Por Jimmy Viera Rivera
Hacer el recuento de 21 años de hegemonía neoliberal (2003-2024) en la Defensoría del Pueblo, es hablar de la pérdida de su objetivo misional y de la institucionalización de una manera de encubrir las violaciones de los derechos humanos, acorde al modelo económico y político, simultáneamente con un ejercicio de simulación, cargado de grandes anuncios y un sinfín de actividades, pero vacío e intrascendente en sus impactos. Estas dos décadas, dejan como herencia una institución desmantelada de sus objetivos estratégicos y plagada de comportamientos clientelares, que sustentan una práctica corporativa corrupta y patrimonial.
Hoy la Defensoría del Pueblo es un inmenso cascarón burocrático conformado por más de 8.000 personas, entre funcionarios y contratistas, que languidece y agoniza lentamente, negando su razón de ser y el propósito que animó su creación con la Constitución de 1991. Demos un vistazo a estos últimos años.
Los primeros defensores del pueblo dejaron una huella indeleble en el país y en la institución. De estos años, se destacan connotados juristas, estudiosos y expertos de amplia trayectoria, pertenecientes a distintas disciplinas, conocedores y sobre todo fuertemente comprometidos con la realidad de las víctimas.
Sin embargo, en pocos años, todo esto cambió para empeorar. Pronto se dieron cuenta las élites políticas que la Defensoría del Pueblo podía ser la mejor fachada para encubrir la implementación salvaje del modelo económico neoliberal y que, al mismo tiempo, estaba constituía un excelente botín burocrático. Entendieron que poner al frente de ésta a personas que decían defender y promover los derechos de la población, era solo cuestión de forjar una imagen para lavarle la cara al estado frente a las graves violaciones a los derechos humanos que se estaban perpetrando para ganar la guerra contra la insurgencia y, al mismo tiempo, dejar la impresión de que había una institución que escuchaba y estaba del lado de las víctimas.
El ocaso de la Defensoría del Pueblo, se instaló poco a poco a partir de la llegada de personajes como Volmar Pérez, conocido en su momento como, “el defensor del puesto”, o “el defensor del silencio”, cuya ausencia, invisibilidad e irrelevancia durante más de dos periodos al frente de la institución, lo llevaron incluso a que el propio presidente de la República lo felicitara por “su gestión”. Fueron nueve años en los que pasó por sus narices el fascismo criollo con todas sus atrocidades, admitido obsecuentemente con su mutismo y su falta de denuncia.
Su silencio cómplice, contribuyó a consolidar la impunidad de los grandes crímenes que se cometieron en los dos gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, como los seguimientos ilegales a periodistas, magistrados y políticos de oposición por parte del DAS; los 6.402 asesinatos de inocentes, mal llamados “falsos positivos”, cometidos por miembros de la Fuerza Pública; los asesinatos y amenazas a líderes y víctimas del conflicto armado; el desplazamiento de los pueblos indígenas y negros de sus territorios.
Del declive y postración en que este personaje dejó a la Defensoría del Pueblo, se pasó al torbellino arrasador caracterizado por el maltrato, la gritería y el matoneo del tristemente célebre doctor Jorge Armando Otálora. Llama la atención como el presidente Santos, manifestara en la toma de posesión de este personaje, que la “Defensoría quedaba en buenas manos”. Sin embargo, Otálora, también conocido como, “el enano siniestro” o “el defensor del escándalo”, arribaría a la institución acompañado de un séquito de modelos y ex reinas de belleza encargadas de reproducir y multiplicar el talante autoritario y agresivo de su jefe. La gestión de este personaje quedó sin concluir y abandonada por la puerta de atrás, convertida en un espectáculo mediático, a consecuencia de la venganza que una de sus novias le infligió.
Entre el mutismo y el escándalo, la entidad creció, no en nombre, prestigio e impacto, sino en reformas legales que garantizaron la inflación burocrática, con nuevos y jugosos cargos directivos. De ser una entidad que en sus primeros años llegaba a lo sumo a ochocientos funcionarios, a la vuelta de una década llegó a tener casi cuatro mil personas, incluyendo allí una robusta cuota de contratistas de prestación de servicios, integrada por Defensores Públicos. De tal manera, que para el año 2016, cuando Carlos Negret asumió el cargo, la Defensoría del Pueblo era un botín burocrático, con más de seis mil almas entre profesionales de planta, provisionales y contratistas, cuya alta dirección se negociaba en el Congreso de la República, al calor de una fuerte puja entre los partidos políticos.
