Por: Mauricio Jaramillo Jassir
Profesor asociado de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos, Universidad del Rosario
No hay forma de reconocer un nuevo mandato de Nicolás Maduro, o no al menos, en las actuales circunstancias. La solicitud de publicación de las actas no es un capricho y quienes se preguntan por otros casos de Estados donde no se exigen, aquello puede ser cierto, pero no exime a las autoridades venezolanas de su responsabilidad. Recordémoslo: en 2006 a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) hoy mandatario mexicano, le fue arrebatada la victoria sin un ápice de la actual indignación regional. Tampoco se han hecho exigencias análogas a la grosera relección de Nayib Bukele que no sólo concentra el poder como ningún presidente salvadoreño en el postconflicto, sino que viene antecedido de ejecuciones extrajudiciales y una campaña de seguridad basada en violaciones a los derechos humanos. Sin embargo, el progresismo debe recordar que la doble moral de la derecha no está en discusión. Es más, podría hasta no ser, pues queda claro que este extremismo reaccionario conservador es por definición anti derechos. La derecha no defiende el Estado de derecho para Venezuela, sino que promueve un golpe que cambie el rumbo ideológico en un territorio clave para los cálculos geopolíticos actuales (Arco Minero y la Faja de Orinoco).
Al margen del oportunismo abyecto propio de la derecha, el progresismo debe insistir en una transición al margen de la presión; o bien para reconocer en las actuales condiciones a Maduro lo cual puede llevar a un bloqueo sin antecedentes de la situación en los próximos seis años; o a Edmundo González Urrutia, quien ha hablado de fraude desde antes del 28J. Otro despropósito consiste en alinearse con la tesis del fraude sin la debida evidencia, estrategia que la ha permito a Gabriel Boric ganar popularidad con miras a su campaña, pero que en nada contribuye a la transición venezolana. Tampoco faltan las voces que apuntan a dos descuadernadas reflexiones pero que parecen tener acogida (¡incluso en sectores que se reivindican como demócratas o centro-progresistas!). De un lado, acudiendo a una lógica bastante peculiar, se afirma que Gustavo Petro sería responsable de las violaciones a los derechos humanos en el vecino país, una afirmación que se populariza con mecánica goebbeliana en las redes sociales. Con ella, políticos y comunicadores posan de defensores de derechos humanos. La otra postura más riesgosa aún, revive el ánimo de un golpe para “salir de Maduro”. Se trata de un viejo anhelo del exmandatario Iván Duque, del actual secretario general de la OEA Luis Almagro y en general de los gobiernos de derecha que han apostado por las vías de hecho y descartado cualquier negociación. Una intervención extranjera sería catastrófica para toda la región, como también lo ha sido la postura unilateral y demagoga de algunos gobiernos que hacen política electorera con la crisis política venezolana. Solamente Brasil, Colombia y México han mantenido una postura considerable como regional, institucional y viable pensando en un proceso democrático viable y equilibrado.
Ha hecho bien este sector del progresismo en no caer en la tentación de apoyar las salidas unilaterales para Venezuela que en el pasado han sido tan costosas. En su propuesta de solución, Petro cometió el error de mencionar el Frente Nacional, con ello opacó la iniciativa que parecería viable y que consiste en un gobierno de unidad nacional que permita la introducción de cambios tan graduales como consensuados e inclusivos. La alusión al pacto elitista del 57 terminó desviando la atención y a una prensa hegemónica acostumbrada a los simplismos le cayó como anillo al dedo. Para ellos sólo sirve el golpe o la intervención.
A Venezuela hay que sacarla del fangoso terreno de la demagogia. Sólo el progresismo puede evitar una tragedia que en América Latina tiene numerosos antecedentes (Guatemala 1954, República Dominicana 1963, Brasil 1964, y Chile 1973, entre otros).