Por: Margarita Jaimes Velásquez
En Colombia, el país de los discursos bonitos y los eventos simbólicos y majestuosos en el marco de las conmemoraciones, no se ha logrado disminuir los índices de violencia contra las mujeres. Las mujeres y las niñas seguimos expuestas a todo tipo de violencias en las calles, en el trabajo, en los ámbitos educativos y en el hogar, pero lo que es peor es que también por las instituciones estatales, esas mismas que cada 8 de marzo o 25 de noviembre se ufanan de promover, garantizar y proteger los derechos de las féminas.
Es inconcebible, por no decir que irresponsable, que una mujer sea acuchillada al interior de una comisaría de familia en Barranquilla y que esto no haya generado el rechazo nacional como sí ocurre con otros casos. Este caso ha pasado de agache. Ha sido más importante cuestionar la decisión de Catar de prohibir la venta de licor, que reflexionar sobre la violencia homicida contra las mujeres en nuestro país. Lo irritante y vergonzoso es que ocurrió dentro de una entidad estatal de protección. ¿Cómo así que el Estado es incapaz de garantizar al interior de sus instalaciones la integridad física de una mujer? En serio, por favor, que alguien del Estado me explique ¿cómo ingresó a la Casa de Justicia un hombre armado?
Tengo la certeza de que la respuesta será sacrificar al eslabón más débil de la cadena: al vigilante. A quien seguramente, porque lo he visto en muchas entidades estatales, le encargan tareas de orientación y enrutamiento dentro del recinto, descuidando la verdadera labor para la que fue contratado, que es controlar el ingreso de armas y garantizar que los conatos de violencia no afecten los derechos de otras personas. Este tipo de actuaciones institucionales impiden la materialización de los derechos de las mujeres a ser protegidas eficazmente en tanto refuerza la banalización de la violencia.
Pero esto es menos grave frente a la desprotección absoluta en la que quedó la víctima cuando la funcionaria salió del lugar dejándola sola con el victimario, momento que aprovechó el agresor para acuchillar a la mujer en 15 ocasiones. Con toda certeza, la ilustre funcionaria olvidó los antecedentes violentos del agresor y lo que es peor, desconoció que la Ley 1257 de 2008 determina que las mujeres víctimas tienen el derecho a no ser confrontadas con el agresor.
Este es solo un caso para cuestionar el reiterado incumplimiento del Estado al deber de debida diligencia reforzada para garantizar a las mujeres y niñas una vida libre de violencia. ¿Para que citan a una mujer que ya expresó que no quiere volver a convivir con un hombre a una audiencia de conciliación? Creo que se sobrevalora el papel de esta figura, no siempre la solución está en el dialogo, en ocasiones, la distancia es la mejor solución, sobre todo, cuando una de las partes considera a la otra como su propiedad. Las comisarías y otros entes encargados de brindar atención y protección a las mujeres violentadas deben ser verdaderos defensores y protectores. Es altamente agresivo con las mujeres obligarlas a conciliar lo irreconciliable.
Lo preocupante de estas acciones y omisiones, además de que ponen en riesgo la integridad física y psíquica de las mujeres, es que, aunque existe un cuerpo jurídico que expresamente determina lo que no se debe hacer en estos casos, por falta de compromiso, por estereotipos de género, por prejuicios e incluso por impericia, el funcionariado decide contrariar la norma y los organismos de control disciplinario no hacen nada al respecto. Creo que el Estado se erige como el agresor no solo cuando el funcionariado por acción o por omisión no protege, acarrea daños e impide el acceso a derechos de manera directa, es también culpable cuando por dedocracia elige para estos cargos a personas no idóneas, que tienen los títulos académicos pero no los requisitos éticos y actitudinales obligatorios para cumplir la encomiable misión de contribuir para eliminar la violencia contra las mujeres.
También es violencia institucional que no se obligue en las facultades de derecho el estudio específico de los compromisos internacionales para erradicar la violencia contra las mujeres, que las mismas facultades no promuevan el estudio del derecho desde un enfoque diferencial de género. Todo profesional del derecho debe conocer las obligaciones que impone el deber de debida diligencia reforzada, máxime si opta por trabajar para el Estado en una comisaría de familia o en la rama judicial. Es imperativo que se contraten notificadores en las comisarías de familia a fin de no imponer más cargas a las mujeres victimizadas, que, en muchos casos, deben hacer tal labor.
A medida que avanzo en la escritura de estas ideas, me doy cuenta del grado de exposición al que es expuesta una mujer cuando acude a las instancias estatales. Desde el mismo momento en que toma la decisión de denunciar el andamiaje institucional está en su contra. Cuando una mujer violentada lee que aún en una comisaria su agresor sigue teniendo la misma capacidad de daño se disuade de buscar protección estatal. Cuando ocurre esto, suele escucharse que el funcionariado indolente se atreve a culpar a las mujeres que no denuncian. Como diría mi abuelo materno, la calavera es ñata por donde la miren.
Finalizo esta reflexión recordando que el estándar de debida diligencia implica que se asegure la aplicación efectiva del marco legal vigente ante las denuncias de violencia contra las mujeres a fin de evitar que se perpetue la violencia contra las mujeres por su tolerancia explícita e implícita.