La gestión de Negret, resume a la de sus antecesores en dos aspectos claves: la promoción y manipulación de la imagen personal, que diseñó y montó por una cuantiosa suma el señor Ángel Beccassino, junto con la del silencio conveniente y obsecuente con el poder. Nada dijo Negret y nada aportó frente a la grave crisis del sistema de salud, aparte de unos cuantos comunicados y de informes anuales sobre las tutelas a la salud, en los que solo se limitó a rasguñar la epidermis de esta problemática. Nulas fueron sus posiciones, propuestas y planteamientos frente a la problemática carcelaria, a las violaciones de derechos humanos contra líderes y defensores, a la necesaria reforma de las fuerzas militares y de policía, a los impactos ambientales causados por la actividad depredadora de empresas nacionales y extranjeras, a la desigualdad social provocada por políticas que aseguran la marginación, la pobreza y la explotación para millones de personas.
Dejó una huella caracterizada por la mediocridad, bajos desempeños, activismo sin fin en los territorios, con pobres impactos. Además con todas las plazas, cargos y contratos posibles, ocupados por cuotas y recomendados políticos. Personal ajeno e insensible a los derechos y al sufrimiento de las comunidades, que llegó a reemplazar y a llenar espacios de defensores y defensoras comprometidos, que se hartaron de tanta incompetencia y decidieron buscar otros rumbos. Coronó la cereza de este pastel amargo, el crédito adquirido por este con el BID, por más de sesenta mil millones de pesos, de cuya gestión y resultados nada sabe el país.
Como la Defensoría se había consolidado como botín burocrático, era apenas lógico que se convirtiera en objeto de negociación clientelar por parte de la Cámara de Representantes, de manera que allí entraron a hacer sus ofertas y a celebrar acuerdos bajo la mesa, individuos duchos en materia clientelista. Fue así como se eligió a un nuevo “Defensor del Pueblo”, que venía con el guiño del presidente, quien le estaba pagando el buen comportamiento que mostrara como magistrado en la decisión de archivo del caso Odebretch. Al mismo tiempo que respondía a cabalidad al apetito burocrático y clientelar, propio del Congreso. Fue así como llegó a la entidad Carlos Camargo, reflejando una vez el desinterés absoluto de las élites por la causa de los derechos humanos, por su defensa y por las poblaciones postergadas, vaciando de contenido y de sentido a la entidad, llenándola de cuotas, corbatas y lagartos políticos, con amplio desconocimiento e insensibilidad frente a los derechos y frente al sufrimiento de poblaciones vulnerables y víctimas.
Es así como, con Camargo se creció aún más la frondosa burocracia, llegando a 8.000 personas entre funcionarios y contratistas, muchos de ellos, egresados de la Universidad Sergio Arboleda, su alma mater. Este defensor, convertiría a la institución nacional de los derechos humanos en tribuna de oposición política al gobierno del cambio, desconociendo su rol primigenio como vocero y defensor de las comunidades marginadas.
Camargo no se quedaría atrás. Como los anteriores defensores, creó nuevas Defensorías Delegadas, alcanzando hoy más de veintidós oficinas directivas a nivel nacional, caracterizadas por su debilidad en personal, recursos y cobertura, sin claridad en sus propósitos, desarticuladas y fragmentadas, pero eso sí, respondiendo una vez más a sus buenos amigos y socios, quienes fueron premiados con sueldos que superan los veinte millones de pesos mensuales.
Se inventó un proyecto llamado “Defensoría en tu comunidad”, a través del cual contrató a más de 300 personas, que supuestamente trabajarían con las comunidades más apartadas y necesitadas. Sin embargo, nunca se conocieron los resultados ni el impacto de su gestión. Se suman a ellos proyectos inanes e intrascendentes, como el “museo de los derechos humanos”, el “centro de estudios en derechos humanos” y el “observatorio”, que no observan ni imparten conocimiento sustancial en estas materias. Continuó con la tradición de los empréstitos. Al tiempo que terminaba de raspar la olla de los recursos del crédito del BID heredado de la administración anterior, adquirió uno nuevo, sobre el cual, como en el caso del BID, nada se sabe sobre su propósito y resultados.
El colmo de la inflación burocrática ha sido el invento de una serie de Defensorías regionales nuevas, curiosamente, todas localizadas en el departamento de Córdoba y en la costa Atlántica, de donde es oriundo el alto directivo. Hoy llegamos a una cuota de cuarenta y dos Defensorías regionales, que no responden a las necesidades reales de las regiones en materia de prevención y protección de los derechos, pero que sí garantizan el pago oportuno de varias cuotas y favores políticos.
