Por: Laura Bonilla
Subdirectora fundacion Paz y Reconciliación
Solía creer que nuestra sociedad había logrado incorporar algo de empatía y entendimiento sobre la guerra que nos tocó. Parece que no. Un tweet reciente me llevó por primera vez a enfrentar la tribuna pública de las redes sociales. La pretensión era relativamente sencilla: usar un símil que conozco muy bien para señalar que las mujeres en Colombia, como Francia Márquez, han tenido que caminar senderos injustamente espinosos y que publicar como una novedad que la vicepresidenta terminó su bachillerato a los 28 años es infame. Me mantengo. Es una canallada clasista, machista y racista.
Algo no calculé. Mi madre fue miembro del M19. Así que algo que para mí es tan natural después de 32 años de la firma del acuerdo de paz, se convirtió en una explosión en las redes sociales: no se puede admirar a una guerrillera. El tono y el acoso no me llamaron la atención. Es algo común en Twitter, que nos conecta con nuestros personajes más oscuros. Lo que me aterra es darme cuenta de que esos personajes que creamos en las redes para decir lo que no nos atrevemos, están tan alejados de las realidades y las historias de las personas que formaron parte de este largo y sangriento conflicto. Para ellos, es mejor seguir manteniendo la caricatura de monstruos que estuvieron en la guerra, imaginando que el día a día de esas personas consistía en cumplir una cuota de muerte y secuestro, y al final del mes reclamar su cheque, impulsados únicamente por la codicia.
Nada más alejado de la realidad, pero comprensible. La violencia es la relación tóxica más duradera que ha tenido Colombia. Es como si defendiéramos con vehemencia nuestro derecho a odiar. Como si estuviéramos esperando ansiosamente la oportunidad de gritar: ¡Matémonos de una vez por todas!
Pero es aún peor para las mujeres en la guerra. Por un lado, se les priva de su agencia, y por otro lado, enfrentan las consecuencias no solo de haber estado en la guerrilla, sino también de desafiar todos los mandatos de su época, incluyendo el de la maternidad y el cuidado. Después de la paz, muchas han sentido que la sociedad les niega la equidad con una crueldad mucho mayor que antes. Es en tiempos de paz cuando la culpa y los juicios sociales se sienten con mayor intensidad.
De una forma u otra, los hombres que estuvieron en las guerrillas al menos tenían la posibilidad de ser vistos como héroes por sus familias. Después de todo, la figura masculina y la causa guerrillera se veían como una correlación natural. Pero para las mujeres fue diferente. Arrastran dolores y cargas que se transmiten de generación en generación, porque la sociedad de entonces (y la actual también) no logra relacionarlas con una lucha pública que las sacó por completo del papel de cuidadoras, pero que también les cobró un alto precio en lágrimas por la vida que eligieron.
La brecha con los hombres que estuvieron en las guerrillas y pasaron a ser líderes es abismal. Hay muy pocas mujeres en Colombia que hayan logrado romper ese techo de cristal y mantenerse firmes frente al acoso público y privado. Los juicios familiares hacia las mujeres que conocí y admiré, que pertenecieron al M19, son tan crueles como el olvido público al que ellas mismas se confinaron en más de una ocasión. Al final, 30 años después, ni las mujeres que siguieron las normas establecidas ni las rebeldes obtuvieron los mismos privilegios que los hombres. En algunos casos, sus propios hijos e hijas dejaron de hablarles por completo.
Qué distinto a la devoción que se siente por muchos de los hombres que estuvieron y que después recorrieron un camino en la paz, que no por eso deja de ser virtuoso. Esa admiración frente a las figuras heroicas de los padres, tuvo un relato doloroso en el caso de las madres. Del M19, que es la historia que conozco bien, las mujeres que estuvieron tuvieron dramas muy distintos, nunca les perdonaron haber abandonado ser cuidadoras y prueba de ello es que su participación política después de la desmovilización fue significativamente menospreciada.
Varios de ellos pudieron repetir, como lo hizo el presidente, que su rol no era criar. Son ellos y no sus hijos las víctimas de la ausencia. “Él no me vio leer”, es un lamento que en los años setenta, ochentas y noventas evocaba la idea de que el padre que abandona es también un mártir de la causa. Incluso en la primera década de este siglo, varios amigos y colegas de los movimientos estudiantiles la usaban para explicar – siempre al calor de la rumba – por qué en realidad sufrían profundamente por no estar con sus hijos. Por el contrario, el abandono materno no tiene perdón, ni olvido.
En los últimos veinte años he recorrido un camino de preguntas, junto con otros hijos e hijas de mujeres guerrilleras que tuve la oportunidad de conocer. Hay cosas en común. Glorificamos menos las causas y en ocasiones fuimos muy crueles con la maternidad que nos tocó. La conexión entre la guerra y la gloria no nos la contaban las abuelas. Había más juicio que comprensión. Pocas veces se edulcoró la ausencia. Son recuerdos vívidos que hacen que uno entienda en el corazón el compromiso por la paz.
Por eso, no me extraña la oleada de odio a raíz del reconocimiento de mi orgullo por la historia materna. No miento. Han sido años de largas conversaciones, pasando por la glorificación, el dolor, la desilusión y la admiración profunda, no por el hecho de haberse ido a la guerra, sino por la valentía de retar un mundo tan masculino, sobrevivir y salir avante. Pero, sobre todo por abrir puertas en lo público para quienes venimos detrás, cosa difícil de hacer si no se hubieran tomado decisiones polémicas. No podría en este sentido arrepentirme de mi admiración.
Hay mucha historia que no se ha contado. No se habla de las mujeres fundadoras de las guerrillas en la historia, no porque no hayan existido, sino porque no se las consideraba como tal. Pocas veces a hoy se las consulta y tienen que pelear cada espacio, como todas las mujeres en política. La mayoría renunciaron – con razón – a esa carga. Es, prácticamente una historia cortada a la mitad. Siempre es más fácil hablar del padre.
Alguna vez, como parte de mis investigaciones, le conté a uno de los fundadores del M19, que aún está vivo, mi idea de escribir algunas de estas historias. Su respuesta fue reveladora: "¡Tengo una idea buenísima para ti!" - me dijo - "Hagamos un libro en el que nosotros, los hombres del 'M', hablemos de ellas". - "Eso nunca se ha hecho", remató.