Por: Alejandro Mantilla Q.
Imaginemos a un investigador que pretenda describir las prácticas políticas con objetividad, sin evaluaciones morales o cargas valorativas. Tras revisar múltiples situaciones, concluye que las intrigas y los chantajes son habituales en la cotidianidad política. Sin embargo, nuestro investigador imaginario enfrentará el obstáculo del lenguaje ordinario. Palabras como ‘chantaje’ o ‘intriga’ tienen una carga evaluativa. Es difícil concebir que pueda usarse correctamente la palabra ‘chantajista’ para caracterizar a alguien digno de admiración por sus cualidades morales. El investigador puede ajustar su conclusión, puede sostener que las intrigas y los chantajes son habituales en la cotidianidad política, pero añadir que esas prácticas, usualmente, son evaluadas con reproche, rechazo o reprobación.
En un nuevo proyecto, nuestro investigador revisa las reacciones al chantaje. En sus conclusiones dice que todos los individuos acusados de chantaje reciben reproche social, pero establece una diferencia: en algunos casos los espectadores se sorprenden al descubrir que un individuo incurrió en esa conducta, en otros casos, les sorprende mucho menos. La reprobación y la sorpresa se mezclan de maneras diferentes.
Toda práctica política tiene una dimensión normativa, pero hay diversas maneras de comprender esa cuestión. La nueva tradición republicana ha optado por rescatar el viejo concepto de ‘virtud’ para comprender el rol de las motivaciones de los agentes en la definición de las instituciones sociales. Para María Julia Bertomeu y Antoni Domènech, la virtud alude a la capacidad psicológica de autogobernarnos colectivamente entre personas libres. A diferencia de la neutralidad liberal que defiende la indiferencia entre humanos y la libertad como la no interferencia en las decisiones individuales. El nuevo republicanismo plantea que la capacidad individual de gobernarnos es un requisito para tratar bien al resto de individuos y para gozar de genuina libertad colectiva: “el vicioso por lo mismo que es incapaz de gobernarse y tratarse bien a sí propio, es también incapaz de gobernar y tratar bien a los demás”[1].
A mi juicio, uno de los atractivos del enfoque republicano radica en los vínculos que traza entre las virtudes personales y las instituciones impersonales. Un proyecto político emancipador pondrá en juego la redistribución de los activos sociales gracias a sus instituciones, para que cada persona pueda desarrollar sus virtudes, lo que a su vez generará un mutuo reconocimiento reflejado en el buen trato entre individuos (de ahí que un socialista republicano como Domènech hiciera tanto énfasis en la importancia de la fraternidad[2]), lo que redundará en un genuino autogobierno colectivo.
Asumir que la política se limita a las instituciones, o se restringe a la buena marcha de la política pública, o se reduce al diseño del Estado, puede derivar en tres consecuencias: en una incomprensión de los alcances de lo político, en faltas éticas que se consideran (incorrectamente) como excusables y en desastrosos resultados en la gobernabilidad. Es un error asumir que la vida diaria y las virtudes personales no importan para la política, lo que podría llevar a excusar, justificar o soslayar comportamientos reprochables.
Conviene que la izquierda recuerde que la sociedad tiende a juzgarla con un doble estándar. Ciertos comportamientos que no sorprenderían en representantes del poder tradicional, generan genuina sorpresa cuando en ellos incurren quienes tienen un discurso de cambio. A los sectores alternativos, o de izquierda, se les juzga con mayor severidad cuando incurren en malas prácticas, cuando traicionan su propia comprensión de la virtud. Pero ese doble estándar no debería ser objeto de denuncia, más bien deberíamos asumir que ese doble racero es razonable, porque se apoya en lo que las sociedades esperan de los proyectos emancipadores. Cuando un representante de un gobierno alternativo usa las instituciones públicas en beneficio propio, egoísta, o corrupto, no solo estará contraviniendo sus propios valores, también será juzgado con mayor rigor por el conjunto de la sociedad. Tales comportamientos tienden a ser castigados o bien en las urnas o bien en la favorabilidad, de ahí que generen malos resultados en la gobernabilidad.
A finales de los años sesenta, el movimiento feminista acuñó expresión “lo personal es político” para mostrar cómo nuestros comportamientos cotidianos están mediados por elecciones forzadas, privilegios no declarados y jerarquías encubiertas, lo que conlleva que las luchas políticas también exijan transformaciones cotidianas. Tal vez una manera de entender el ideario republicano radique en invertir esa consigna. Lo político es personal porque las virtudes, y los vicios, tienen impacto en la manera cómo se configura lo público y la lucha política.
Tal vez el ideario republicano pueda dar claves a quienes han olvidado la importancia del buen trato cotidiano frente a otros, y han soslayado la relevancia de cultivar virtudes como clave para generar cambios políticos. Una parte ineludible de la lucha de clases consiste en mostrar que los valores de la izquierda basados en la solidaridad, la redistribución, lo común, el reconocimiento, o el trato igualitario son superiores al egoísmo individualista que sostiene el orden social del capital. Todas las derrotas son temporales, pero la pérdida de las propias virtudes puede llevar a derrotas definitivas.
Como cantaba Giorgio Gaber, “alguno era comunista porque Berlinguer era una buena persona; alguno era comunista porque Andreotti era una mala persona”.
[1] María Julia Bertomeu y Antoni Domènech, El republicanismo y la crisis del rawlsismo metodológico (Nota sobre método y sustancia normativa en el debate republicano), Isegoria 33 (2005) p 73.
[2] Antoni Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Akal, 2019.