La persona que llegue a partir de septiembre de este año a ocupar la dirección de la Defensoría del Pueblo, se encontrará con una entidad con una alta inflación burocrática y presupuestal, pero marcada por la desarticulación, la descoordinación, la negligencia, con pobres resultados y prácticamente nulos impactos. Si bien se habla y se cacarea internamente acerca del Programa de Fortalecimiento de Capacidades, financiado con el empréstito del BID, su distintivo principal son costosas consultorías con resultados pírricos en el mejoramiento de la eficiencia, la gestión institucional y la atención ciudadana.
Nada hizo Camargo para solucionar los desbarajustes de la estructura orgánica de la entidad, en la cual los procesos misionales ni son transversales ni se corresponden ni se materializan en el devenir de las direcciones y delegadas. En pocos meses abandonará la institución, dejándola en un estado más profundo de postración y decadencia que cuando la encontró hace cuatro años.
El dilema de la Defensoría del Pueblo es, si retoma su misión institucional de la defensa de los derechos humanos o continúa legitimando con el simulacro el modelo económico de acumulación por desposesión sustentado en la privatización y despojo territorial en el campo, en la transferencia de la soberanía del Estado hacia las corporaciones privadas, como ha sucedido en los territorios étnicos y campesinos, los desalojos de sus tierras ancestrales, como la explotación de recursos naturales, saqueo, inscrita en una trama institucional que sirve de soporte a la financiarización del capitalismo especulativo en nuestro país y legitimación de la violencia de los modelos de dominación económica y política.
Esta nueva elección marca un hito y un punto de inflexión con la tradición impuesta por el clientelismo y la corrupción durante las últimas dos décadas. El presidente de la República debe considerar seriamente en ternar personas con independencia para ejercer sus funciones y con un alto perfil ético y moral. Quien llegue a ejercer como Defensor o Defensora del Pueblo a partir del primero de septiembre de 2024, debe tener la firmeza para podar la frondosa e inútil burocracia de la entidad, al mismo tiempo que repiensa, replantea y recompone su estructura y organización interna, reenfocando su misión primordial como entidad constituida para la defensa de los derechos y el empoderamiento de los más débiles. Todo ello en aspectos estratégicos como la promoción, la prevención, la investigación, la atención y el acompañamiento a poblaciones vulnerables; los pros y los contras de estar a cargo de la Defensoría Pública, oficina que por sí sola alberga a más de cinco mil contratistas, entre otros desafíos.
Todo lo anterior, mientras se define y se resuelve la reforma del Ministerio Público, que es hoy es una ficción constitucional y jurídica sin asidero en la vida real, en la cual, la triada integrada por Procuraduría General, Defensoría y personerías, no funciona de manera integrada ni articulada, sino que se caracteriza por la duplicidad y superposición de funciones y oficinas, con amplio despilfarro burocrático y presupuestal para los menguados recursos de que dispone el erario público. Pero, sobre todo, sin respuesta efectiva a las múltiples demandas y necesidades ciudadanas en derechos humanos y sin que se constituya en una institución clave en la lucha contra la corrupción.
Las personas ternadas por el Presidente para este cargo, no deberían ser el resultado de negociaciones oscuras, en los cuales quien se lleva el premio y “corona” como defensor, es el político más astuto, sino que su nombre debe ser producto de un ejercicio de debate y posicionamiento de propuestas de las organizaciones, asociaciones y movimientos donde participan los defensores de los derechos humanos, los líderes y lideresas sociales, y las víctimas, negando por primera vez en la historia de la entidad, la escogencia a dedo, el amiguismo y el condicionamiento basado en el reparto burocrático a favor de los partidos políticos.
El nuevo Defensor del Pueblo debe adelantar la tarea urgente de realizar una profunda reestructuración de la entidad, adelantando concursos de méritos para que a la institución lleguen las personas más capaces, las más sensibles y las más comprometidas. Todo ello, al tiempo que se lleva a cabo una reestructuración operativa que se fundamente en la necesidad de hacer realidad los procesos misionales como ejes integradores del trabajo de prevención, defensa y promoción en derechos humanos, de manera que se reorganicen y repiensen el sentido y la necesidad de contar con tantas oficinas sin razón, orden ni concierto. Por último, se requiere un Defensor o Defensora que conozca y fortalezca la labor de diagnóstico de las principales problemáticas y violaciones de derechos, tomando la voz y alzando las banderas de tantas poblaciones y territorios que hoy aparecen invisibilizados frente a los poderes y mafias que continúan obstaculizando los cambios que el país demanda.