevuelo nos permita reconocer que la deforestación es un fenómeno tremendamente complejo, en donde están involucrados jornaleros, mayordomos, terratenientes, políticos y empresarios.
Esto permitiría entender una realidad elemental: nadie con buenas condiciones económicas y sociales elige adentrarse en la selva, a 6 o 7 horas de camino por trocha o río, montar un rancho y vivir en un lugar donde cada enfermedad puede costar la vida, donde no hay electricidad, donde los niños crecen sin educación. Estas familias que habitan en áreas remotas (o que son mayordomos de otros con más poder económico y político) no llegaron allí porque se cansaron de la comodidad urbana o porque romantizaran la vida selvática, sino empujadas por procesos estructurales de exclusión.
Una política integral debería proteger los ecosistemas sacando las zonas deforestadas del mercado de tierras, pero también debería reconocer quién las ocupa y por qué. Si se trata de sujetos de reforma agraria, el Estado debería garantizar acceso a tierra productiva en otras zonas, a través de procesos genuinos de redistribución.
Así pues, los proyectos de ley que se presenten para abordar estos asuntos requieren urgentemente la incorporación de mecanismos diferenciados de atención para sujetos de reforma agraria y la estructuración de protocolos de transición hacia la garantía de derechos de estas poblaciones. De lo contrario, se continuarán perpetuando las inequidades y violencias estructurales que el discurso ambiental dice combatir.