Por: Alejandro Mantilla Q.
Las coincidencias históricas no son producto de la astucia de la razón, ni de los caprichos de la fortuna. Tal vez expresan nuestra voluntad de encontrar patrones explicativos. Llamamos ‘coincidencias históricas’ a una concatenación de eventos que no tienen una causa común, pero creemos que convergen de alguna manera. La espontaneidad de los eventos se suma a nuestra voluntad de comprensión.
A pocos días de cumplirse medio siglo del golpe de Estado contra el presidente chileno Salvador Allende, el principal candidato para ganar la presidencia de Argentina es Javier Milei. Aunque, a primera vista, los dos eventos no tienen relación alguna, nos permiten preguntarnos por el origen y el porvenir del neoliberalismo, un concepto tan impreciso como disputado. Es bien sabido que Augusto Pinochet nombró como sus principales asesores económicos a los discípulos de Milton Friedman, el laureado economista de la Universidad de Chicago, y que Milei tiene como uno de sus tótems al economista austriaco Ludwig Von Mises. Los trabajos históricos sobre el neoliberalismo coinciden en señalar la importancia de la Sociedad Mont Pelerin -a la que pertenecieron Friedman y von Mises- fundada en 1947, al Coloquio Walter Lippmann, celebrado en París en 1938, así como la formación de las Escuelas de Friburgo, Chicago, Colonia y Ginebra, como hitos fundacionales del pensamiento neoliberal.
Aunque tienda a ubicarse la dictadura de Pinochet como el laboratorio que preparó el camino a las políticas de ajuste en todo el planeta, la trayectoria del neoliberalismo tiene antecedentes más remotos. Además, suele olvidarse que las mencionadas escuelas procuraron elaborar una ambiciosa filosofía social que respaldara sus propuestas de política económica. Libros como La acción humana de Ludwig Von Mises o La fatal arrogancia de F.A. Hayek, son una muestra de esa pretensión. Hayek plantea que el capitalismo es un amplio orden de cooperación humana que se deriva de procesos espontáneos, en lugar de ser fruto de un diseño deliberado. Gracias a nuestros hábitos heredados de carácter moral y a los procesos evolutivos basados en la selección, se ha forjado la civilización capitalista y el progreso de las sociedades. En contraste con las propuestas socialistas, que defienden un orden resultado de un diseño intencionado que garantice la justicia social, el capitalismo se basa en la cooperación de millones de acciones no coordinadas, en hábitos morales y en la evolución por selección, rasgos que tienden a ser más duraderos, eficientes y justos.
En otros trabajos, Hayek plantea que ese orden espontáneo debe formalizarse mediante el derecho. La observancia de la ley, entendida como las garantías para la celebración y cumplimiento de los contratos, es una condición necesaria para el adecuado funcionamiento social. De ahí que Ernst-Ulrich Petersmann, uno de los alumnos aventajados de Hayek, sostiene que la “mano invisible” de la competencia debe complementarse con la “mano visible” del derecho. La influencia de las tesis del Hayek economista, hoy potenciada por la renovada propaganda libertariana, tiende a soslayar la riqueza de su filosofía social. Sin embargo, considero que Hayek merece la acostumbrada réplica que los padres conservadores lanzan a sus hijos adolescentes en proceso de radicalización izquierdista: “Es una buena idea que no funciona en la práctica”.
El capitalismo realmente existente funciona con una buena dosis de cooperación no coordinada, es cierto. Pero tal rasgo no es exclusivo de las sociedades capitalistas con baja intervención estatal, pues puede atribuirse a todas las sociedades que ha conocido la historia de la humanidad. Ninguna sociedad ha funcionado con una absoluta centralización. La espontaneidad, la cooperación y la evolución son rasgos que no son exclusivos del mercado capitalista. Por otro lado, la apología de la espontaneidad y el cumplimiento de la ley no coincide con las prácticas efectivas que ejercen los magnates en los mercados realmente existentes. Los sobornos de Corficolombiana y Odebrecht, las coimas pagadas por Uber, la compra de tierras despojadas a bajo costo por Argos, la captación de los reguladores estatales por la Boeing, las campañas publicitarias de las empresas tabacaleras para desviar la atención sobre los graves efectos del consumo de cigarrillo, la financiación de empresas de bebidas endulzadas a partidos políticos y legisladores, el agresivo mercadeo de la farmacéutica Purdue Pharma para incentivar la prescripción de un opioide altamente adictivo como OxyContin (que generó una oleada de adicciones y muertes por sobredosis en Estados Unidos), no son fenómenos aislados, sino prácticas recurrentes de las grandes corporaciones.
El capitalismo realmente existente funciona gracias a la espontaneidad apoyada por el respeto de la ley y los contratos, pero el poder corporativo tiende a acumular capital gracias a su influencia en el Estado, su manipulación de las normas y su vulneración de la ley. El capitalismo realmente existente, controlado por las grandes corporaciones, funciona gracias al poder centralizado, no gracias a la cooperación espontánea. El poder de algunas corporaciones no se deriva del cumplimiento del derecho, sino de una selección de ilegalismos que hace borrosos los límites entre lo legal y lo delincuencial. Ante estas réplicas, los libertarios tienden a responder que, o bien tales prácticas son excepcionales, o bien configuran un “capitalismo de compinches” que ellos también rechazan. Sin embargo, la evidencia no parece corroborar lo primero y sus agendas políticas no respaldan lo segundo.
El corolario de este debate es la evidente tensión entre el pensamiento libertariano y la democracia. Hayek es explícito al señalar que prefiere un gobierno no democrático que cumpla con la ley, entendida como el cumplimiento de los contratos, a un gobierno democrático que tenga un poder ilimitado. Lo anterior puede interpretarse como el respaldo a un gobierno dictatorial que respete las transacciones económicas y la propiedad privada, frente a un gobierno democrático que procure la redistribución de la riqueza. No en vano, el economista austriaco afirmó en alguna ocasión: “no he sido capaz de encontrar una sola persona, incluso en el muy difamado Chile, que no estuviera de acuerdo en que la libertad personal era mucho mayor bajo Pinochet de lo que había sido bajo Allende”. Aunque nos suene escandalosa esta declaración, tras conocer los crímenes de lesa humanidad de la dictadura instaurada por la CIA, debemos recordar que para Hayek la libertad es entendida como la posibilidad del intercambio de mercancías, no como dignidad individual, ni como libertad republicana colectiva.
He aquí la autorrefutación del pensamiento libertariano: un discurso centrado en la libertad, la cooperación, la espontaneidad y el respeto de la ley, cuyos postulados fueron llevados a la práctica gracias a una planificada dictadura que vulneró la ley, y suspendió los derechos y la libertad de millones de chilenas y chilenos.