Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor asociado de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario
El mundo arde, sobre eso no hay ninguna duda. En 2021 Rusia incursionó en territorio ucraniano desembocando una guerra que pocos vaticinaban y que terminó reeditando la confrontación bipolar propia de la Guerra Fría con consecuencias nefastas sobre el Sur Global (además de las de por sí lamentables que engendra la guerra, en donde nadie gana). En concreto en dos aspectos: seguridad alimentaria y transición energética. La salida del mercado internacional de alimentos, en especial de granos, cereales y fertilizantes provenientes de la zona impactó el abastecimiento en América Latina, el África Subsahariana y Asia Central. Así mismo la búsqueda de fuentes de petróleo y gas para reemplazar los 11 millones de barriles que produce Rusia, condujo a Europa a ralentizar sus proyecciones de transición energética.
Poco por ahondar en el genocidio en Gaza contra el pueblo palestino en el que la mayoría de poderes occidentales no sólo no reaccionó, sino que ha apoyado de manera abierta el exterminio. La crisis se ha extendido a todo el vecindario y ha modificado las distintas correlaciones de fuerzas provocando cambios que aún estamos lejos de asimilar. Para la muestra la caída de Basar al Asad cuyo carácter despótico es innegable, pero valga recordar que, como en los casos de Irak y Libia, que lo que hoy Occidente celebra y marketiza como una victoria de la humanidad sobre “la barbaridad de Oriente” el resto del globo lo lamentará en los años subsecuentes.
Ahora se suma una nueva crisis en la frontera entre la República Democrática del Congo y Ruanda, donde los fantasmas del genocidio del 94 siguen causando estragos. En este panorama desolador, la guerra civil en Sudán refleja todo el intervencionismo de potencias regionales y mundiales en detrimento de un pueblo que sufrió los vejámenes del autoritarismo de Omar al Bashir, la guerra interna con el Sur y ahora el vacío de poder que ha resultado en una confrontación brutal fratricida entre lo que sería en Colombia ejército y paras.
Este panorama desolador se tiende a normalizar por unos medios que han renunciado al matiz, a los análisis y en los peores casos con una recurrencia al chauvinismo -si se informa sobre Ucrania o Gaza, eso quiere decir que se ignora el Catatumbo o el Cauca-.
Corresponde al progresismo insistir en una vocación internacionalista que contemple al menos tres elementos: primero, los análisis constantes de lo que ocurre en el mundo (no sólo en América Latina, ni exclusivamente aquello que tenga un impacto directo en Colombia); segundo, la pedagogía sobre las coincidencias de clase entre los diferentes pueblos del mundo -de allí mi frase en un trino polémico de que Haití y Catatumbo son dos caras de la misma moneda-; y tercero, la toma de postura que diferencie estos escenarios y esquive las equiparaciones forzosas.
El progresismo no puede caer en la trampa servida por las derechas y un centro cada vez más complaciente con el conservatismo reaccionario que equipara a Ucrania y a Gaza. El progresismo debe reivindicar siempre el pacifismo en ambos escenarios, pero sin confundir una guerra por recursos entre potencias de una de liberación nacional. Palestina no es una causa que quepa en las márgenes del nacionalismo (antítesis del internacionalismo) sino de la autodeterminación de su pueblo, un valor prometido en el siglo XX a los pueblos del Sur Global pero que no hemos conquistado del todo.
Solamente el progresismo sin miedo a la vocación internacional que marcó a los movimientos más incidentes y emblemáticos de las izquierdas, puede hacer frente común a una ofensiva en contra el multilateralismo, los derechos humanos y sobre todo la autodeterminación, no importa que sea en Sudán, Kivú o Gaza. No esperemos a 2026 para emprender esta tarea …