Por: Margarita Jaimes Velásquez
La recreación es fundamental para el desarrollo humano; tan cierto es, que está reconocida como un derecho humano, especialmente importante cuando se trata de niñas, niños y adolescentes. La recreación (es decir el acto de volver a crear, el acto de recrear), incluye, además de las lúdico-recreativas, culturales y las actividades de juego, las actividades deportivas.
En el mundo de los recuerdos quedaron las hazañas que teníamos que hacer para jugar al bate, la lleva, el escondido, el quemado y otro sinnúmero de actividades quema grasa y ensucia ropa con la que nos divertíamos y alegrábamos la cuadra. Hoy, en el mejor vividero del mundo según algunos, tenemos parques y canchas tan bien organizadas y bonitas que no todas las personas las pueden usar. Ahora el juego es un privilegio. Es una prerrogativa para quienes pueden pagar por el ingreso a una cancha, para quien tiene los zapatos adecuados para jugar en la grama sintética y para quien sea del agrado del administrador.
Estos nuevos escenarios deportivos y recreativos que pululan en los barrios, veredas y corregimientos de nuestro hermoso Caribe, se han convertido en espacios que condenan al más pobre a la periferia. Adiós a los “pelaitos” jugando a “pata pelá” en la cancha de arena del barrio, ya no se encantaran las madres al verles llegar enlodados o mugrosos o cansados por el sol abrasador que recibieron.
Para el Estado esos niños, los de la pata pelá, no son importantes. Aquí lo que importa es satisfacer la economía. Es decir, en Colombia, la recreación y el deporte han sido privatizados bajo el paragua de modernización de los espacios recreativos y deportivos, entiéndase, cemento por doquier. Con ello, se está incrementando la brecha de desigualdad, se les está arrebatando el derecho a disfrutar de su niñez, el derecho a aprender jugando y aprehender del juego. Se les niega a acceder a un derecho fundamental y vital para su desarrollo armónico. En pocas palabras, se les niega su condición de sujetos de especial protección.
Lo peor de esta historia es que los famosos y modernos espacios deportivos y de recreación se ejecutan con el erario público, con nuestros impuestos, pero se entregan a terceros civiles para que los administren y los usufructúen. Perdón, ¿eso no es corrupción? ¿Cuál es la retribución que recibe el contribuyente? Pues, ninguna. Ahora no existe el espacio público, ya que no es público aquel que para su goce y disfrute exige una prestación monetaria, por muy baja que esta sea.
Esto no es un mal menor, todo lo contrario, es gravísimo que en Colombia los derechos de la niñez y la adolescencia sean vulnerados flagrantemente con argucias jurídicas y lingüísticas. Hoy, el derecho a la recreación no existe y no existe porque no goza de acceso libre. Todo lo contrario, fomenta la desigualdad irrespeta a los más vulnerables y minimiza el impacto que tiene para el desarrollo armónico de los niños, niñas y adolescentes la socialización que surge de los juegos.
Insisto, la paz solo será posible cuando exista un real y efectivo compromiso para derribar la discriminación y la exclusión. Es necesario respetar los derechos humanos de la niñez y la adolescencia: el derecho al juego, no es un juego de niños.