Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Al negacionismo, como al fascismo, no se le controvierte, se le combate. Se ha hablado con frecuencia sobre el resurgimiento de una extrema derecha con características fascistas que algunos descartan a la ligera en la medida en que no calca el modelo de Benito Mussolini, Estado centrista. Sin embargo, la esencia del fascismo no es la estatalidad, como sí el discurso anti liberal en contravía de los derechos en nombre de una causa en esencia nacionalista contra los intereses de clase. El fascismo, como todas las facciones de las derechas extremas, tiene por objeto luchar contra el discurso de clases que reivindica los derechos de los explotados y ve en el nacionalismo una instrumentalización de cohesión social a la fuerza y de control a la sociedad. A esto se suma ahora la necropolítica (noción de Achillle Mbembe) que retrata a nuestra derecha: mecanismo en el que se ejerce el poder para decidir quién vive y muere. Éste fue y ha sido el dispositivo del Estado colombiano de las últimas décadas.
América Latina no ha sido tierra fértil para el nacionalismo, en buena medida porque nos impusieron el relato de un sincretismo cultural expresado en el mestizaje porque supuestamente esta tierra fue el encuentro entre dos culturas, cuando se trató en realidad de la imposición a la fuerza de un sistema cultural asumido como civilización para hacer énfasis en su carácter expansivo y superior. Por ese carácter mestizo, la zona fue ajena a los nacionalismos extremos y la derecha recurrió al anticomunismo más que a la exaltación étnica como ha sucedido en la historia europea. En estos años la extrema derecha colombiana ha retomado el discurso anti comunista con tintes cada vez más fascistas, siendo el más visible la negación sistemática de garantías, la puesta en tela de juicio de los derechos humanos y en épocas más recientes, el negacionismo. El acto censurable de Miguel Polo Polo respecto de las víctimas de las ejecuciones extrajudiciales es asimilable a los discursos de la extrema derecha europea que niega el genocidio judío de la Segunda Guerra Mundial (reitero lo que ya ha expresado en otra columna en este medio). Esto ocurre en medio de un agravante, el rol de los medios de comunicación que presentan como controversia, aquello que en realidad es apología al odio. Presentan su postura como si acaso fuese producto de la incorrección política y reducen a “polémica” una agresión que debería convocar el rechazo de todos los sectores, incluida la derecha republicana, cada vez más minoritaria en esa orilla ideológica.
Digámoslo sin rodeos, el establecimiento está del lado de una historia que admite discursos revictimizantes, pone en duda graves crímenes de guerra y le hace el juego a quienes pretenden sembrar dudas sobre hechos comprobados. La buena noticia es que la JEP haya respondido con contundencia publicando 1934 nombres de las víctimas del peor crimen de Estado en los últimos años expresado en el Palacio de Justicia, el genocidio político de la UP y la mal llamada seguridad democrática: la imposición de la pena de muerte en contravía del Estado de derecho. Es la máxima expresión de la necropolítica.
Esta semana tuve la oportunidad de entrevistar a Helena Urán Bidegain para Señal Colombia y Radio Nacional. Abordamos los terribles hechos de la retoma al Palacio de Justicia donde su padre, Carlos Horacio Urán fue torturado y ejecutado según señalan las investigaciones forenses, a pesar del relato negacionista del establecimiento (ojo, a no confundirlo ni con el gobierno ni con el Estado, el establecimiento ejerce el poder financiero, mediático y simbólico). Urán Bidegain me dejó perplejo con una tesis a la me parece el país le debe prestar atención, para entender el vínculo memoria y democracia, pero del que desafortunadamente no tenemos conciencia, en buena medida porque el establecimiento nos ha arrebatado los relatos de los peores episodios de la violencia estatal de los últimos años. Helena, politóloga de formación y luchadora por los derechos de todas las víctimas de la retoma del Palacio, sostiene que la ausencia de justicia, restablecimiento de la verdad y en general la negación de un trabajo constante de memoria sobre los hechos del 6 y 7 de noviembre de 1985, tuvieron incidencia en los episodios posteriores del exterminio de la UP y en el autoritarismo de la seguridad democrática cuya máximo expresión fueron los “falsos positivos”, eufemismo de la prensa para esquivar la denominación precisa de ejecuciones extrajudiciales. El poder colombiano dio una clara muestra de que se podía echar mano de las mismas estrategias de los regímenes militares del Cono Sur, a pesar de que nuestra dirigencia siempre haya sostenido que ésta es la democracia más sólida de la región. El 6 y 7 de noviembre los militares hicieron un golpe de Estado, aniquilaron la rama judicial. De eso no nos hemos enterado como nación porque el establecimiento, incluido los medios, se han negado a revelarlo.
En Colombia pulula un neofascismo cuyos rasgos son: a. el darwinismo social, que sobrevivan únicamente quienes puedan adaptarse a un capitalismo salvaje, no es anodina la expresión de Polo Polo que de “concentración nadie se ha muerto” a pesar de representar una circunscripción afro, víctima histórica de una exclusión económica y política directamente proporcional con los niveles de acaparamiento; b. el discurso anti derechos para restringir conquistas históricas que se creían irreversibles como el matrimonio igualitario, el derecho a morir dignamente, derechos sexuales y reproductivos o una jornada laboral que permita la dignidad. El neofascismo es transgresor, no apunta a un nuevo orden sino al desmonte de la ampliación del catálogo de derechos; y c. la característica más relevante para el espíritu de esta reflexión, el negacionismo, materia prima del autoritarismo en Colombia.
El país siempre ha premiado a los verdugos. Los medios han estado siempre del lado de los victimarios. Es revelador que la ministra de Comunicaciones que tapó la masacre de la retoma del Palacio de Justicia fuese sido elevada a la categoría de candidata presidencial, los responsables del genocidio de la UP sigan impunes y los máximos responsables políticos de los dizque “falsos positivos” sigan pontificando. Al menos el nobel de paz tuvo la dignidad de pedir disculpas, el otro, sigue mancillando el honor de las familias de las víctimas y viviendo de la necropolítica. El neofascismo pretende convencernos que es justificable asesinar en nombre de un orden basado en la composición de una sociedad que se conforma con las diferencias abismales de clase, en pocas palabras, el régimen de la “gente de bien”. La memoria se impone como un campo de disputa, 1934, 5733 y 6402 son símbolos que no pertenecen a un solo partido, movimiento o ideología, sino que nos definen como nación. Encontrarnos en estas tragedias debe ser parte del largo camino de la radicalización de la democracia. No hay nada que discutir, los derechos de las víctimas no se piden, se exigen.
PS. Quisiera escribir un artículo para revista de Ciencia Política, Derecho, Sociología o afines sobre cómo la ausencia de verdad en la retoma del Palacio profundizó el autoritarismo colombiano en los años posteriores. Invito a algún lector o lectora a sumarse a esa tarea y redactarlo a cuatro manos, o más si es posible…