Alejandro Mantilla Q.
“Watergate, el más grande escándalo político del siglo XX, se sostuvo y tumbó un Presidente de EEUU gracias a una fuente anónima”, afirmó en Twitter el abogado y periodista Melquisedec Torres. Su colega Olga Behar le replicó recordando que los investigadores “NUNCA publicaron lo que GP [Garganta Profunda] les decía, sin corroborar con documentos y fuentes cada dato o pista”. Esta tesis fue reforzada por Claudia Morales: “Bob Woodward duró 2 años investigando antes de publicar y en el entre tanto nunca, jamás, mencionó públicamente dato alguno de esa fuente”. Torres respondió a la réplica: “Respetada Olga, otros tiempos, el mundo virtual obliga hoy a ser más célere que hace 50 años; a riesgo de menor rigor, no lo niego. Sin duda, cada dato debe ser corroborado, sea anónima o no la fuente”.
Las sociedades modernas son más propensas al cambio que a la estabilidad. Las sociedades cambian, pero parafraseando a Hartmut Rosa, la velocidad del cambio está cambiando. En las últimas décadas la aceleración social ha propiciado una paradoja: el transporte, la producción y las comunicaciones son más rápidas, pero esa velocidad renovada no ha generado una liberación del tiempo cotidiano para el descanso o el goce, sino una presión para hacer más cosas en menos tiempo; una aceleración del ritmo de vida que ha hecho del estrés, la ansiedad o el desgaste (burnout), problemas de salud pública. A la trabajadora agotada ya no se le permite el descanso, se le exige la distracción. Se le impone alimentar la máquina de clicks en su teléfono celular, fundirse en la competencia por la atención fugaz y entregar nuevos datos al capitalismo de plataformas. El individuo ya no se detiene, se entrega a la aceleración aunque se siente en su sofá, o pretenda conversar con sus semejantes mientras mira una pantalla.
Ese mundo veloz que ha mercantilizado la atención y desvalorizado la reflexividad, es un reto para nuestras habilidades cognitivas y un peligro para la democracia. En el alud de la información digital, se arrastran noticias falsas, imágenes alteradas y datos engañosos que confunden a los individuos y envilecen el debate público. Los individuos ya no saben cuál noticia es real, cuál nota es una invención y cuál titular es engañoso. Esa tendencia se refuerza cuando un sector de la prensa tradicional asumió como principal indicador de su éxito el número de clicks generados por encima de la calidad de la información presentada. En esa acelerada competencia por la atención, el menor rigor puede pasar de ser un riesgo latente a un comportamiento normalizado manifiesto.
Hoy los discursos ponderados no llaman la atención, mientras los titulares sensacionalistas o las muecas exageradas de algunas parlamentarias en redes sociales tienden a viralizarse con facilidad. No es claro si un reportero como Tucker Carlson se hizo famoso por copiar los gestos de Trump, o si Trump vio que era rentable copiar el discurso incendiario de un locutor como Rush Limbaugh.
A mi juicio, la posición de Olga Behar y Claudia Morales coincide con lo que hoy se denomina ‘epistemología de las virtudes’. Al momento de preguntarnos qué es el conocimiento, o cómo conocemos efectivamente, puede ser más importante indagar por las facultades de quienes conocen, que por sus productos; para este enfoque, fijarse en los hábitos, las capacidades, las cualidades de quienes conocen, es imprescindible. Por eso gana relevancia la noción de virtud en el conocimiento. Siguiendo a Linda Zagzebski, esas virtudes se adquieren por procesos que requieren tiempo, trabajo constante, que dan lugar a hábitos consolidados guiados por una motivación moral. Una persona virtuosa puede juzgar cómo dirigir su actividad cognitiva para formar sus creencias, con los métodos más fiables para alcanzar lo verdadero. En el caso de la prensa, los métodos fiables son aquellos que contrastan, corroboran, comparan, estos métodos están guiados por un rigor epistémico que también es un rigor ético, porque está guiado por motivaciones sobre lo correcto.
Las virtudes se cultivan, exigen tiempo, se forjan con paciencia. Las virtudes no florecen en la dictadura de la aceleración, de la competencia por la atención, del sensacionalismo y la editorialización escandalosa. Las virtudes epistémicas riñen con el menor rigor.
Lo anterior conlleva a una tensión. Mientras las virtudes son cualitativas, las libertades públicas son procedimientos. En ese orden, la libertad de prensa no es una libertad cualitativa. Sería peligroso asumir que esa libertad sólo es defendible para quienes muestran virtudes epistémicas; la libertad de prensa también es válida para los periodistas del menor rigor. Por eso no es una potestad de los gobiernos decirle a la prensa qué debería publicar. Sin embargo, una sociedad democrática exige que demos debates públicos para que podamos distinguir lo plausible de lo implausible, lo fiable de lo dudoso, lo importante de lo pueril.
Una sociedad democrática no puede permitirse restringir la libertad de prensa, a su vez, la democracia corre peligro si se consolida el explícito socavamiento del rigor en la información.